“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

lunes, 31 de enero de 2011

LITERARIAS


EL PEQUEÑO MUNDO
DE DON CAMILO

La Procesión
Tomado de el blog de Cabildo.
Incluido en Boletín FIDES N° 944, FSSPX.


Todos los años, al celebrarse la feria del pueblo, se llevaba en procesión al Cristo crucificado del altar. El cortejo llegaba hasta el dique y allí se efectuaba la bendición de las aguas para que el río no hiciera locuras y se comportara decentemente.

Como en otras ocasiones parecía que también en ésta las cosas funcionarían con la acostumbrada regularidad, y Don Camilo estaba dando los últimos toques al programa de la fiesta, cuando apareció el Brusco en la rectoral.

— El secretario del comité —dijo el Brusco— me manda a hacerle saber que el comité participará en la procesión en pleno con bandera.

— Agradezco al secretario Pepón, contestó Don Camilo. Me alegraré de que todos los hombres del comité estén presentes. Sin embargo, es necesario que tengan la amabilidad de dejar la bandera en casa. No debe haber banderas políticas en cortejos sacros. Estas son las órdenes que tengo.

El Brusco se marchó y poco después llegó Pepón con la cara congestionada y los ojos fuera de las órbitas.

— ¡Somos cristianos como todos los demás!, gritó Pepón entrando en la rectoral sin pedir siquiera permiso. ¿En qué somos distintos de los otros?

— En que cuando entran en casa ajena ustedes ni se quitan el sombrero, respondió Don Camilo tranquilamente.

Pepón se quitó el sombrero con rabia.

— Ahora eres igual a los demás cristianos, dijo Don Camilo.

— ¿Por qué no podemos venir a la procesión con nuestra bandera? —gritó Pepón.— ¿Qué tiene de particular nuestra bandera? ¿Es la bandera de los ladrones y los asesinos?

— No, compañero Pepón, explicó Don Camilo mientras encendía su toscano. Es una bandera de partido y aquí se trata de un acto religioso y no político.

— ¡En ese caso tampoco deben ustedes admitir las banderas de la Acción Católica!

— ¿Por qué? La Acción Católica no es un partido político, tanto es así que yo soy su secretario. Precisamente te aconsejo que te inscribas con tus compañeros.

Pepón soltó una carcajada.

— ¡Si quiere usted salvar su alma negra, deberá inscribirse en nuestro partido!
Don Camilo abrió los brazos.

— Procedamos así, repuso sonriendo, cada cual queda donde está y amigos como antes.

— Yo y usted nunca hemos sido amigos, afirmó Pepón.

— ¿Tampoco cuando estuvimos juntos en los montes?

— ¡No! Era una simple alianza estratégica. Por el triunfo de la causa uno puede aliarse hasta con los curas.

— Bueno, dijo Don Camilo con calma. Pero si quieren venir a la procesión deben dejar la bandera en casa.

Pepón rechinó los dientes.

— ¡Si cree usted que podrá hacerse el Duce, se equivoca, reverendo! —exclamó—. ¡O con nuestra bandera o no hay procesión!

Don Camilo no se impresionó. “Se le pasará”, dijo para sí. Y en efecto, durante los tres días que precedieron al domingo de la feria, no se oyó hablar de la cuestión. Pero el domingo, una hora antes de Misa, llegó a la rectoral gente asustada. La víspera, la escuadra de Pepón había recorrido todas las casas para advertir que quien concurriese a la procesión daría a entender que no le importaba su salud.

— A mí nada me han dicho, observó Don Camilo. Por lo tanto la cosa no me preocupa.

La procesión debía realizarse al término de la Misa. Y mientras en la sacristía Don Camilo estaba vistiendo los paramentos usuales, llegó un grupo de parroquianos.

— ¿Qué se hace?, preguntaron.

— La procesión, contestó Don Camilo tranquilamente.

— Esos son muy capaces de arrojar bombas sobre el cortejo, le objetaron. Usted no debe exponer a sus feligreses a tal peligro. En nuestra opinión, la procesión debe suspenderse, avisar a la fuerza pública de la ciudad y realizarla cuando hayan llegado los carabineros en suficiente cantidad para garantizar la seguridad de la gente.

— Bien pensado, observó Don Camilo. Entre tanto se podría explicar a los mártires de la religión que obraron muy mal al comportarse como se comportaron y que en vez de ir a predicar el cristianismo cuando estaba prohibido, debieron esperar que llegasen los carabineros.

