Sobre bichos asquerosos y danzas tribales
Indudablemente, El Señor de los Anillos marcó una época y hoy en día hay pocas películas que tengan pretensión de “gesta heroica” donde no copien efectos, imágenes, sonidos, música y cierta falsa grandeza apocalíptica.
Hemos publicado en estas páginas un lúcido perfil del director Cameron, que sigue una línea de pensamiento bien coherente en sus diversas y cada vez más onerosas producciones. Quisiéramos dar nuestra impresión sobre este filme rebuscado en su argumento y obvio en sus intenciones.
Los malvados humanos, especialmente los ricos industriales y los militares, con su mundo metálico y destructivo deciden valerse de la “ciencia” para tomar posesión de una piedra descubierta en otro planeta, cuyas propiedades energéticas son inconcebibles. Naturalmente, los custodios de este planeta santuario, donde todo brilla como los carteles de neón y la fauna es monstruosa, son unos seres también monstruosos, gigantescos (atención con la simbología del “gigante”), coloreados a rayas azules y grises, con una larga cola y rostros felinos. Esta cola es una especie de “interface” que les permite comunicarse con la naturaleza (árboles, animales y suponemos que también entre sí), grosera analogía de la unión espiritual que el hombre pudiera tener con la creación, en este caso por medio de un enchufe.
Por cierto que la humanidad no está perdida, porque una escéptica mujer de ciencia (Sigorney Weaver) busca el conocimiento por sí, y no por lucro. Y ha inventado el modo de reencarnarse en el planeta susodicho, bajo la forma y facha de los dichos gigantes felinos, para hacerse amigo de ellos y conocer sus misteriosos modos de relacionarse con la naturaleza (una naturaleza francamente asquerosa, de colores contra natura y lucesitas de China Town). Por cierto que hay una sacerdotiza y una diosa. Nótese la preponderancia de lo femenino. Inclusive, el bicho hembra que seduce y entrena a un marine avatar enviado para hacer espionaje por los malvados militares. Por suerte no hay gays.
Como era presumible, el marine descubre un mundo maravilloso, se enamora de la gata, aprende todo el saber de la diosa y la bruja y se pone del lado de los buenos. La respuesta armada no se hace esperar. El espantoso coronel envía sus helicópteros de la guerra de Vietnam (así suenan aunque modernizados) y sus naves estrafalarias a bombardear y destruir esta impoluta raza, flor de la natura no trabajada por el hombre. (En esto debemos decir que la añoranza del Paraíso Terrenal es un leit motiv que confirma la doctrina cristiana, aunque se lo represente -al Paraíso- de un modo tan revulsivo).
La dosis holliwood-yanqui del filme la aporta una lucha de milicianos armados con arcos y lanzas contra naves poderosísimas. Resultado, ganan los milicianos, no sin algunas pérdidas que lamentar.
El marine enamorado (digamos al pasar que este amor es más que platónico y se lo expresa así en imágenes no demasiado crudas, pero bien claras) se vuelve bicho bicolor definitivamente por medio de una ceremonia en que la diosa, invocada por los bichos en general bajo la dirección de la bicha bruja (ceremonia que parece inspirada 50% en la danza de los lemures de “Madagascar” y el otro 50% en una misa carismática) pasa a ser definitivamente “ungido” una suerte de Mesías, que ya varios signos y profecías habían anticipado, etc.
Quien quiera comerse este sapo ecológico, mesiánico, panteísta, feo y típico de Hollywood, que le aproveche. Yo prefiero las de convoy de otros tiempos, que en definitiva, junto con algunas comedias, es lo mejor que produjo el cine americano.
Malayunta. Los cuernitos de Cameron no son un agregado, ¿o son orejas?