domingo, 5 de agosto de 2012
EXTRAS - UN FILOSOFO ANTE LA MUERTE
Por Hugo Wast
Se han cumplido diez años de la muerte de Anatole France, uno de los más encarnizados enemigos de Dios en la tierra.
Después de Voltaire, nadie ha intentado arrojar tanto ridículo sobre la religión cristiana, especialmente sobre la figura de Cristo.
Pero, como la mayor parte de esos filósofos que desprecian las ideas cristianas acerca de la vida futura, Anatole France tenía la obsesión y el pavor de la muerte.
Se ha hallado entre sus papeles, copiado de su mano, un pasaje de Lucrecio, que aprendió de memoria y que repetía constantemente en sus últimos días.
Dicho pasaje dice así:
“¿Qué es la muerte y qué me importan sus terrores, si el alma ha de desaparecer con el cuerpo? ¿Éramos acaso sensibles a los disturbios de Roma, en los siglos que precedieron a nuestro nacimiento, cuando el África entera vino a sacudir el imperio?...Pues bien, cuando hayamos dejado de vivir, estaremos también al abrigo de todos los acontecimientos”.
¡Si el alma ha de desaparecer con el cuerpo!...
¡Ahí está la cuestión! La falta de lógica de este razonamiento pueril, que fue el único alimento espiritual del autor de El jardín de Epicuro, salta a la vista de todo hombre de buena fe. Si el alma ha de desaparecer con el cuerpo, no hay duda tampoco, para mí, que la respuesta de un filósofo de la envergadura moral de Anatole France debe ser, ante el anuncio de la muerte próxima, un sonriente y sincero Je m’en fiche…¿Pero estaba seguro Anatole France de que el alma cesa de vivir con el cuerpo?
Cuando tenía cuarenta años y escribía las Noces Corinthiennes, parece que sí. Pero cuando empezaron a caérsele los dientes y a enfriársele los pies, se ve que le entró la duda, la más pavorosa de las dudas que aprieta en este mundo el corazón de un filósofo. No puede significar otra cosa su ansiedad por convencerse y autosugestionarse con las palabras de Lucrecio, que repetía de memoria, como un muchacho silba una canción alegre al pasar de noche por un cementerio, cual si necesitara nutrirse de esa negación para que no flaquearan las fuerzas de su filosofía en los últimos momentos.
¡Desventurado del que no tiene más que las palabras de Lucrecio para aliviar los terrores de sus postrimerías! Porque de allí no surge una afirmación consoladora, sino la duda, que mordió día y noche el corazón de aquel pobre hombre, que murió, no como él nos afirmaba que iba a morir, con la muerte serena de un filósofo, seguro de su filosofía, sino desesperado, y llamándose a sí mismo el más desgraciado de los hombres, según el relato de su médico, el doctor Mignon.
Hace ya diez años que Anatole France vio, a la luz implacable de la eternidad, cuál de las dos filosofías es mejor almohada para un moribundo, si la de Lucrecio o la de San Pablo, que fue también encarnizado enemigo de Cristo, pero un día se humilló bajo la cruz y pudo morir, pronunciando palabras que son el mejor epitafio de un filósofo verdadero: “He combatido el buen combate; he acabado mi carrera; he guardado la fe; no me queda más que recibir la corona de justicia que me dará el Señor, justo juez”.
Buenos Aires, octubre 12 de 1934.