El Cine
y la Novela

La gente se pregunta –escribe Chesterton- porqué
la novela es la forma más popular de literatura, por qué se leen más novelas
que libros científicos o de metafísica. La razón es muy sencilla: es que la
novela es más verdadera que esos otros libros. La vida puede describirse
legítimamente en un libro científico. Con mucha más legitimidad puede aparecer
en un tratado de metafísica. Pero la vida es siempre una novela imprevisible”
[i]. Siguiendo al maestro
Gilbert, cabe preguntarse por qué el cine subió al podio y desplazó de su
cómodo lugar a la novela en la preferencia popular, como sabemos lo ha hecho
casi desde sus inicios, o sin casi. Explicaba Ernest Hello que había en la
Novela un carácter universal: “Representa la tentativa del hombre para
librarse de la vida cotidiana. Es la decadencia del poema épico. El poema épico
contaba los viajes de los pueblos, viajes entreverados de guerras. La Novela
relata con el mismo tono los viajes de los individuos, viajes colmados de
aventuras. Las naciones habían pedido al poema épico que perpetuase los grandes
movimientos que realizaron; los individuos pidieron a la Novela que
substituyese los grandes movimientos que ellos no realizaron. Pidiéronle que
satisfaciese, mejor o peor, el vago deseo de heroísmo que la imaginación les
exigía y su corazón no realizaba.”[ii]
Luego, en el siglo XIX, la Novela ya no quiere aquello, sino que se dedica,
tediosamente, a retratar la vida ordinaria, “lanza lejos de sí la trompa
épica; habla en el tono de la conversación; complácese en contar cosas
vulgares; entra en las ciudades donde vivimos, en nuestras casas, en nuestras
habitaciones.”[iii] Hasta que llega el Cine
para acabar con ese tedio y reinstaurar la épica y el “vago deseo de heroísmo”
siempre latente en los hombres, y lo hace desde sus inicios con Griffith y “El
nacimiento de una Nación”, en este caso para contar la gesta americana. La
vida pasó de ser una novela, a ser una película. Luego, una corriente del cine
se introduce dentro de “las ciudades y casas donde vivimos” pero para instalar,
mediante el enigma o el suspenso, otra realidad, aquella de lo misterioso o
desconocido. Claro está que hubo también otra corriente que siguió el derrotero
de la Novela en cuanto ésta recurrió a las pasiones bajas –como bien indica Hello-
extraviando de esa manera el corazón. De una u otra manera, el Cine quitó el
lugar a la Novela.
Con el cine nace otro modo de reflexión, más
difícil por cuanto uno no puede detenerse en medio de la proyección de la
cinta, como sí podemos dejar un momento aparte el libro e incluso volver sobre
el párrafo leído. El valor de la palabra no resulta decisivo y significativo en
el cine, donde las imágenes en movimiento–y más tarde el sonido- obligan al
espectador, que hasta entonces era lector (incluso el espectador del teatro
comprendía el sentido de la obra a través de las palabras), a un esfuerzo por
decodificar aquello que se le presenta a un ritmo que no es el de la lectura.
Por ello en principio la influencia teatral persistió, haciendo de esa manera
que el director tuviese que explicar sin ambigüedades la situación filmada
mediante intertítulos intercalados en las escenas. Fue esta una situación de
temprana adaptación a un espectador que se estaba formando, pero fueron
Griffith y los primeros maestros los que le dieron un gran impulso a la
recreación épica y/o aventurera en el cine, desplazando en gran medida a la
novela de las preferencias del público.