Seguidamente Don Camilo les indicó a los visitantes dónde estaba la puerta. Se marcharon rezongando. Poco más tarde entró en la iglesia un grupo de ancianos y de ancianas.

— Nosotros venimos, Don Camilo, dijeron.

— ¡Ustedes se van a su casa enseguida!, ordenó Don Camilo. Dios tomará en cuenta sus piadosas intenciones. Esta es una situación en que los ancianos, las mujeres y los niños deben permanecer en sus casas.

Delante de la iglesia había quedado un grupito de personas; pero cuando se oyeron algunos disparos de armas (era simplemente el Brusco, que con fines demostrativos le hacía hacer gárgaras a su ametrallador, disparando al aire), también el grupito se hizo humo, y Don Camilo, al asomarse a la puerta de la iglesia, vio el atrio desierto y limpio como una mesa de billar.

— ¿Y, Don Camilo, vamos?, preguntó en ese momento el Cristo del altar. Debe estar magnífico el río con este sol. Verdaderamente lo veré de buena gana.

— Sí, vamos, contestó Don Camilo. Pero fijaos que esta vez, desgraciadamente, estaré solo en la procesión. Si os basta.

— Cuando está Don Camilo ya hay de sobra, dijo sonriendo el Cristo.

Don Camilo se colocó rápidamente la bandolera de cuero con la cuja para el pie de la cruz; bajó del altar el enorme Crucifijo, lo apoyó en el soporte y suspiró:

— Con todo, podían haber hecho más liviana esta cruz.
— Dímelo a mí, repuso sonriendo el Cristo, a mí, que debí llevarla hasta la cima y no tenía tus espaldas.

Algunos minutos después Don Camilo, sosteniendo el enorme Crucifijo salía solemnemente por la puerta de la iglesia. El pueblo estaba desierto; la gente se había encerrado, corrida por el miedo, y espiaba a través de las celosías.

— Debo producir la impresión de aquellos frailes que andaban solos con la cruz negra por las calles de las ciudades despobladas por la peste, se dijo Don Camilo. Luego se puso a salmodiar con su vozarrón baritonal, que se agigantaba en el silencio. Atravesó la plaza y siguió por el medio de la calle principal, en la que también reinaban la soledad y el silencio. Un perrito salió de una calleja, y se puso a caminar quietito detrás de Don Camilo.

— ¡Fuera!, masculló Don Camilo.

— Déjalo, susurró desde lo alto el Cristo. Así Pepón no podrá decir que en la procesión no se veía siquiera un perro.

La calle torcía en el fondo, donde concluían las casas, y de allí partía el sendero que conducía al dique. Apenas dobló, Don Camilo halló de improviso la calle obstruida. Doscientos hombres la bloqueaban mudos, con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Al frente de ellos estaba Pepón, en jarras. Don Camilo hubiera querido ser un tanque. Pero no podía ser sino Don Camilo, y cuando llegó a un metro de Pepón se detuvo, sacó el enorme Crucifijo del soporte y lo alzó blandiéndolo como una clava.

— Jesús, dijo, teneos firme, que empiezo a repartir.

Pero no fue necesario porque, comprendida al vuelo la situación, los hombres retrocedieron hacia las aceras y como por encanto se abrió un surco en la masa. Solamente Pepón quedó a pie firme en medio del camino, puesto en jarras y con las piernas abiertas. Don Camilo afirmó el pie del Crucifijo en el soporte y marchó derecho hacia Pepón. Éste se hizo a un lado.

— No me aparto por usted sino por él, dijo señalando el Crucifijo.

— ¡Y entonces quítate el sombrero!, gritó Don Camilo sin mirarlo.

Pepón se quitó el sombrero y Don Camilo pasó solemnemente entre sus hombres. Cuando llegó al dique se detuvo.

— Jesús, dijo en voz alta, si en este inmundo pueblo las casas de los pocos hombres de bien pudieran flotar como el arca de Noé, yo os rogaría enviar tal crecida que arrase el dique e inunde todo el pueblo. Mas, como los pocos hombres de bien viven en casas de ladrillos iguales a las de tantos canallas, y no sería justo que los buenos debieran sufrir por las culpas de los pillos del tipo del alcalde Pepón y de toda su chusma de bandoleros sin Dios, os ruego salvar al pueblo de la inundación y concederle toda clase de prosperidades.

— Amén, murmuró la voz de Pepón detrás de Don Camilo.

— Amén, repitieron en coro los hombres de Pepón, que habían seguido al Crucifijo.

