“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

sábado, 3 de agosto de 2013

LA VIDA INTERIOR – G.K. CHESTERTON



La noticia de que unos europeos han naufragado en la costa de una isla desierta es satisfactoria, en la medida en que demuestra que toda­vía hay islas desiertas a las que se puede ir a parar. Además, es tam­bién interesante porque esos hechos recientes confirman los relatos más antiguos. Por ejemplo, los críticos superiores han desdeñado con fre­cuencia los trabajos de Robinson Crusoe, alegando sobre todo que utilizó en gran parte los recursos que contenía el barco naufragado. Pero las personas reales que naufra­garon hace unas pocas semanas de­pendían por completo de sí mismas, no obstante lo cual los críticos no se interesaron por la aventura. Hace unos años, cuando la ciencia física era tomada muy en serio, se escribió un libro para muchachos inteli­gentes titulado La isla Perseveran­cia. Se escribió para mostrar cómo debía haber sido escrito Robinson Crusoe. En este relato, el náufrago no aprovechaba para nada los re­cursos del barco naufragado. Lo ha­cía todo con los materiales brutos que encontraba en la isla.
Claro está que en realidad es com­pletamente injusto comparar Robin­son Crusoe con libros para mucha­chos como La isla Perseverancia o La familia suiza de los Robinson, no sólo porque se trata de una lite­ratura muy superior, sino también porque es literatura con una finali­dad completamente distinta. Compa­rarla con las otras porque en todas ellas la acción se desarrolla en una isla desierta no es mejor que com­parar Cumbres borrascosas con La abadía de Northanger porque ambas se refieren a una vieja casa cam­pesina, o La capilla de Salem con Nuestra Señora de París porque am­bas se refieren a un templo. Robin­son Crusoe no es una novela de aventuras, sino más bien una novela de la falta de aventuras; es decir, en la primera parte, que es la mejor de la obra. Dos veces corre Crusoe al mar desobedeciendo a sus padres y las dos veces naufraga o pasa por otros peligros. La tercera vez tene­mos la sensación de que ha sido ele­gido por Dios para algún juicio ex­traño. Y ese juicio extraño es la idea central y poética de Robinson Crusoe. Es un castigo del cielo n0 por medio de peligros, sino de una seguridad terrible. El salvamento de los bienes de Crusoe, la comodidad relativa de su vida, las riquezas naturales de la isla, sus relaciones humanas con muchos animales…todo ello constituye un marco exquisitamente artístico para la idea terrible de un hombre al que Dios ha arrojado de entre los hombres. Una sim­ple serie de aventuras sucesivas no habría dejado a Crusoe tiempo para pensar, y toda la finalidad de la obra es hacer que Crusoe piense. Es cierto que luego Defoe enreda al protagonista con indios y españoles, y creo que con ello la narración pier­de la nobleza pura de su idea ori­ginal. Es absurdo comparar a un libro como éste con los relatos co­rrientes acerca de goletas, palmeras, alfanjes y cueros cabelludos. La con­denación y maldición de Crusoe no fue una vida aventurera, sino una vida sin aventuras.
Pero esto quizá sea apartarnos del tema, si es que hay un tema. Trate­mos de volver a la isla desierta y a la moraleja que se puede extraer de la aventura de los afortunados australianos. El punto principal y más importante es éste: que cuando uno lee lo ocurrido a esas cuarenta v cinco personas arrojadas a una isla desierta del Pacífico lo primero que siente es envidia. Luego recuer­da uno que sin duda habrá habido inconvenientes, que el sol calienta mucho, que los toldos no dan som­bra hasta que se los tiende, que los bizcochos y la carne envasada pue­den llegar a hacerse demasiado mo­nótonos y que la persona más aven­turera que ha ido a parar a la isla comenzará antes que transcurra mu­cho tiempo a pensar en el problema de salir de ella. Pero sigue siendo cierto que antes de hacerse todas esas reflexiones el alma del hombre ha exclamado como el disparo de un fusil: “¡Qué divertido!” Creo que el instinto del ser humano es algo interesante, y quizá merezca la pena analizar ese deseo secreto de naufragar en la costa de una isla.
Ese sentimiento nace en parte de una idea que está en la raíz de todas las artes: la idea de la separación. La  novela trata de separar a ciertas personas del montón de la humanidad, lo mismo que la estatua se separa del montón de mármol. Leemos una buena novela no para conocer a más personas, sino para conocer a menos. En vez del enjambre zumbador de seres huma­nos, parientes, conocidos, sirvientes, carteros, visitantes vespertinos, co­merciantes desconocidos que nos di­cen la hora, extraños que nos hablan del tiempo, mendigos, camareros y mensajeros de telegramas; en vez de ese enjambre aturdidor de seres humanos con los que nos tenemos que ver todos los días, la novela nos pide que sigamos a una persona (di­gamos al cartero) continuamente a través de sus éxtasis y angustias. Esto es lo que hace que uno se sien­ta impaciente con ese tipo de rebel­de pesimista que está siempre que­jándose de la estrechez de su vida y exige una esfera más amplia. La vida es demasiado amplia para nos­otros tal como es; tenemos que aten­der a demasiadas cosas. Toda novela auténtica es un intento de simplifi­carla, de reducirla a proporciones más sencillas y gráficas. El prosaís­mo que hay en nuestra vida nace principalmente de su rapidez; las personas pasan por nuestro lado con demasiada rapidez para que puedan mostramos su lado interesante. Al cabo de la semana hemos conver­sado con un centenar de pelmazos; en cambio, si nos hubiéramos limi­tado a uno de ellos quizá nos ha­bríamos encontrado conversando con un amigo nuevo, o un humorista, o un asesino, o un hombre que había visto un espectro.
No creo que haya personas vul­gares; es decir, no creo que haya per­sonas cuya vida carezca de interés o cuyo carácter sea realmente inco­loro. Pero lo malo es que uno pue­da verlas tan rápidamente en mon­tón, como un agrimensor, y lleve tanto tiempo el verlas una por una como son realmente, como un gran novelista. Mirando por la ventana veo una callejuela empinada, con una hilera de casitas presumidas que descienden colina abajo en la fila india más decorosa. Si yo fuese pro­pietario de esa calle o un filántropo visitante que me dejara ver en esa calle, me sería fácil abarcarlo todo de una mirada, hacer el cálculo y decir: “Son casas de cuarenta libras anuales.” Pero supongamos que yo fuera el padre confesor de esa calle: ¡qué terrible y distinta me parece­ría! Cada casa se separaría de la vecina como por un terremoto y quedaría sola en un desierto del alma. Yo sabría que en esta casa un hombre enloquece a causa de la bebida, que en aquella otro hombre se ha separado de su mujer, en la inmediata una mujer se halla al borde del abismo, que en la siguien­te otra mujer vive una vida igno­rada que en épocas más devotas habría podido figurar en las hagiografías y convertirse en fuente de milagros. La gente habla mucho de la disputa entre la ciencia y la re­ligión, pero la diferencia más honda consiste en que lo individual es mu­cho mayor que lo común, en que la vida interior es mucho más am­plia que la exterior.
Muchas veces, cuando viajo con tres o cuatro desconocidos en lo alto de un ómnibus, he sentido el impulso violento de arrojar al con­ductor de su asiento, llevar el ómni­bus hasta algún lugar alejado, hacer­los bajar a todos en un campo y decirles: “Quizá no nos volvamos a ver nunca en este mundo. Vamos, entendámonos mutuamente.” No afirmo que el experimento diese buen resultado, pero creo que el im­pulso a hacer eso está en la raíz de toda la tradición poética sobre los naufragios y las islas.