Pero hay otro motivo del arraigo en el cine por
sobre la novela. La cuestión está en aquello que vieron los más lúcidos
observadores del lenguaje cinematográfico, y que explicara Buñuel de esta
manera: “El cine (...) es el mejor instrumento para expresar el mundo
de los sueños, de las emociones, del instinto. El mecanismo productor de
imágenes cinematográficas, por su manera de funcionar, es, entre todos los
medios de expresión humana, el que más se parece al de la mente del hombre, o
mejor aún, el que mejor imita el funcionamiento de la mente en estado de
sueño.(...) Las imágenes, como en el sueño, aparecen y desaparecen a través de
disolvencias y oscurecimientos; el tiempo y el espacio se hacen flexibles, se
encogen y alargan a su voluntad, el orden cronológico y los valores relativos
de duración no responden ya a la realidad; la acción de un círculo es transcurrir,
en unos minutos o en varios siglos; los movimientos aceleran los retardos”[iv]. Piense el lector que hasta
decimos, para indicar que en un sueño queremos huir de alguien que nos persigue
y lo hacemos lentamente, que “corremos en cámara lenta”, y entenderá esa clase
de equivalencias. Habitualmente cambia nuestra noción del tiempo, las emociones
lo intensifican de tal manera que nos olvidamos de él o nos sentimos sus
esclavos[v]; el tiempo de la espera
–cronológicamente el mismo- no es el mismo psicológicamente, para el que desea
que llegue a su fin el partido de fútbol que para el que desea que no llegue
nunca, es decir, el tiempo es lento para el que va ganando, pero es
extremadamente veloz para el que va perdiendo el juego. Todo depende de nuestro
grado de identificación con los protagonistas.
Bien se ve que el cine es particularmente hábil
para internarse en la mente del espectador de otra manera que la literatura,
cuando de manipular el tiempo se trata. El montaje paralelo –v. gr. el de
Griffith- es mucho más efectivo en el cine que en el relato escrito. De modo
que esta característica y este recurso del cine ha venido a definir el tipo de
historias que el cine podía y debía contar. Y las diferencias entre estos dos
modos de expresión –Novela y Cine- son tantas que el público no deja nunca de
reprocharle al cine su discursividad o diálogos literarios, su falsa imitación
de la literatura u otros medios de expresión.
La aparente instantaneidad del cine (el “comprender
en el acto, en el mismo momento en que se ve”) y su aparente falta de exigencia
hacia el espectador (que siente que la lectura de un libro le demanda mayor
atención, tiempo y esfuerzo) junto a lo expresado en el citado texto de Buñuel,
nos hacen suponer que el espectador va al cine a soñar despierto, a entregarse
a un hechizo placentero. De manera que este deseo de evasión del hombre de la
gran ciudad se interpreta como una superficial apetencia de “aventuras” que la
novela –imposible de competir en el mismo terreno con el cine- ya no debía ofertar.
Y entonces el “establishment” cultural decidió ipso facto que el cine no
era ni podía ser “arte” ni estar a la altura de la novela, verdadero vehículo
de la “cultura”. De hecho lo que en los comienzos se conocía como “Cine Arte” o
“Film d’Art”, venido desde Europa, no eran sino adaptaciones de novelas
prestigiosas. Pero este salto cualitativo de las exigencias entre
lector-espectador ha podido ser subsanado por algunos directores que han ido
formando al espectador –pero atención, al espectador no llegado desde la nada,
sino formado como el director con la literatura que entiende la vida-, para
exigirle a ese espectador la atención debida. Fuera de estos pocos, como
siempre sucede, las mayorías no van a buscar verdades al cine ni, desde ya, a
ninguna parte. De más está decir que no la encontrarán en la moderna
literatura, entregada a la corriente democratizadora que todo lo relativiza o
subjetiviza mediante la procacidad, el sensualismo y el odio social que conduce
a la irracionalidad que ha de igualar a los hombres bajo un despotismo
ilustrado. Si algunos pocos directores sabiamente utilizaron el arte del cine
para restablecer un lenguaje simbólico mediante el cual redimieron ese hacer,
la gran mayoría no comprendió –indudablemente debido a su visión del mundo
concertada por el liberalismo- esas posibilidades que hubieran coincidido con
el cumplimiento de sus deberes, en el caso de que el cine fuera para ellos un
arte y éste como tal debiera subordinarse a medio y no fin en sí mismo. Los
deberes comunitarios se restringieron así a comunicar al público la propia y
particular visión del mundo de cada artista o de la sociedad liberal imperante
sin su consecuente demanda de respuesta del público, más allá de la comprensión
de lo que el estilo del realizador –como pura forma- le entregaba, cuando no a
la mera propaganda – a veces muy sutil- de las gestas infames que la nación
hegemónica del siglo XX emprendió alrededor del mundo.