Don Camilo tomó el camino del regreso y cuando llegó al atrio y se volvió para que el Cristo diese su última bendición al río lejano, se vio delante al perrito, a Pepón, a los hombres de Pepón y a todos los habitantes del pueblo. También al boticario, que era ateo, pero que, ¡caramba!, un cura como Don Camilo, capaz de hacer simpático al Padre Eterno, no lo había encontrado nunca.

Giovanni Guareschi


Versión cinematográfica

jueves, 6 de enero de 2011

MICROCRITICAS

MICROCRÍTICAS



QUO VADIS (Mervyn LeRoy, 1951)

“Impregnadas y desprovistas, a la vez, de carácter religioso” definía el crítico francés Amedee Ayfre al cine “religioso” de Hollywood. Esta “Quo vadis” combina el sentido religioso con el espectáculo, el martirio de los cristianos bajo el imperio de Nerón con romances desodorizados y perfumados; la fe en Cristo con el optimismo yanqui, y, como corresponde, ofrece un final feliz hollywoodense para la pareja protagónica, que lejos de alcanzar la gloria eterna perdiendo sus vidas bajo las garras de los leones, triunfa en este mundo para vivir tan tierna historia de amor.
Con respecto a la historia de los hechos que narra, la película omite callada y escandalosamente la responsabilidad judía en la muerte de Nuestro Señor, como si nada hubiera sucedido, colocando la oposición directamente entre la cruz y el águila romana. No podemos saber por qué a Jesucristo lo clavaron a una cruz, ni hay rastros de la oposición entre cristianos y judíos, cuando es sabido que muchas veces eran los judíos quienes delataban a los cristianos ante las autoridades romanas. ¿Y qué hacía San Pablo entre los romanos, sino lo que no podía entre los judíos, pues éstos lo habían rechazado y hasta intentado matar? (ver Hechos 21,27 y sigs., 28, 28). La censura de la B’nai B’rith funcionando a pleno, como es sabido que pasaba, ha dejado su huella.
San Pedro y San Pablo aparecen muy disminuidos, enseñando a través de palabras que no están tomadas del Nuevo Testamento, sino de la novela de Sinkiewicz en que se basa esta remake de una anterior versión italiana.
En resumen: un espectáculo fastuoso, entretenido, en extremo superficial, del cual pueden rescatarse las escenas de martirio en el circo, con los cristianos cantando ante un azorado y en extremo amanerado Nerón. Sin embargo, no es una película católica.



ROJO Y NEGRO (Carlos Arévalo, 1942)

Un filme propagandístico que echa a perder una muy interesante historia. La de Luisa (falangista) y Miguel (comunista), que se conocen desde la infancia y el estallido de la Guerra Civil los encuentra como novios, aunque distanciados por la situación política. Ella vive en el terror comunista cuando la ciudad de Madrid, en manos rojas, es asediada por las tropas nacionales. Finalmente es detenida por una cheka, donde es violada y llevada a un “paseo”, es decir, fusilamiento. Su novio intentará en vano rescatarla de las garras de sus camaradas.
Ciertamente, la película contiene muy gruesos errores y torpezas formales que la arruinan por completo. En especial durante los primeros veintidós minutos, en que, para mostrar el contexto histórico, el director cae en una serie de brutales alegorías, a cual más obvia, y que el escritor hoy de moda Pérez Reverte, fascinado por esta película (seguramente porque no le fue bien durante el franquismo), en una pésima crítica, tilda de surrealismo lo que no son sino alegorías de primero inferior que ya hemos visto, por ejemplo, en el cine de Eliseo Subiela (la alegoría, debe recordarse, es el error más grande y más notorio que puede haber en el cine: es hacer el director del trabajo que le corresponde al espectador, ya que como el director, carente de imaginación, lo subestima, se lo da todo hecho y facilitado, como la mamá le da la papilla en la boca a su bebé; la alegoría es lo contrario del símbolo).
Hay un error, entonces, en la concepción total de la película, que lleva a su realizador-un falangista bienintencionado- a, por ejemplo, usar un recurso propio del cine mudo, cual es, al sonar el timbre de una casa, colocar un plano detalle del aparato vibrando; u omitir una imagen muy necesaria al final para intensificar la emoción.
En definitiva, muy mala propaganda que hoy parece gozar, por obra de estos “intelectuales” de moda, de muy buena prensa.



