“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

miércoles, 15 de mayo de 2013

MICROCRÍTICAS


GRAVEDAD (Alfonso Cuarón, 2013)


3D es la culminación de lo Barroco en el Cine.
La música sirvió en un comienzo a Dios; luego, al hombre; finalmente –ya lo enseñaba don Eugenio d’Ors- el hombre pasó de ser servido a ser un servidor. De antropomórfica pasó a ser cosmológica. De servidora, a servida.
El cine no sirvió nunca a Dios directamente, pero al servir al hombre, en algún momento permitió –mediante el recurso del lenguaje simbólico- el salto hacia arriba. El puente era posible. Ese era el cine que conocemos como clásico. “Lo Clásico –definía d’Ors en su pugna contra lo Barroco- había preferido la medida humana, la consideración de eternidad en lo sensible”. Luego, ahora más que nunca, el cine ya no sirvió al hombre, sino que el hombre pasó a servir al cine. El hombre se sometió a la técnica, al instrumento, a la herramienta, y dejó que ésta tomara la delantera. La heroicidad se tornó abrumadoramente titanesca o fue casi del todo cancelada. El hombre se había embriagado y ahora yacía obnubilado por lo que la técnica podía proporcionarle.
El mismo d’Ors decía –cuando de perfilar a Goya trataba- que las gafas son, a su modo, una institución barroca. Y he aquí en nuestros días al portentoso 3D que requiere el uso de anteojos para su acceso: el hombre ya no puede confiar en sus solos ojos. Incapaz de ver, necesita que lo ayuden a percibir –no diremos fijar- lo que le conviene para “moverse” de su asiento.
Aquello que comenzó tempranamente con Citizen Kane, y que supo tener su cumbre en 2001, odisea del espacio, el sometimiento del hombre al eón del Barroco, encuentra la generalidad del cine de hoy que somete al hombre al barroquismo deshumanizante. Gravedad es un gran ejemplo de esa carencia de sustancia, de –precisamente- gravedad. De falta de espíritu. Una película donde el hombre sometido logra al fin controlar por un momento sus circunstancias pero sin dejar de ser subalterno. El hombre no es centro de la creación ni es hijo de Dios.  Es algo que pasa, que puede perderse en el oscuro e interminable vacío, o no. Gravedad es una película cobarde porque no se anima –no puede- a tomar decisiones, aunque las insinúa. Por ejemplo, cuando la protagonista dice que nadie le enseñó a rezar, pero no hace nada por remediarlo. Cuando el director nos muestra una imagen cristiana en el satélite ruso, y un Buda en el chino, de la misma ecuménica forma, sin que ello traiga consecuencias en la historia (a no ser que pensemos que gracias a Cristo y a Buda la Bullock siguió la inspiración de Clooney…y del azar). O cuando la sobreviviente llega al fin a la tierra, y lanza al aire un “gracias”, sin saber a quién y sin mirar al cielo. ¿Le dice gracias a la vida, como hacía cantando Mercedes Sosa? ¿Gracias al director de la película? Tal vez gracias porque se pudo al fin bajar de ese parque de diversiones ingrávido donde el hombre -¡inclusive siendo de origen polaco!- es incapaz de invocar a Dios en el momento más difícil de su vida, o reconocer su propia condición ante Él. Y bajarse de una película liviana, sin peso dramático, donde la técnica condena al hombre a ser sólo un juguete en manos del ciego destino. Hay que seguir viviendo y eso es todo.
3D es la cumbre de lo Barroco en el Cine. La pérdida absoluta de la confianza en las fuerzas restauradoras de la inteligencia del hombre, absorbido del todo por el frenesí del espectáculo móvil, que lo despoja de cualquier resto de interioridad. Si el barroquismo del cine es el amor a la mudanza, se entiende entonces la ausencia simbólica que caracteriza a este cine, ya que el símbolo une con lo perdurable, lo más allá de lo anecdótico, aquello que queda, aunque pasa.