Hay algo que se desprende del estilo pero que está
más allá y por sobre él, una respuesta cierta no engañosa ante la vida, eso que
la novela hacía mucho tiempo había dejado de dar. El cine podía darle al
espectador esa aventura que no era la realidad sino una “impresión de la
realidad”, pero poco a poco esa aventura o novela imprevisible que hacía
verdadero al cine se tornó previsible, tranquilizadora, y dejó de ser
verdadera. Dejó de correr riesgos. La razón es que, al decir de Chesterton, “el
ser humano controla muchos aspectos de su vida, suficientes para ser el héroe
de su propia novela. Pero si tuviera control sobre todas las cosas, habría
tanto héroe que no habría novela. Y la razón por la que las vidas de los ricos
son tan sosas y aburridas es sencillamente porque pueden escoger los
acontecimientos. Se aburren porque son omnipotentes”[vi].
Esa pugna entre los directores muy personales y los actores devenidos en
“estrellas”, en un sistema de estudios que debía garantizar una determinada
rentabilidad, era zanjada a veces magistralmente por los directores que con una
puesta en escena muy inteligente disminuían esa omnipotencia. Hablamos de la
previsibilidad de un sistema liberal –y un país protestante, EE.UU.- cuya tarea
parecía ser tranquilizar y no inquietar. De allí la prescindencia de Dios y el
consecuente happy-end terrestre. Pero, conflicto que siempre existió, luego,
cuando las “estrellas” de cine aumentaron su influencia en la decadente
industria del cine, todo se volvió mediocre, insípido y aburrido, por lo que
debióse recurrir a la abundancia de trucos y efectos especiales –además de una
cuota de sexo cada vez más explícito-
para intentar dotar de vida a un cine que se moría sin remedio. Sólo el
talento de unos pocos autores de films, en los años ’70, logró postergar la
vida del enfermo terminal. La super abundancia de dinero había corrompido todo
con sus facilidades y no había ya épica convocante ni hazañas que contar. Tanto
se habían acomodado todos al exceso de la riqueza, los placeres y las
comodidades –productores, directores, escritores y actores- que perdieron el
contacto no sólo con la realidad y la aventura que significa la vida, sino
hasta con el mismo cine de los comienzos. Es como dice Chesterton: “Lo que
mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de apasionantes
posibilidades es la existencia de esas grandes limitaciones que nos fuerzan a
plantar cara a cosas que no nos gustan o que no esperamos. Estar metido en una
aventura es estar metido en ambientes incómodos”.
En el pasado siglo la aventura se refugió en el
cine. Hemos de darle gracias por ello. Pero afirmar la preeminencia del cine no
equivale a denigrar la novela. Son medios distintos del conocer. Pero debemos comprender
las características y aptitudes propias de cada uno para saber que hay
historias que no deben ser novela sino cine, y que hay historias a las que les
va mejor la letra escrita. El Quijote será siempre de Cervantes, por más
adaptaciones que se hagan a la pantalla. No puede trasladarse el alma de
Cervantes que vive en cada palabra de su novela. Y si, por ejemplo, se adapta a
Conrad (“El corazón de las tinieblas”), se lo hace muy libremente tomando su
lineamiento general para a partir de allí contar otra cosa en una historia
personal que ya no será Conrad sino Cóppola (“Apocalipse Now”).
Hitchcock, hábil como Shakespeare, adaptaba pequeñas historias, impersonales
historias mediocres, pero que tenían algún elemento propicio para desarrollar
una fábula mediante la cual con la forma de un estilo propio podría hacer cine
y así desplegar su visión del mundo. El guión literario de “Psicosis”
debe ser un texto anodino que no dice nada. Pero “Psicosis” la película
es imposible de adaptar en términos literarios, ¿o alguien puede imaginar el
impacto de la escena de la ducha trasladado a la letra? Y si acaso un novelista
la escribiese, ¿podría dejar de decirle al lector que el cuchillo baja hacia el
cuerpo indefenso de la mujer como picotazos de un ave enardecida, haciendo
obvios los detalles para el lector que en cambio en el cine, en tanto
espectador atento, puede descubrir por sí mismo, con todas las asociaciones que
la pantalla sin darle énfasis le es capaz de presentar?
