sábado, 3 de agosto de 2013
LA VIDA INTERIOR – G.K. CHESTERTON
La noticia de que
unos europeos han naufragado en la costa de una isla desierta es satisfactoria,
en la medida en que demuestra que todavía hay islas desiertas a las que se
puede ir a parar. Además, es también interesante porque esos hechos recientes
confirman los relatos más antiguos. Por ejemplo, los críticos superiores han
desdeñado con frecuencia los trabajos de Robinson Crusoe, alegando sobre todo
que utilizó en gran parte los recursos que contenía el barco naufragado. Pero
las personas reales que naufragaron hace unas pocas semanas dependían por
completo de sí mismas, no obstante lo cual los críticos no se interesaron por
la aventura. Hace unos años, cuando la ciencia física era tomada muy en serio,
se escribió un libro para muchachos inteligentes titulado La isla Perseverancia.
Se escribió para mostrar cómo debía haber sido escrito Robinson Crusoe. En este
relato, el náufrago no aprovechaba para nada los recursos del barco
naufragado. Lo hacía todo con los materiales brutos que encontraba en la isla.
Claro está que en
realidad es completamente injusto comparar Robinson Crusoe con libros para
muchachos como La isla Perseverancia o La familia suiza de los Robinson, no
sólo porque se trata de una literatura muy superior, sino también porque es
literatura con una finalidad completamente distinta. Compararla con las otras
porque en todas ellas la acción se desarrolla en una isla desierta no es mejor
que comparar Cumbres borrascosas con La abadía de Northanger porque ambas se
refieren a una vieja casa campesina, o La capilla de Salem con Nuestra Señora
de París porque ambas se refieren a un templo. Robinson Crusoe no es una novela
de aventuras, sino más bien una novela de la falta de aventuras; es decir, en
la primera parte, que es la mejor de la obra. Dos veces corre Crusoe al mar
desobedeciendo a sus padres y las dos veces naufraga o pasa por otros peligros.
La tercera vez tenemos la sensación de que ha sido elegido por Dios para
algún juicio extraño. Y ese juicio extraño es la idea central y poética de
Robinson Crusoe. Es un castigo del cielo n0 por medio de peligros, sino de una
seguridad terrible. El salvamento de los bienes de Crusoe, la comodidad
relativa de su vida, las riquezas naturales de la isla, sus relaciones humanas
con muchos animales…todo ello constituye un marco exquisitamente artístico para
la idea terrible de un hombre al que Dios ha arrojado de entre los hombres. Una
simple serie de aventuras sucesivas no habría dejado a Crusoe tiempo para
pensar, y toda la finalidad de la obra es hacer que Crusoe piense. Es cierto
que luego Defoe enreda al protagonista con indios y españoles, y creo que con
ello la narración pierde la nobleza pura de su idea original. Es absurdo
comparar a un libro como éste con los relatos corrientes acerca de goletas,
palmeras, alfanjes y cueros cabelludos. La condenación y maldición de Crusoe
no fue una vida aventurera, sino una vida sin aventuras.
Pero esto quizá sea
apartarnos del tema, si es que hay un tema. Tratemos de volver a la isla
desierta y a la moraleja que se puede extraer de la aventura de los afortunados
australianos. El punto principal y más importante es éste: que cuando uno lee
lo ocurrido a esas cuarenta v cinco personas arrojadas a una isla desierta del
Pacífico lo primero que siente es envidia. Luego recuerda uno que sin duda
habrá habido inconvenientes, que el sol calienta mucho, que los toldos no dan
sombra hasta que se los tiende, que los bizcochos y la carne envasada pueden
llegar a hacerse demasiado monótonos y que la persona más aventurera que ha
ido a parar a la isla comenzará antes que transcurra mucho tiempo a pensar en
el problema de salir de ella. Pero sigue siendo cierto que antes de hacerse
todas esas reflexiones el alma del hombre ha exclamado como el disparo de un
fusil: “¡Qué divertido!” Creo que el instinto del ser humano es algo interesante,
y quizá merezca la pena analizar ese deseo secreto de naufragar en la costa de
una isla.
Ese
sentimiento nace en parte de una idea que está en la raíz de todas las artes: la
idea de la separación. La novela trata
de separar a ciertas personas del montón de la humanidad, lo mismo que la
estatua se separa del montón de mármol. Leemos una buena novela no para conocer
a más personas, sino para conocer a menos. En vez del enjambre zumbador de
seres humanos, parientes, conocidos, sirvientes, carteros, visitantes
vespertinos, comerciantes desconocidos que nos dicen la hora, extraños que
nos hablan del tiempo, mendigos, camareros y mensajeros de telegramas; en vez
de ese enjambre aturdidor de seres humanos con los que nos tenemos que ver
todos los días, la novela nos pide que sigamos a una persona (digamos al
cartero) continuamente a través de sus éxtasis y angustias. Esto es lo que hace
que uno se sienta impaciente con ese tipo de rebelde pesimista que está
siempre quejándose de la estrechez de su vida y exige una esfera más amplia.
La vida es demasiado amplia para nosotros tal como es; tenemos que atender a
demasiadas cosas. Toda novela auténtica es un intento de simplificarla, de
reducirla a proporciones más sencillas y gráficas. El prosaísmo que hay en
nuestra vida nace principalmente de su rapidez; las personas pasan por nuestro
lado con demasiada rapidez para que puedan mostramos su lado interesante. Al
cabo de la semana hemos conversado con un centenar de pelmazos; en cambio, si
nos hubiéramos limitado a uno de ellos quizá nos habríamos encontrado
conversando con un amigo nuevo, o un humorista, o un asesino, o un hombre que
había visto un espectro.
No creo que haya
personas vulgares; es decir, no creo que haya personas cuya vida carezca de
interés o cuyo carácter sea realmente incoloro. Pero lo malo es que uno pueda
verlas tan rápidamente en montón, como un agrimensor, y lleve tanto tiempo el
verlas una por una como son realmente, como un gran novelista. Mirando por la
ventana veo una callejuela empinada, con una hilera de casitas presumidas que
descienden colina abajo en la fila india más decorosa. Si yo fuese propietario
de esa calle o un filántropo visitante que me dejara ver en esa calle, me sería
fácil abarcarlo todo de una mirada, hacer el cálculo y decir: “Son casas de
cuarenta libras anuales.” Pero supongamos que yo fuera el padre confesor de esa
calle: ¡qué terrible y distinta me parecería! Cada casa se separaría de la
vecina como por un terremoto y quedaría sola en un desierto del alma. Yo sabría
que en esta casa un hombre enloquece a causa de la bebida, que en aquella otro
hombre se ha separado de su mujer, en la inmediata una mujer se halla al borde
del abismo, que en la siguiente otra mujer vive una vida ignorada que en
épocas más devotas habría podido figurar en las hagiografías y convertirse en
fuente de milagros. La gente habla mucho de la disputa entre la ciencia y la religión,
pero la diferencia más honda consiste en que lo individual es mucho mayor que
lo común, en que la vida interior es mucho más amplia que la exterior.
Muchas veces, cuando
viajo con tres o cuatro desconocidos en lo alto de un ómnibus, he sentido el
impulso violento de arrojar al conductor de su asiento, llevar el ómnibus
hasta algún lugar alejado, hacerlos bajar a todos en un campo y decirles:
“Quizá no nos volvamos a ver nunca en este mundo. Vamos, entendámonos
mutuamente.” No afirmo que el experimento diese buen resultado, pero creo que
el impulso a hacer eso está en la raíz de toda la tradición poética sobre los
naufragios y las islas.