LA VIDA DE PI. UNA AVENTURA EXTRAORDINARIA (Life of Pi, Ang Lee, 2012)


Excelente basura. ¿No es eso lo que acostumbra darnos el mundo de hoy, con sus ultra-sofisticados logros técnicos, sus super-profesionales artistas, y la mayor indigencia intelectual y oscuridad de espíritu? De esto abunda esta oscarizada y por momentos extraordinaria película.
El protagonista de la historia es un hinduista-católico-musulmán (sic) que además enseña la kábala judía en la universidad (también aparece en la película un simpático budista, ¡cómo no!). Le narra a un escritor ateo canadiense su “aventura extraordinaria”. El protagonista, llamado Pi, siendo adolescente, naufragó cuando su familia se trasladaba de India a Canadá en un gran barco, donde llevaban los animales de su jardín zoológico. Sobreviven sólo él y un salvaje tigre de bengala. La película cuenta con notables recursos las increíbles aventuras de este naufragio (especialmente lograda está la escena del naufragio mismo).
La antigua arca de Noé, podría decirse, renovada aquí, fracasa: una nueva espiritualidad interreligiosa triunfa en la sobrevivencia del chico Pi en ese bote salvavidas. Notablemente, se dicen cosas tremendas: “La fe me llegó a través del hinduismo y hallé el amor de Dios a través de Cristo. Pero Dios aún no terminaba conmigo. Se me presentó de nuevo con el nombre de Alá”. El padre del chico, que es un racionalista, le dice con sentido común: “No se puede creer en tres religiones a la vez. Creer en todo al mismo tiempo equivale a no creer en nada”. Claro que entonces le propone empezar por la razón porque “la ciencia nos ha llevado a entender el universo más que la religión en diez mil años” y salta allí la voz de la esposa: “La ciencia nos enseña de lo que pasa afuera, la religión de lo que pasa dentro de nosotros”. En definitiva: “La fe es una casa con muchas habitaciones”, tal como enseñan los modernistas conciliares.
Decía Chesterton: “El Cristianismo repentinamente satisface y perfecciona el instinto ancestral del hombre de estar en la posición correcta; en esto lo satisface soberanamente; por su credo la alegría se convierte en algo gigantesco y la tristeza en algo accidental y pequeño” (Ortodoxia). Por el contrario, el final de la película sugiere que es la decisión subjetiva del hombre la que define esta satisfacción, respuesta que en verdad no satisface a nadie y deja un aire de tristeza indisimulable. Por eso puede decirse que esta brillante película fracasa absolutamente: porque el paganismo es ese tigre no domesticable, ese tigre bestial a lo sumo mantenido a raya pero el cual nunca podrá ser llamado “hermano tigre” por el protagonista humano, aunque tenga hacia él una conmiseración muy humana; el cristianismo, en cambio, es San Francisco escuchado por los pájaros, o hermanado y respetado por el dócil lobo de Gubbio; es San Antonio y la burrita del milagro, o San Antonio y los peces del mar; es San Martín de Porres obedecido por los ratones; es el burro de Balaam. Es “El Principito” domesticando a un zorro bajo los cielos del buen Dios, que no es el dios de esta película mentirosa, que sin dudas le hubiese encantado a Borges.
La dirige un chino que también filmó el western de cowboys maricas “Secreto en la montaña”, una del increíble “Hulk” y no sé qué otras promocionadas inmundicias más.


YUMA (Run of the arrow, Samuel Fuller, 1957)