Esta falta de discernimiento respecto de las
posibilidades inmensas del cine no compatibles con el lenguaje literario hacen
que se vea al cine como a un hijo pequeño de la literatura, y que llame la
atención que pueda afirmarse que Hitchcock ha sido –como dijo no recuerdo
quién- “el Shakespeare del siglo XX”[vii]. Pero, ¿acaso, como dijo
alguien más, si Shakespeare hubiese vivido en el siglo XX, no se habría
dedicado al cine? Si el arte lo primero que nos proporciona son emociones, y
vidas (o “destinos” como decía Borges) y caracteres, y detrás ideas y aun a
través de ello nos sugiere o nos permite dar el salto hacia lo trascendente,
¿dónde sino en el cine se ha refugiado el pensamiento hecho poesía? No obstante
lo cual, la novela, en tanto expresión personal de un alma y un pensamiento que
se declara a través de la letra, seguirá existiendo, aunque en mucha menor
medida y apostando a la reflexión verbal que el cine, por su propia naturaleza,
impide. En realidad, si nos referimos a una forma tradicional de vivir y ver el
mundo, el cine lo que ha hecho ha sido tomar la posta que la literatura había
abandonado -excepto por unos pocos autores- para continuar por otros medios la
batalla contra la Nada. Sea con películas, novelas, cuentos, música, poesía,
pintura o arquitectura, la batalla debe ser continuada por unos pocos que han
de comprender que parte de la eficacia de su combate está en el cómo se libra
ese combate, con armas y herramientas que no son intercambiables.
Llegados al final del cine, en este ya bien entrado
siglo XXI, el ejemplo de la literatura y el cine es muy claro: aquel que pacta
con el mundo es humillado por él, burlado y usado hasta ser arrojado en el
rincón del olvido (que muchas veces se llama Museo, Biblioteca o venta
callejera), sin la posibilidad de hacer que ese sufrimiento sea redentor.
Salirse de la realidad es salirse de la aventura; se imposibilita entonces una
verdadera comunicación entre el autor y el espectador. La obra, en tal caso,
carece de sentido. Es esto, evidentemente, lo que está ocurriendo hoy. “La vida
es una novela imprevisible”, repetimos con Chesterton. El Cine se ha tornado
previsible, como lo fue la Novela en su decaer. La causa la explica mejor Ernest
Hello: “El buen relato, así como la Historia, para evitar el fastidio y dar
luz, debe hacer sentir la presencia de Dios en los hechos. La presencia de Dios
es el aroma que impide que caiga en putrefacción la vida humana. La mala novela
ha sido, en el más alto grado, la negación de la presencia de Dios.”[viii] Pero el cine ha ido aún más
allá, por lo menos en los últimos cuarenta años, no solo negando la presencia
de Dios, sino reemplazándolo por el hombre, que obtiene por sí mismo su salvación
y liberación de todo mal. Ahora, tras la muerte de la novela y del cine (pues
no son sino cadáveres los que se le suministran hoy al público), nada más hay,
ya no hay posibilidad superadora que recupere el valor simbólico del lenguaje y
pueda vertirlo en una forma de arte. Ahora es tiempo del silencio, un silencio
donde se busca otra forma de contemplación, tras la acción más virtuosa de
todas: la adoración de Dios.
[i]
“La aventura suprema”, en “La mujer y la familia”, Ed. Styria, 2006.
[ii]
“El hombre. La vida, la ciencia, el arte”, Editorial Difusión, 1946.
[iv]
Conferencia publicada en la Revista Universidad de México, vol. XIII,
4-12-1958.
[v]
“El movimiento permite al lenguaje cinematográfico alcanzar climas de
emoción que les están vedados a las demás artes” (Robert Claude, S. J.).
[vi] “La mujer y la familia”, p. 134.
[vii]
García Lorca por su parte dijo: “
Así como en la América de abajo nosotros
dejamos a Cervantes, los ingleses en la América de arriba no han dejado a un
Shakespeare”. Creo yo que Hitchcock –un inglés católico- vino a reparar un
poco esta falta.