ONEGIN (Martha Fiennes, 1999)

El no haber leído el poema (o novela en verso) “Eugenio Oneguin” de Pushkin nos ha evitado hacer la inevitable comparación. Tal vez ese desconocimiento limite nuestro parecer. De todos modos, según nos dicen, el espíritu de aquella obra inmortal ha sido comprendido y traspasado satisfactoriamente en esta aproximación o condensado que es la película.
Sorprendidos por la sensibilidad con que está realizada, por el tacto con que su directora debutante (hermana del protagonista Ralph Fiennes, buen actor gracias al cual conoció esta obra de Pushkin; actor éste que es seguramente lo mejor que hizo, pues luego cayó en manos de Spielberg y la saga Harry Potter), la directora, decimos, ha evitado caer en el romanticismo, el tedio o la puerilidad, cuando de formalizar sentimientos se trata. Llegamos a comprender, a través de este Pushkin recreado por ingleses en la misma Rusia, un tema que los rusos han sabido ver y pensar, ante una Europa decadente que creía estar progresando; nos referimos al tema principal de este filme, que es el de la insulsez, la cual, para personajes como Oneguin o Tatiana, deviene en tragedia, una tragedia silenciosa que nadie, sólo la sensibilidad de un artista, de un filósofo o un religioso, es capaz de ver.
Escribió Nicolás Berdiaev: “La cotidianidad social crea una ética del miedo, al convertir la angustia, provocada por el abismo trascendente, en una preocupación trivial y al aterrorizar al hombre con los castigos futuros. Pero crea también un nuevo fenómeno, del que el miedo está ausente y que le es netamente inferior: la insulsez. Su peligro acecha ineluctablemente al mundo trivial, y cuando éste lo sufre, la liberación del pavor no se efectúa por un movimiento ascendente, sino por una caída. La insulsez evidencia una instalación definitiva en la región inferior, donde han dejado de existir no sólo la nostalgia por un mundo supremo y la angustia sagrada ante lo trascendente, sino también el miedo. La montaña desaparece entonces para siempre jamás del horizonte, dejando en su lugar una llanura infinita. La insulsez disimula lo trágico y la angustia de la vida; en ella, la cotidianidad social, cuyo origen se remonta al pecado, pierde el recuerdo de este origen” (“La destinación del hombre”).
“Onegin” es una tragedia porque todos tienen sus razones, pero éstas no coinciden. La fatalidad parece imponerse, pero, no obstante, el error humano queda patentizado, en una trama donde resulta capital el papel del tiempo, que no puede adelantarse ni volver atrás para hacer coincidir esas razones entremezcladas con pasiones que determinan el desenlace.
E. Oneguin se ve conminado a apresurar una decisión por la carta urgente e impulsiva de Tatiana, influenciada por novelas románticas y su padecer del tedio provinciano que aspira a parecerse al ambiente afrancesado de San Petersburgo. Oneguin responde de acuerdo a lo que es, y si hubiese aceptado a tal mujer, seguramente hubiese cumplido el destino deslucido que le anticipara en su rechazo. Porque Oneguin despierta de ese tedioso letargo que es su vida sólo a través de una caída, tras el dolor del duelo en el que mata a su amigo. Es un dolor que debe atravesar sin compañía. Cuando descubre nuevamente a Tatiana ya es tarde. Se han invertido los papeles. Su caída, entonces, recomienza para ya no acabar, en una pendiente que sólo un amor más grande y trascendente sería capaz de detener. Pero Oneguin no es un pensador, como, v.gr., Kierkegaard, sino un vividor que ya no vive. “El acto creador es opuesto, por naturaleza, a la insulsez y nos ofrece el medio de luchar contra ella” (Berdiaev). Para alcanzar esa ética de la creación, que puede ser servida mediante el auténtico amor, tanto Oneguin como Tatiana deberían poder desligarse de la vida social que los rodea, pero la pasión amorosa como sustituto de lo religioso (es decir, como absoluto) ya se ha hecho carne en ellos, y no tienen forma de sublimar sus sentimientos. De allí que la obra sea una tragedia que no les deja escape. Una tragedia que como tal ofrece su belleza, ante el respeto por aquello inalterable y que el hombre sabe no puede ni debe cambiar. Por esto hoy ya no se conciben tragedias, ni obras humanas dignas de consideración, y debe recurrirse a una novela escrita en el siglo XIX. ¿Y acaso hoy no se ha agravado el problema del que hablamos? Sí, pero el arte de nuestro tiempo, el cine, ya no es capaz de abordarlo como pudo hacerlo antaño, porque es parte sustancial del problema. De allí que esta película sea algo así como una excentricidad. El itinerario seguido por su actor protagonista, ya señalado, nos lo confirma.



