“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

sábado, 19 de noviembre de 2011

NOTA - ALFRED HITCHCOCK,UN DIRECTOR CATOLICO

ALFRED HITCHCOCK, UN DIRECTOR CATÓLICO

Por María Elena de las Carreras Kuntz,
UCLA School of Theater, Film & Television

Tomado de Criterio Nº 2247 » Febrero 2000




Nota Reduco: A pesar de algunas disensiones, creemos que en general el artículo es acertado y presenta de manera amena el sentido que se desprende de la obra de Hitchcock, por eso su lectura resulta de interés.

El cine es apenas unos años mayor que el siglo que termina. La invención de los hermanos Lumière -el cinematógrafo- se dio a conocer al público en diciembre de 1895 en París. Y con la velocidad del rayo esa pequeña cámara capaz de registrar y proyectar imágenes en movimiento se divulgó por el mundo entero. Los norteamericanos, encabezados por Edison, contribuyeron al desarrollo tecnológico del precioso invento y en unos pocos años la gramática de esa novedosa forma de entretenimiento quedó definida. A través del montaje y el movimiento de la cámara (lo esencialmente cinematográfico), la iluminación, la puesta en escena y el trabajo actoral (procedentes de las otras artes) los pioneros del nuevo arte tardaron apenas una década en perfeccionar las técnicas del relato. Entre 1908 y 1912 el norteamericano David W. Griffith -considerado el padre del cine narrativo- realizó decenas de corto-metrajes donde literalmente inventó todo lo que hoy se aprende en las escuelas de cine. En la segunda década del siglo -con la primera guerra mundial de por medio- se fue organizando en Estados Unidos un sistema de producción, distribución y exhibición de películas que se impuso internacionalmente: Hollywood. Las cinematografías de otros países se fueron desarrollando y definiendo en contraste con este sistema, manejado desde Los Angeles y financiado por Wall Street.

A finales de los años veinte -con el crash del 29 y la llegada del cine sonoro- Hollywood constituía, desde el punto de vista económico, un oligopolio integrado por ocho compañías. En primera línea operaban cinco grandes estudios -Paramount, MGM, Warner Bros, Fox (antes de ser 20th Century-Fox) y RKO- que producían y distribuían su propio material, y exhibían en conjunto. Detrás, venían tres estudios menores, que carecían o de circuitos de exhibición o de producción: Universal, Columbia y United Artist. Desde el punto de vista artístico, Hollywood vivió en las décadas del veinte al cuarenta su edad de oro. La genialidad del sistema consistió en la concentración de talento artístico (estrellas, directores, escritores, compositores, etc.) y técnico sobre la base de un sistema de contratos que, con sus bemoles, posibilitaba la producción eficiente de largometrajes, cortos, dibujos animados y noticieros para el mercado nacional e internacional.

Lo interesante del Hollywood clásico es el espacio abierto a la gente creativa, tanto norteamericana como extranjera, para trabajar en el negocio por excelencia del entretenimiento de masas. El caso de Alfred Hitchcock es fascinante en más de un sentido. Primero, como ejemplo de director talentoso que se abrió camino en el ambiente competitivo de Hollywood, y, gracias a sus formidables éxitos de taquilla, un lugar para hacer el cine que le interesaba. Segundo, porque la larga carrera de Hitchcock en Hollywood representa -como la de John Ford- lo mejor de un sistema donde la tensión entre lo artístico y lo económico ha producido la mayor contribución norteamericana a la cultura de este siglo. Tercero, porque el cine de Hitchcock refleja de manera consistente una serie de intereses personales, que derivan de su visión católica de la condición humana. Y finalmente, como en agosto de 1999 se cumplió el centenario de su nacimiento, qué mejor manera de celebrarlo en estas páginas que contar la historia singular del “maestro del suspenso”.