Muy interesante película, con la intensidad que caracteriza la filmografía de Fuller (“el cine debe ser un campo de batalla”, decía), que plantea el siguiente asunto: un soldado dixie (Rod Steiger) se encuentra al terminar la guerra de secesión de U.S.A. (1865) con un panorama triste de derrota y muerte y, no pudiendo soportar el tener que convivir bajo el mandato de sus vencedores, a quienes odia profundamente, decide dejar a su familia y su tierra para irse al lejano Oeste, donde viven las tribus salvajes. El dixie prefiere ser un indio salvaje a ser un yanqui más salvaje aún. Merced a una serie de proezas, azares y su propia determinación, logra insertarse en una tribu sioux al “casarse” con una india (Sara Montiel, tan bella como una supermodelo: eso era Hollywood, no se olvide).
Hasta allí tenemos un filme potente, políticamente incorrecto y hasta sospechosamente indigenista. La cosa se complica cuando Fuller, un agnóstico, decide abordar el tema religioso. Pues sucede que al ingresar a la tribu el dixie deja bien en claro que él desea seguir teniendo su religión, pues es cristiano. El cacique (Charles Bronson) lo acepta porque, dice, ambos tienen el mismo Dios, aunque tengan diferentes religiones. Pero hete aquí que una serie de circunstancias hacen que el dixie-sioux tenga que volver a tomar contacto con los odiados yanquis, en la figura sobre todo de un teniente deplorable (bastante caricaturizado por Ralph Meeker) al que él había herido el último día de la guerra, que llega al frente de un regimiento para concertar un tratado de paz con los sioux.
El odio y el deseo de venganza vuelven a surgir en el dixie, pero…el salvajismo de los indios, que despellejan vivos a sus enemigos, no es para él. La mujer se da cuenta y se lo dice: tú no eres como nosotros, eres americano, ellos son tu pueblo. El tipo termina admitiéndolo, y, tomando una bandera norteamericana, decide retornar a la civilización.
Pero, y acá viene la cuestión clave, ¿es sólo una diferencia de nacionalidad el problema entre los americanos y los sioux? ¿O se trata de un problema religioso? Cuando el dixie tiene piedad y recuerda que sus enemigos son humanos, ¿actúa como americano o más bien como cristiano? ¿No fue acaso el cristianismo el que civilizó a los hombres, el que educó a los bárbaros, el que venció el horror del paganismo? ¿Y no es la ausencia del cristianismo el que hizo que los yanquis y también los dixies de entonces se masacraran y odiaran y se encerraran inhumanamente en campos de concentración? ¿No es la ausencia de cristianismo lo que hace que los blanquitos americanos de hoy torturen y masacren en todo el mundo como podrían hacerlo entonces esos sioux? ¿No fue el cristianismo el que civilizó a los indígenas de Iberoamérica, y el falso cristianismo el que exterminó a los indios de América del Norte?
Como suele hacer el cine, Fuller en esta película plantea bien la pregunta, pero no da una buena solución. Ese ha sido y es el problema de los Estados Unidos de América.


LA SOGA (Alfred Hitchcock, 1948)


En “Rope”, Hitchcock -el anti-Pelagio del cine- muestra magistralmente a qué extremos llega el hombre cuando se glorifica a sí mismo para terminar haciéndose como un dios. Le basta una idea central, clara, que proporciona un conflicto que debe ser mostrado para, luego de esa “victoria” inicial de la soberbia, mostrar cómo por sí misma termina desmoronándose ante la presencia de la razón unida a la moral (el personaje de James Stewart), una moral objetiva que nos viene de Dios. Y un personaje el de Stewart que logra conocer el mal porque él mismo entendió desde dentro de sí mismo que no le era ajeno, como el sublime final nos lo confirma sin necesidad de discursos.
“La soga” (también conocida como “Festín diabólico”) muestra una “misa negra” realizada para glorificar al Hombre (superior): hay allí “altar”, una víctima (ofrecida a sí mismos, hombres superiores que deciden como Dios quién vive y quién no), una reliquia (el propio cuerpo de la víctima), manteles, velas, comida, vino, sangre, libros, oficiantes (es un ritual concelebrado), acólito, feligreses, música, flores. Desde luego, falta el crucifijo. No es necesario para estos enajenados de niesztcheanismo. Su moral no se condice con la moral de los “esclavos”.
Pero al fin todo es desmontado y la verdad debe ser conocida, en particular por aquel que con la difusión irresponsable de tales ideas, dio lugar a los actos criminales de sus discípulos: es Rupert quien debe tirar los libros (que estaban sobre el baúl) y descubrir las consecuencias de sus aparentemente inocuas exposiciones intelectuales. Por ello se cierra la historia con un triángulo invertido que lo tiene a él en el vértice, y por eso dispara tres tiros al aire.
Podemos concluir recordando el título de un libro de Richard M. Weaver: “Las ideas tienen consecuencias”. Y el cine es capaz de mostrárnoslo cuando se utilizan sus recursos con maestría y el simbolismo plenamente asumido por quien hemos denominado –contradiciendo a un pseudo-maestro- el genio del cristianismo.