LA VIRGEN GAUCHA (Abel Rubén Beltrami, 1987)

Digámoslo de entrada y claramente: se trata de una truchada insolente a la que sólo le dedicamos estas líneas porque las va de “católica”. En verdad, si un católico que todavía no ha perdido el seso por el lavado de cerebros conciliar, no pudiendo utilizar como nosotros el “fast-forward”, se viera obligado a aguantar completa esta “película”, terminaría apostatando.
Con la excusa de la segunda visita de Juan Pablo II a nuestro país, algún imbécil clericalote pensó vender, junto con las banderitas, vinchas y globos papales, esta película. El argumento es prodigioso: una violinista que es una chica muy buena de una parroquia y se llama casualmente María (la insoportabilísima Cristina Lemercier, buenuda calzada en ajustadísimos jeans), que tiene un novio o esposo (no lo sabemos) llamado casualmente José (un tipo engominado a la usanza “milico”), pierde la vista en un accidente automovilístico. Frustrada porque ese año no va a poder hacer la peregrinación a Luján, justo el año del Santo Padre, se ve asistida por un cura nuevaolero con guitarrita (el conductor televisivo Jorge Rossi, sic), por los jóvenes modernos de la parroquia (chicas feministas y muchachos barbudos y pelilargos) y por su madre, una mujer pintarrajeada que más bien parece su hermana.
Paralelamente, gente disfrazada recrea la historia de la Virgen de Luján, con una aparición de una señorita disfrazada de la Virgen (según la televisiva imaginación de la “señorita maestra” Lemercier).
La chica ésta le pide a la Virgen que le devuelva la vista, y al final, por supuesto, recupera la vista. Pero no en cualquier momento, sino cuando está posando sus ojos marmotizados en el televisor, que justo en ese momento muestra casualmente al Papa Juan Pablo II que se acerca hacia la imagen de la Virgen en la basílica de Luján. La chica sale a la calle y encuentra justo a su galán, ahora con el pelo suelto, que la alza felicísimo como en propaganda de chocolates “Shot” o shampoo “Sedal”, con el sol que oportuno rutila detrás.
Los diálogos de este engendro son de una ramplonería y estolidez inaudita. Ejemplo: la chica va con su novio caminando por la vereda, llueve, la gente pasa con paragüas. La chica dice: “Está lloviendo”. Y así obviedad tras obviedad. Es por todo esto que no dudamos en calificarla como la peor película argentina de la era sonora –y tal vez de la muda, si pudiésemos rescatar lo ya perdido-, más abajo aún que los fétidos productos excretados por los Solanas, los Sofovich, los Enrique Carreras o los Suar, pues ésta tras un manto piadoso y devoto esconde la más furibunda estupidez, resultando una eficacísima propaganda anticatólica.
Fruto podrido de la iglesia modernista argentina, horrible como una misa “carismática”, digna de los sensibleros, guarangos y vacuos sermones de mediáticos y ecuménicos Monseñores que cualquiera puede identificar, su destino de cloaca televisiva no es sino anticipo del repudio final que tendrán los responsables del vaciamiento, falsificación y vulgarización de nuestra Religión, aquellos que dicen tener fe y desconocen a Jesucristo, aquellos que usan de la Religión para en realidad amarse a sí mismos.

HABLAN LOS MAESTROS

“Para criticar hay que comprender y para comprender es necesario ser como una flecha o mejor como un rayo de sol, poseer una simpatía penetrante, don general que suelen perder los que hacen de la crítica un oficio.
Amiel, con su acostumbrada sutileza, dice: “La facultad de metamorfosis intelectual es la primera facultad del crítico. Sin ella no es apto para comprender a los otros espíritus, y debe por consiguiente callarse, si es leal. El crítico honesto debe comenzar criticándose a sí mismo: no se tiene el derecho de juzgar lo que uno no comprende”.
Rainer María Rilke aconseja a un joven poeta: “Y ahora, un ruego: lea usted lo menos posible cosas de crítica estética; o son opiniones de escuela, petrificadas y escurridas de sentido por un endurecimiento ya sin vida, o hábiles juegos de palabras en que hoy prevalece esta opinión y mañana la opuesta.
“Las obras de arte son de una infinita soledad y por nada tan poco abordables como por la crítica.
“Solamente el amor puede comprenderlas y tratarlas y ser justo con ellas
”.

(Hugo Wast, “Vocación de escritor”)