De Londres a Hollywood

Alfred Hitchcock nació en un suburbio de Londres el 13 de agosto de 1899, en el seno de una familia católica de clase media. Al igual que su contemporáneo Luis Buñuel, Hitchcock recibió una severa educación jesuítica. A los veinte años empezó a trabajar en la industria del cine, primero en la sucursal londinense de Paramount y luego en una compañía productora en la cual fue escalando posiciones hasta llegar a la de director. Hacia finales de los años treinta el realizador había consolidado una reputación internacional como director de filmes de suspenso, considerados clásicos en su género: El hombre que sabía demasiado (1934), Los 39 escalones (1935), Sabotaje (1936) y La dama desaparece (Alarma en el expreso, 1938). El éxito de crítica y taquilla de este último thriller de espionaje le valió un contrato con el productor hollywoodense David O. Selznick. Desde 1939 hasta su muerte, en abril de 1980, el director vivió en Los Angeles. Durante esas cuatro décadas Hitchcock produjo una obra cinematográfica de enorme popularidad: Shadow of a Doubt (La sombra de una duda, 1943), Spellbound (Cuéntame tu vida, 1945), Notorious (Encadenados, 1946), Strangers on a train (Extraños en un tren, 1951), Vértigo (1958), North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959), Psicosis (1960) y Los pájaros (1963). De 1955 a 1965 la serie televisiva Alfred Hitchcock Presenta divulgó todavía más la imagen del director y su peculiar sentido del humor. Con un tono cómicamente sentencioso, el director introducía cada episodio semanal, que cerraba al son de la Marcha fúnebre para una marioneta, de Gounod, sobre la caricatura gordinflona de su perfil.

Como ocurrió con otros afamados directores de la época clásica, el reconocimiento de Hitchcock como artista de envergadura provino de críticos franceses vinculados a la prestigiosa publicación Cahiers du Cinéma en la década del cincuenta. Los críticos de la revista, entre ellos Claude Chabrol y Eric Rohmer, examinaron la obra entera del director, señalando que el uso magistral del lenguaje cinematográfico estaba al servicio de una visión católica de la condición humana.

El catolicismo de Hitchcock

La cuestión por resolver, tanto en Hitchcock como en otros realizadores, por ejemplo, John Ford, Krzysztof Zanussi y Krzysztof Kieslowski, es si se los puede catalogar de directores católicos. El catolicismo del director inglés y sus implicaciones cinematográficas se abordan en todas las biografías sobre Hitchcock. Pero como el realizador protegía con celo su vida privada, muchas veces los biógrafos ofrecen interpretaciones peculiares sobre los datos escasos con que se cuenta. Una buena fuente, sin embargo, es la extensa entrevista que François Truffaut, crítico de Cahiers du Cinéma antes de dedicarse a la realización, publicó en 1966 con el título Hitchcock/Truffaut. Allí el director comenta la influencia formativa del catolicismo en su vida: “La nuestra era una familia católica, y en Inglaterra eso ya constituye una excentricidad. Fue probablemente durante mi época con los jesuitas que desarrollé un sentido del miedo, miedo moral, miedo de verme envuelto en algo malo”. Alma Reville, la mujer de Hitchcock y su colaboradora más estrecha durante toda su carrera, se convirtió al catolicismo antes de su casamiento en 1926. Los Hitchcock y su única hija, Patricia, eran feligreses de la Iglesia del Buen Pastor, en el corazón de Beverly Hills.

Al igual que Ford, Hitchcock prefería hablar de sus películas en términos puramente cinematográficos, soslayando cuestiones que no fueran técnicas. Tampoco se refería en público a la importancia de la fe católica en su vida. ¿Cómo se puede aquilatar, entonces, el catolicismo que para los críticos franceses caracteriza su obra entera, pero que el feminismo y el psicoanálisis, por ejemplo, descartan? La única manera razonable es examinar sus películas: de allí surge la evidencia.

El tema del mal

Hitchcock dirigió cincuenta y tres filmes desde su debut en 1926 con The Pleasure Garden, hasta su último largometraje, la comedia de suspenso Family Plot, de 1976.

