lunes, 19 de noviembre de 2012
CRISTIADA
Cristiada
Por Antonio Caponnetto
Revista “Cabildo” nº99, año XIII, 3ª
época
Hemos visto esta película
que tanto deseábamos ver. Sobre todo —porque merced a la generosidad de
algunos amigos mexicanos— pudimos tener acceso al guión original, a principios
del año 2010. Sabíamos entonces, con bastantes detalles, de sus aciertos y
errores, pero no era lo mismo contemplar el fruto terminado. Al fin lo
hicimos.
Como el común de la gente,
empezando por los católicos, desconoce completamente la epopeya cristera, que
una película les permita anoticiarse de la misma, ya es todo un logro. Máxime
si en ese anoticiamiento, los combatientes de Cristo Rey quedan genéricamente
exaltados, y sus verdugos suscitan el desprecio por sus conductas homicidas.
Si a esto se le suma que el aludido público común podrá tomar conciencia,
siquiera fugaz, de que existieron sacerdotes como Cristóbal Magallanes, leales
a la Cruz hasta el derramamiento de la propia sangre, niños mártires como José
Sánchez del Río, generales valientes y aguerridos como Gorostieta, mujeres
bravas como las integrantes de las Brigadas Juana de Arco, y
dirigentes católicos abnegados como Anacleto González Flores, todo es
ganancia, y sólo restaría decir que recomendamos el filme sin más rodeos. Que
circule, que las almas se entusiasmen ante el fulgor de los arquetipos, que le
recen a los santos y honren a los héroes, y que el buen Dios haga el resto.
Pero no es tan sencillo.
Porque la película tiene serios errores conceptuales, increíbles tergiversaciones
históricas y abundantes licencias cinematográficas, algunas legítimas o
artísticamente logradas y otras decididamente antojadizas o inverosímiles.
De los errores conceptuales
el más pernicioso es el de presentar a los Cristeros como una especie de avant
garde de la Dignitatis humanæ. Defensores de la libertad
religiosa, de los derechos humanos, de la sociedad abierta y plural, de los
ideales democráticos y de la convivencia pacífica. Es tan explícito el afán de
resultar eclesiológica y políticamente correctos, que a quienes estamos
medianamente imbuidos del espíritu de aquella gesta, no puede sino resultarnos
indignante. Los Cristeros batallaron por la Reyecía de Cristo en su amada y amable
patria mexicana, no por la libertad de culto. Eran soldados de la Virgen de
Guadalupe, no de las garantías democráticas para todos los creyentes. Su guerra
justísima se libraba por la majestad del Hijo, no por los derechos del hombre.
De las tergiversaciones
históricas, que son muchas, nos preocupan dos en particular. La primera, el
desdibujamiento imperdonable de la personalidad y de la muerte de Anacleto. A
instancias del guión, Verástegui lo compone al modo ghandiano, con perfiles
superficiales y dubitativos, sin el fuego y el arrojo que le fueron tan
característicos, sin esa oratoria formidable que hacía estremecer los
corazones y los puños; y sobre todo, sin ese sacrificio postrero signado por
su doble consigna dejada como herencia a las Américas: Dios no muere y Viva
Cristo Rey.
La segunda torcedura de la
realidad pasada se comete con Victoriano Ramírez, el legendario “Catorce”, así
llamado por liquidarse él solito ese número de federales. No fue ciertamente un
glamoroso espadachín egresado de academias castrenses, pero tampoco el
marginal maleducado que responde con escupitajos a sus superiores. Se lo
muestra salvando su vida a expensas de la de José Sánchez del Río, y objeto
por eso de severos reproches de parte del General Gorostieta. Invención pura
que menoscaba su real dimensión de hombre de bien.
Otrosí se diga del Padre
Vega. No asaltó un tren en la estación La Barca ocupado por
inofensivos pasajeros, como se lo pinta; y es contradictorio que la película
lo inculpe de esta tropelía; cuando en la película misma se lo muestra
particularmente preocupado de salvaguardar las vidas inocentes. Al igual que
en el caso de Victoriano, no diremos que el Padre Vega era un teólogo
salmantino, pero ningún cura de entonces, con su catecismo a cuestas, podía
haber quedado sin respuesta precisa cuando el General Gorostieta, ante la
muerte cruel de José Sánchez del Río, le pregunta escéptico: “¿qué
clase de Dios puede permitir esto?” Un Dios que dio su sangre
inocente por nosotros, era la elementalísima y veraz
respuesta.
En su lugar, el Padre Vega
desbarra una contestación absurda e imposible, en un diálogo que, por
supuesto, tampoco existió en la realidad. Apuntamos este detalle, porque por
ser políticamente correcta, la película no podía simpatizar con aquellos
curas que combatieron arma al brazo por la Principalía de Nuestro Señor.
Luego, el Padre Vega, debía ser mostrado más bien torpe, primitivo y algo
adicto a la violencia.
Licencias cinematográficas,
al fin, son casi todas las secuencias de la película, que entrevera a
piacere personajes, lugares, tiempos, diálogos, hechos y anécdotas, sin
tener el más mínimo cuidado de la realidad pasada. Que el General
Gorostieta acuda a la tumba fresca de Josecito, abrace su cadáver y mate a sus
torturadores, forma parte de la lógica del western. No
sucedió, pero emociona y gratifica verlo. El corazón del espectador disfruta
con esta feliz invención. En cambio, que se omita expresamente toda referencia
a la masonería y a su diabólica participación en el desenlace de los hechos,
cubriendo de subterfugios los “arreglos”, más que a licencia artística suena
a escamoteo de una realidad crucial.
No hacemos
juicios técnicos porque no es nuestra competencia.
No abundamos en detalles
(cabría hacerlo y con especificidad de datos), porque el comentario sería
inagotable. Sólo escribimos estas líneas procurando dar algún criterio a
quienes la vean. Categóricamente afirmamos que es una película digna de ser
vista más de una vez; y si fuera posible, al lado de nuestras familias, amigos
y alumnos. Con las reservas y prevenciones del caso, ya quedó dicho. Pero
también con el regocijo espiritual de constatar que el cine ha servido, como
en pocas ocasiones, para dejar constancia gozosa del plebiscito de los
mártires, como decía el beato Anacleto González Flores.