EL CANTO DEL GALLO (Rafael Gil, 1955)


Excelente película, tal vez la mejor realizada por Rafael Gil después de "La guerra de Dios". Muy superior a la tan promocionada “El fugitivo” de John Ford, de tema similar. El asunto: en un país comunista X, los sacerdotes son perseguidos, encarcelados y asesinados. Un cura presa del miedo (Francisco Rabal, excelente, tal vez porque siempre fue un ateo empedernido, por momentos parece un anticipo del Nazarín que hará con Buñuel) es atrapado por la policía del régimen. El jefe de la brigada comunista es un ex compañero suyo en la escuela, que le propone firmar una declaración donde renuncie a su religión para salvarle la vida. El cura lo hace y corre a refugiarse en una casa de departamentos donde viven una prostituta, una familia con un niño, una pareja de viejos que quieren casarse, etcétera. En ese micromundo sobrevive corroído por el remordimiento, mientras nuevas caídas se le agregan a su humillación. Hasta que una revuelta popular hace caer el gobierno comunista. El cura vuelve deshecho a su pueblo natal, en busca de la redención para salvar su alma.

Todo esto vale y nos llega porque Gil sabe crear el clima adecuado donde el estado de ánimo del sacerdote y el ambiente opresivo de la tiranía –salpimentados con una pizca de humor- se muestran con el ritmo adecuado, con una escenografía de estudios que nos recuerda a “El tercer hombre” y su glorioso blanco y negro, y porque no cae nunca en la solemnidad y pompa que eran muy comunes en el cine histórico o religioso español de entonces. Un punto alto del cine católico que merece ser rescatado del olvido.



MONSEIGNEUR LEFEBVRE, UN ÉVÊQUE DANS LA TEMPÊTE (Jacques du Cray, 2012)


Flojo documental, por las siguientes razones: primero, el director acumula uno tras otro testimonios de personas que hablan a cámara, intercalando a veces fotografías o filmaciones de Monseñor Lefebvre. Las palabras, que tan importantes son, se comen a las imágenes. Pero como se trata de un audiovisual, debe haber un equilibrio. De lo contrario, nos bastaría con leer un libro –por caso, la biografía de Mons. Tissier en la que se basa el director- o escuchar sólo el audio para enterarnos de todo. Parece más bien un trabajo periodístico de divulgación, por lo tanto sin mérito artístico de parte de su realizador. En otras palabras, televisión antes que cine. Segundo: son muy valiosos los testimonios de quienes conocieron a Monseñor, sobre todo de su hermana y familiares, y las imágenes de archivo de él. Pero todo eso basta para conocer cierto aspecto de Monseñor Lefebvre, que no es el único ni tal vez el más importante y digno de conocerse. Llama la atención que no aparezcan testimonios de los obispos (sólo aparece Mons. Tissier en calidad de biógrafo), por ejemplo Mons. Fellay, Superior General de la Congregación que Mons. Lefebvre fundó (sí aparece el P. Schmidberger, que fue el anterior Superior General). Lo lógico indicaría que apareciera el testimonio de quien hoy encabeza la obra legada por Monseñor Lefebvre, aunque más no sea para referirse al momento de las consagraciones episcopales. Sin embargo, ni ese testimonio, ni el de los otros obispos figura. Presumimos: sería incómodo tener que incluir a Monseñor Williamson y sería notoria su única ausencia. Así que: saquemos a todos. Pero esto, lógicamente, vuelve incompleto el documental. Tercero: nos parece que el Mons. Lefebvre de sus últimos años, el más duro para con los modernistas romanos, está escamoteado. Son abundantes sus declaraciones o entrevistas que podrían haberse incluido, pero no están. Inclusive fragmentos de su tan valiosa “Carta a los católicos perplejos”. Pero ninguna de estas obras se menciona.
En definitiva, una aproximación interesante a ese gigante de la Iglesia que fue Mons. Lefebvre, pero que no llega a dar una definición o sentido esencial de su personalidad, como indicaba debía ser la biografía don Eugenio d’Ors.