La situación arquetípica en un filme de Hitchcock queda planteada cuando a una persona común y corriente le sobreviene, inesperadamente, una catástrofe. Este cataclismo lo causa alguna manifestación del mal: una persona malévola, una organización secreta, agentes de un régimen totalitario (nazis o comunistas), un pasado pecaminoso de origen sexual, o algún elemento de la naturaleza salido de órbita. El relato se articula a través de la oposición entre estos héroes o heroínas -personas fundamentalmente buenas pero con alguna falla- y las fuerzas de destrucción, caos y desorden desatadas contra ellos. Excepto algunos pocos casos de finales ambiguos, como Vértigo y Los pájaros, el bien triunfa sobre el mal y el equilibrio moral se restablece, pero no sin la intervención providencial de la casualidad (contrasentido que usó deliberadamente). Los protagonistas, y también otros personajes afectados por estos torbellinos, sobreviven la ordalía pero pagan un precio alto. Algunos pierden la inocencia, como ocurre a los inexpertos protagonistas de Rebeca (1940), Corresponsal extranjero (1940) y La sombra de una duda. Otros terminan contaminados por el mal, como en el caso de los espías norteamericanos en La cortina rasgada (1965) y Topaz (1969), thrillers considerados menores pero muy interesantes a la luz del colapso comunista. Chabrol y Rohmer describieron este proceso de contaminación como la “transferencia de la culpa”, es decir el entretejido del bien y del mal tan característico del universo hitchcockiano. En los filmes de los años cincuenta y sesenta -donde se percibe una cierta desesperanza- el mal se presenta claramente como la ausencia, o el asesinato, del amor. Véanse, por ejemplo, La ventana indiscreta (1954), Vértigo, Psicosis y Marnie (1965), películas que examinan individuos solitarios u obsesionados, que no pueden escapar de laberintos emocionales o patológicos.

La lucha contra el mal

En los dos filmes de tema específicamente católico, Yo confieso (1953) y Falso culpable (1957), Hitchcock centra el relato en hombres de fe: uno es sacerdote, interpretado por Montgomery Clift, y el otro un padre de familia, de origen italiano, y músico en Nueva York, a cargo de Henry Fonda. Se acusa a ambos protagonistas de crímenes que no cometieron -un tema recurrente en Hitchcock- pero ninguno puede probar su inocencia. El sacerdote ha oído la confesión del verdadero asesino y el músico ha sido identificado erróneamente por un testigo. Pero cuando la maquinaria imparable de la autoridad está a punto de destruirlos -su implacabilidad es otra constante de Hitchcock, y El hombre equivocado, quizás el mejor ejemplo- interviene, providencialmente, un deus ex machina. Sin violar el secreto de confesión el sacerdote logra que el asesino relate su crimen frente a testigos. En El hombre equivocado, la policía detiene al verdadero ladrón en la escena que sigue a la del protagonista rezando al Sagrado Corazón. El clímax de este cuasi documental -basado en un caso verdadero- lo constituye el primer plano de Henry Fonda rezando, que se disuelve en el rostro del ladrón encaminándose a un nuevo asalto.

La difusión del mal es otra constante del universo hitchcockiano. Si bien las películas del realizador no son especulaciones teológicas sobre la naturaleza del mal, sí hay una presentación de sus consecuencias catastróficas, que Truffaut sintetiza como “desecraciones de la belleza y la pureza”. Al igual que el Job bíblico, los personajes forzados a enfrentar el mal no comprenden ni su origen ni su magnitud. Por ejemplo, la tímida recién casada de Rebeca (personaje sin nombre, interpretado por Joan Fontaine) simboliza para su marido la posibilidad de redención y casi sucumbe a manos del ama de llaves obsesionada por la vida y muerte de Rebeca. La primera mujer del aristocrático Max de Winter (Laurence Olivier) no es siquiera un personaje; no se la ve ni se la oye; sólo resuena su nombre inolvidable, que evoca recuerdos siniestros. La presencia maligna de ese nombre amenaza a los vivos. En La soga (1948), dos estudiantes universitarios asesinan a un compañero, en un intento estético de emancipación moral. Psicosis ofrece un cuadro horroroso del infierno a través de un viaje por la mente de Norman Bates, el psicópata asesino con el que el público se ha identificado emocionalmente hasta la sorprendente vuelta de tuerca final. En Extraños en un tren un hijo psicótico actúa como si existiera realmente un pacto entre él y un marido descontento para intercambiar los asesinatos de la madre y la esposa. La explosión de la calesita al final simboliza el caos que este demente ha generado a su alrededor. Los pájaros constituye una parábola en clave de ciencia ficción sobre el hombre contemporáneo paralizado e impotente frente a una fuerza maligna que supera su comprensión. La bandada de pájaros enloquecidos que atacan súbitamente una pacífica comunidad costera de California también puede verse como el anuncio de una catástrofe ecológica de proporciones dantescas.