ELEFANTE BLANCO (Pablo Trapero, 2012)

Esta abominable porquería del siempre corrosivo y nihilista director Trapero (o trampero habría que decir), que sabe contar una historia y dónde poner la cámara para mejor elaborar sus inmundicias, es con todo, muy buena para que el espectador que todavía quiere pensar se dé cuenta qué clase de sacerdotes son los periodísticamente llamados “curas villeros”.
Con el cada vez más repetido Darín como protagonista (esta vez menos puteador que de costumbre), más la mujer del director (a la que en todas sus películas la hace revolcarse en la cama con alguien: extraña forma de rendir homenaje a su esposa el de este director), más un actor francés o belga o quién sabe de dónde que encarna a un cura “tercermundista” quejoso que frecuenta la cama de una asistente social sensibilizada y lloriquea un poco por su inoperante actuar socio-político en la villa. Co-protagonizan personajes marginales de la villa: pobres drogadictos, narcos y policías que se llevan como perro y gato. El contexto de la película es muy realista y logra que el espectador se adentre –o sumerja, cabe decir- en ese universo tan duro.
Un director sin fe realiza una película sobre unas curas que no tienen fe sobrenatural, pues se desempeñan como asistentes sociales con un desenfrenado activismo que a los pobres villeros no los ayuda a salvar sus almas, ya que los curas no les enseñan las verdades de la fe, dan una misa mistonga totalmente desacralizada –a la que además según se muestra acuden pocos fieles-, y rezan el rosario sin los fieles, sentados alrededor de una mesa, diríase que a escondidas. Dice el afiche de la película: “Cuando la fe no basta para salvar vidas, hay que actuar”. Plantea muy bien la falta de fe católica tanto de los realizadores como de los protagonistas –y creemos que están muy bien reflejados estos curas villeros o como les decían antes, “nuevaoleros”-. Pero, trampero, la fe no es para salvar vidas, sino almas. La película en cambio propone el activismo social y político porque no se tiene fe sobrenatural y confianza en Dios. No hay allí ningún sentido del pecado, ninguna idea de lo trascendente. Pura ideología barnizada con palabras “lindas” aunque chabacanas. Con el agregado de una reivindicación del cura marxista Mujica –al que se pretende hacedor de milagros.
Seguramente basado en el propagandizado por los grandes medios Padre “Pepe”, un sacerdote que abrazó la vocación inspirado en la película de Zeffirrelli “Hermano Sol, Hermana Luna” (¡sic!), y que luego de siete años de ejercer su ministerio pidió dispensa, anduvo noviando y luego volvió (un conflicto de este tipo se ve en la película, aunque decididamente con el morbo sexual que es infaltable en el trampero). Una periodista de La Nación diario, biógrafa del Padre “Pepe” lo elogia de esta manera: “Entre el centenar de personas que entrevisté para su biografía muchos me dijeron lo mismo: ´Cuando no está dando misa, Pepe no parece un sacerdote´”. Toda una definición de estos miserables hijos de Marx, Guevara, Mujica, Podestá y Bergoglio.
 La ramplonería de estos curas que son muy activos de puro haraganes –así no tienen que agarrar unos buenos libros y estudiar-, que encuentran en el “amor a los pobres” la excusa para olvidarse de Dios, se ve ahora coronada por esta tan difundida película. Y con la llegada de Bergoglio al Papado (¿o anti-Papado?), ya puede hablarse del “Papa villero” que ha de hacer una “Iglesia pobre y para los pobres”. ¿Y por qué no mejor una “Iglesia rica para los pobres”? Esto es, una Iglesia rica en sabiduría, en doctrina, en caridad, en belleza y en cultura, dándose a los pobres de espíritu –que pueden ser pobres materialmente o no, pues también hay pobres avarientos y codiciosos.
Tal vez creyendo hacer un elogio de esta clase de “héroes” de nuestros días, el progre de Trapero (que con finura subversiva no se priva de colocar un crucifijo invertido en primer plano) ha hecho el mejor retrato de la indignidad de unos curas apóstatas que, dignos hijos de la iglesia modernista y además “bergogliana”, subvierten –con o sin intención, Dios lo sabrá- el verdadero ser del sacerdote, falsificando su imagen y su misión y la de la Santa Iglesia Católica.