Los personajes malignos más logrados desde el punto de vista dramático son, invariablemente, caballeros seductores, de modales impecables y espléndidamente trajeados. Cuando se trata de un personaje femenino, como en El proceso Paradine (1948), protagonizado por Alida Valli, se agrega un elemento de misteriosa malignidad sexual. Como para crear suspenso Hitchcock muchas veces le da al público información que retacea a los personajes, el tratamiento cinematográfico de estos seres malévolos resulta particularmente interesante. Joseph Cotten en La sombra de una duda es un asesino melifluo y siniestro de viudas ricas. Explica su conducta amoral directamente al público durante una comida de familia. Su hermana, cuñada y sobrinos, que ignoran la verdadera naturaleza del Tío Charlie, se desconciertan con esta perorata. Hitchcock filma la escena magistralmente: la cámara se acerca lentamente hasta detenerse en el primer plano del perfil del personaje. Cuando, fuera de cuadro, la sobrina señala vehementemente que las viudas también son seres humanos, Cotten da vuelta la cara y mira con frialdad a cámara -es decir al público- y de manera desafiante replica: ¿de verdad?

Los agentes nazis interpretados por Robert Young y Claude Rains, de elegancia cautivadora, son asesinos implacables que operan sin escrúpulos en Agente secreto (1936) y Notorious. En La ventana indiscreta y Vértigo se ve a maridos civilizados que planean el asesinato de sus cónyuges confiadas y… lo consiguen.

Un universo de absolutos morales y pecado original

En el drama bélico Náufragos (1944), los sobrevivientes de un ataque de submarino alemán rescatan a un marino nazi, pero terminan tirando por la borda al diabólico oficial porque planeaba asesinarlos. Con extrema claridad en un filme con un bote salvavidas como único escenario y un puñado de personajes alegóricos, Hitchcock articula los dilemas morales y religiosos acerca del mal, acentuados en situaciones extremas. Un personaje pregunta angustiadamente dos veces: ¿Qué hacemos con gente como ésta? La pregunta es válida, por supuesto, no sólo en el universo de la película.

Hitchcock crea sus personajes basado en la noción de que el hombre es naturaleza caída, o en lo que el crítico británico Robin Wood denomina la “inextricabilidad del bien y del mal”, una manera de referirse a la doctrina del pecado original. Este entretejido, sin embargo, no implica que el bien y el mal sean factores intercambiables en un universo de relativismo moral. Por el contrario, lo que se percibe con fuerza en toda la obra de Hitchcock es la presencia contundente de absolutos morales, enraizados en una cosmovisión judeo-cristiana.

En los filmes del director no sólo se muestra con claridad la dimensión moral de un acto clave para el desarrollo de la trama, sino también la conciencia que tiene el personaje de ese momento. Entre los muchos ejemplos, cabe citar el instante en que Claude Rains decide envenenar a su mujer Ingrid Bergman en Notorious; la decisión de Oskar Homolka de hacer portador a su joven cuñado de una bomba escondida en una bobina de película en Sabotaje; la agonía de la madre que debe elegir entre salvar a su hijo raptado o impedir un acto terrorista en ambas versiones de El hombre que sabía demasiado (1934 y 1956); el espionaje a un presunto asesino, hecho por James Stewart desde una silla de ruedas en La ventana indiscreta; las maquinaciones de un detective para satisfacer su obsesión romántica en Vértigo; y el robo de 40.000 dólares en Psicosis.