 THE OX-BOW INCIDENT (William Wellman, 1943)




Puede considerarse una obra maestra. Una simple película de cowboys rústicos y violentos deriva en una tragedia shakesperiana, donde el sentido de la moral va emparentado con la visión trascendente y cristiana de la justicia.
Como en Yellow sky e Island in the sky, en esta película Wellman vuelve a dejar clara su respetuosa adhesión al cristianismo, o en todo caso la de algunas historias que por entonces se filmaban allí, cosa que en las críticas se soslaya siempre. Le bastan muy pocos detalles, pero que sostienen el sentido moral de la película. Siete son los hombres justos (como siete son los sacramentos) que se ven reducidos en número ante una votación democrática que por mayoría decide tomar en sus manos la justicia…para cometer la peor injusticia. Algunos presentan esta película como una condena del linchamiento o de la pena de muerte. Otros como un alegato antifascista. Lo cierto es que la verdad y la justicia no tienen nada que ver con el número, sino que están por encima de los hombres y sus “conciencias muertas” (título español del film), conciencias que en realidad despiertan para que el espectador mismo de esta historia reflexione.
Poderoso blanco y negro, diálogos lacónicos, personajes bien delineados, simetrías formidables (por ejemplo el comienzo y el final), sentido del humor, nobleza frente a ruindad, espíritu quijotesco, conflictos familiares, idea del pecado, todo se conjuga admirablemente en el libreto de Lamar Trotti y la siempre ajustada dirección de Wellman, con los intérpretes perfectos en Henry Fonda, Dana Andrews, Anthony Queen, Harry Davenport y el resto. Hasta los perros cumplen como deben su papel.  Cada cosa en su debido lugar, dentro de un orden concebido y ejecutado con la bella eficacia de lo que eleva al ser humano.
Una historia poderosa y moral en un Hollywood que podía ofrecernos esta clase de grandes películas por aquellos años, aunque también  basuras como “Por quién doblan las campanas”, “Casablanca”, "El gran dictador", o incluso "Lady of burlesque" que Wellman filmó en el mismo año que esta. Sepa el buen espectador hacer un discernimiento antes de mencionar la tan cacareada palabra “Hollywood”.



A LA HORA SEÑALADA (High Noon, Fred Zinemann, 1952)


Howard Hawks opinaba sobre High Noon (en Argentina conocida como A la hora señalada y en España como Solo ante el peligro) lo siguiente: "No me gustó High Noon. Me pareció falsa. Se supone que el héroe, que es bueno con el revólver, va por ahí como un pollo mojado, intentando que la gente lo ayude. Y al final su mujer le salva el pellejo. Yo digo: 'Eso es ridículo. Ese hombre no es un profesional’."
Para darle la contraria filmó esa gran película llamada Río Bravo.
John Wayne, por su parte, decía con toda razón: “‘High Noon fue la cosa más anti-americana que he visto en mi vida. La última cosa de la película es el viejo Coop (Gary Cooper) poniendo la insignia de marshall de los Estados Unidos bajo su pie y pisándola. Nunca me arrepentiría si hubiera echado de este país al guionista”.
Resulta lógico –y no, como puede pensarse, paradójico- que A la hora señalada sea el western favorito de un zurdo como el “filósofo” José Pablo Feinmann, y a la vez haya sido galardonado por el establishment norteamericano con varias  estatuillas “Oscar”.  Luego del breve “horror macartista”, el sistema tomó otra vez las riendas y premió su “prestigioso” film antimacartista. Por ello la crítica progresista mundial siempre ha alabado este mediocre film del siempre sobrevalorado Zinemann.
La cosa es simple. Los izquierdistas gustan de usar la fuerza de las multitudes para imponer con violencia lo que ellos llaman “justicia”. No confían sino en las masas, no en los individuos. Lo mismo puede decirse de los liberales democráticos. El hombre por sí mismo no puede conseguir nada. De allí las manifestaciones callejeras, las marchas, escraches y demás movilizaciones en pro de algo.
Pero la historia de veras la deciden y conducen los hombres, los individuos, las personalidades destacadas. No las masas.
Los autores de High Noon hacen que el pusilánime sheriff de Cooper deba buscar ayuda para combatir a los malos de la película. Por andar mendigando ayuda nadie lo apoya. Claramente: nadie se quiere unir a un policía temeroso.
El sheriff de Río Bravo, en cambio, consigue algunos ayudantes porque él se mostró firme en su postura de combatir aunque sea solo a los malos. El hombre destacado tiene quien lo quiera imitar.
A Cooper lo tiene que salvar su mujer, y cuando reniega de su pasado de sheriff reniega también de su condición de héroe o arquetipo. Los progresistas no quieren arquetipos, sino la igualdad donde cualquiera puede hacer el papel de héroe, ya sea el sheriff o ya su mujer, no importa quién. El progresista es alguien que suele sentirse inferior a los demás, por lo que pretende se establezca una igualdad donde nadie se destaque más que otro, donde nadie sea más que nadie.
 En Río Bravo se muestra que no cualquiera es un héroe, pero que éste no deja de serlo por recibir ayuda de sus colaboradores. Simplemente no se mezclan las cosas y cada una está en su lugar. No existe la igualdad.
High Noon desprecia la multitud acobardada que se esconde y no participa de la defensa de la ciudad, pero también al sheriff como arquetipo de la ley y el orden. Termina simplemente desentendiéndose de todo eso que configura un western y el héroe destacado en él, y con él los valores que transmite y representa.
La lección que pretende dar la película es que el héroe lo es en tanto haga partícipe a la multitud de su tarea. De lo contrario camina derecho al fracaso, a no ser que aparezca una mujer a último momento para salvarle el pellejo.
Tal vez por todo esto que contiene la película, el hombre-masa siempre la ha aplaudido: porque el héroe en el fondo no es mejor que él y ni siquiera quiere ser un héroe, sino quedarse en su hogar, apoltronado en su sillón favorito, mientras su mujer se ocupa de él. Es lo que un destacado crítico llamaba caer en “la tentación del sofá”.


EXTRAÑOS EN UN TREN (Alfred Hitchcock, 1950)


Un periodista (no hace falta decir que “progre”, pues puede decirse que ser periodista y ser “progre” son sinónimos en estos tiempos) escribió hace muchos años acerca de Hitchcock, al referirse a “La ventana indiscreta”: “El héroe descubre un asesinato mediante la censurable acción de espiar, y sólo porque es en sí mismo un asesino potencial, típico dilema de la moral hitchcockiana”. No, señor periodista, no. No se trata de la “moral hitchcockiana”, eso que usted tan bien ha sabido ver. Se trata de la moral católica (“Cualquiera que odia a su hermano, es un homicida”, I Jn. III), esa moral que usted no ha sido capaz de ver y que debería aplicarse antes de escribir, porque con la pluma también se puede incitar un asesinato, como el mismo Hitchcock demostró en su magistral “La soga”. Es la moral católica (o cristiana, si prefiere) que le permitió a Nicolás Berdiaev (pensador ruso que no había visto “Extraños en un tren”, se lo aseguro: falleció dos años antes de que ésta se filmara), lo siguiente: “El pensamiento secreto y subconsciente que aflora apenas a la superficie y por el cual, deseamos la muerte de nuestro prójimo representa ya un homicidio espiritual y el hombre es responsable de él”. No otra cosa que este resumen transmite a grandes rasgos lo que Hitchcock nos muestra en esta gran película. Pero si todavía hablamos de ella es porque Hitchcock sabía cómo hacerlo.
El tema del doble y el número dos; la construcción de la fábula mediante esferas y rectas; el círculo como símbolo de la locura; entre otros detalles significantes, llevarían mucho tiempo de estudio y análisis. Deseamos que el lector de estas líneas tenga el tiempo necesario para hacerlo, pues de tal forma su experiencia estética será más exhaustiva, comprensiva, profunda, y, por lo tanto, tendrá un mejor acceso al pensamiento moral, y en definitiva religioso, con el cual comenzamos esta breve reseña crítica.