Los héroes y heroínas son seres moralmente imperfectos, que luchan en algunos casos contra un pasado oscuro que amenaza el presente. Estas imperfecciones y flaquezas se ven con claridad, por ejemplo, en las protagonistas del drama de época Under Capricorn (1949) y el thriller psicológico Cuéntame tu vida, ambas interpretadas por Ingrid Bergman; en el curioso obsesivo de La ventana indiscreta; en el vacilante jugador de tenis protagonizado por Farley Granger en Extraños en un tren; en la casada infiel de El crimen perfecto (1954), encarnada por Grace Kelly; y en el Cary Grant irresponsable de Con la muerte en los talones (1959).

En una interesante contraposición, los agentes del mal a veces revelan atisbos de conciencia moral, como los espías con escrúpulos interpretados por Oscar Homolka y Herbert Marshall en Sabotaje y Corresponsal extranjero, y la mujer que rapta al niño en la segunda versión de El hombre que sabía demasiado. Conviene notar que cuando en una escena se ve un personaje decente, con quien el público se ha identificado, en el acto de cometer un asesinato, Hitchcock muy hábilmente disocia el acto del perpetrador: el hecho de matar viola objetivamente el quinto mandamiento, aunque se haya actuado en defensa propia. Quizás el ejemplo más notable de esta disociación es el drama de espionaje La cortina rasgada, en el cual un científico norteamericano (Paul Newman) enviado como espía a Alemania Oriental mata a un agente secreto comunista utilizando un horno de gas (en un gesto simbólico que no pasa inadvertido). Como en la escena famosa del asesinato en la bañadera de Psicosis, el acto de matar a un ser humano -por más despreciable que éste sea- y de eliminar el cadáver es una tarea fea, ardua y sucia. Esta es la premisa desarrollada metódicamente en la comedia negra ¿Quién mató a Harry?, en la cual el director da rienda suelta a la predilección británica por lo macabro y los sobreentendidos irónicos.

¿Moralista católico?

Hitchcock está lejos de arrogarse el papel de moralista o apologista católico. Sin embargo, en la serie de televisión Alfred Hitchcock presenta, el director parece divertirse cumpliendo este rol, en clave de comedia. Cada episodio -de los cuales dirigió veinte- es una fábula contemporánea con un desenlace revelador. Al final del episodio Hitchcock aparece para enunciar la moraleja del relato. Invariablemente adopta el tono de un padre severo que reta a los hijos que se desvían del buen camino. Las historias son simples y concisas (un modelo de escritura para televisión) y las enseñanzas finales siempre van al grano. Las moralejas están enunciadas con un tono de vaga amenaza y pueden resumirse en el revés del clásico axioma: “Lo que hagas al prójimo te será hecho a ti”. El tipo de relato que se repite con más frecuencia se centra en personajes que cometen un asesinato pero no pueden desligarse de las consecuencias físicas y morales de ese acto.

Cuando Truffaut le preguntó a Hitchcock si se consideraba un artista católico, la respuesta del director fue más bien críptica que evasiva: “A lo mejor las primeras influencias en la vida de una persona marcan su vida y guían su instinto. Yo no soy de ninguna manera antirreligioso, sí, quizás, a veces negligente”.

Quienes se entusiasman con la obra cinematográfica del director inglés consideran que Hitchcock ha sabido captar con emoción, suspenso y profundidad, en un cine dirigido al gran público, las perplejidades morales de nuestra época. De allí que interese recordar el comentario de la revista jesuita norteamericana America en ocasión de la muerte de Hitchcock hace casi veinte años: “El antiguo alumno de la Compañía, por una extraña, casi paradójica confianza en la humanidad, nunca adoptó la postura del cínico que hubiera abrumado a sus personajes con miedos y ansiedades. Por el contrario, éstos siempre enfrentan el mal del mundo con espíritu y clase”.