 MILAGRO EN MILÁN (Vittorio de Sica, 1951)


Un personaje simpático metido en una gran tontería, muy boba y muy obvia. Es un Capra de cuarta elevada a los altares por los críticos progres que gustaban de denigrar a Hollywood, porque evidentemente este cine nada podía contra aquel.
Quien no ve a los pobres con los ojos de la caridad cristiana no sabrá tomarlos en serio, sino mirarlos con la demagogia imbécil propia de los ricos. Chaplin, De Sica y otros, se han embarcado en ese trabajo mediante comedias de un humor falso, porque está destinado a demostrar algo. Por ejemplo, aquí, que los ricos son malísimos y los pobres unos ingenuos. Más bien parece que el uso de la pobreza como recurso para crear simpatía en el espectador, viene a mostrar la pobreza intelectual e imaginativa de los artistas de izquierda.
Escribió Gómez Dávila: Lucha contra la injusticia que no culmine en santidad culmina en convulsiones sangrientas. Acá la cosa culmina con una santidad que es una cosa berreta y mágica que se otorga a los pobres por el solo hecho de ser pobres (es decir, carenciados económicamente). Demás está decir que nada le impedía a la palomita de Totó elevar por los aires a los poverellos sin esas escobas brujeriles. Entonces, ¿para qué ese recurso sino para sobornar al espectador y lograr que sonría complaciente ante la “originalidad” de la escena?


DECISION AT SUNDOWN (Bud Boetticher, 1957)

Western anómalo, dirigido por el reconocido maestro del género Bud Boetticher. Hay un héroe obstinado por el odio (y encima cornudo); un malo polígamo que no era tan malo, a punto de casarse; un predicador que empina el codo; agentes de la (pseudo) ley que matan por la espalda; enemigos del malo que se piensan justos pero no evitan que se mate con cobardía; amigos fieles del héroe que no se atreven a decirle la verdad pudiendo con eso evitar una tragedia; et sit de ceteris.
Aplica con ironía, como en las novelas de detectives, la fórmula de un hombre que busca darle caza a un pharmakos para liquidarlo. Pharmakos es el personaje que en la ficción irónica desempeña el rol del chivo expiatorio, por el cual la sociedad se siente liberada con su expulsión o eliminación. A su vez, incluye aspectos básicos del melodrama, como el triunfo de la virtud moral sobre el mal y la identificación del espectador con este triunfo. Luego, se transforma en comedia dramática, al poner en juego a la misma comunidad donde sus múltiples personajes se ven enfrentados con sus propias miserias y defectos y deben asumir su responsabilidad en los hechos ocurridos.

De manera tal que en una muy modesta película clase “B”, se plantea un conflicto central –que en principio es para el espectador un misterio sucedido en el pasado- que abre el juego a subconflictos o subtramas donde cada uno de los personajes del pueblo deben enfrentarse a sí mismos y sus actitudes hasta el presente. La verdad que se revela –y a veces reflexiona por boca del médico de esa ciudad llamada Sundown- termina finalmente resolviendo de manera inteligente –y con la intervención inesperada de un personaje hasta entonces subalterno- lo que de manera torpe había “resuelto” la tan sobrevalorada “A la hora señalada”, con la que ésta podría decirse que tiene algún punto en común, en particular el rol femenino. Pero esta peliculita es muy superior a la infatuada obra de los izquierdistas que por ser tales, carece de humor y le sobra resentimiento. Aquí un supuesto héroe con el alma herida (como un tanguero) se ve obligado a enfrentar la dura verdad, muy amarga, pero, al fin liberadora.