miércoles, 24 de julio de 2013
LA HÉLICE Y LA IDEA – VÉRTIGO POR ERIC ROHMER
« Él
mismo, por sí mismo, consigo mismo, homogéneo, eterno. »
Platón
[Texto publicado originalmente
en Cahiers du cinéma, n° 93, marzo de 1959, y recogido en la compilación de
textos críticos de Rohmer realizada por Jean Narboni, Le Goût de la beauté, Flammarion,
Paris, 1989. Traducción: FLV.]
Fácilmente habríamos perdonado a Hitchcock que
tras el austero Wrong Man hubiera continuado con una obra liviana, o al menos
más accesible para la multitud. Tal vez fue esa su intención, cuando decidió
llevar a la pantalla la novela de Boileau y Narcejac D’entre les morts. Pero el
esoterismo de Vértigo, dicen, produjo repulsión en los EEUU. En contrapartida,
la crítica francesa parece haberle deparado un cálido recibimiento. Vemos así a
Hitchcock colocado por nuestros colegas en el lugar que nosotros siempre le habíamos
asignado. Y nos vemos de pronto, al mismo tiempo, privados de la agradable
tarea de salir en su defensa.
Será inútil buscar en otro lugar entonces la
medida de su genio. Hitch es lo bastante ilustre como para que no haya derecho
a compararlo más que consigo mismo. Si puse como epígrafe a esta crítica una
frase de Platón (inscripta por Edgar Poe en el encabezamiento de Morella, cuyo
argumento, en algunos puntos, se asemeja al de Vértigo), no es porque pretenda equiparar
a nuestro cineasta con el autor del Parménides (o con el de Historias
extraordinarias), sino simplemente proponer una clave posible que promete,
según creo, abrir más puertas que otras. Si parece un poco pretenciosa, pues lo
lamento. Por cierto que no se trata aquí de hacer de Hitchcock un metafísico:
el único culpable de metafísica sería aquí el comentador, que en todo caso la
cree cómoda, y en modo alguno inútil.
Vértigo me parece entonces como la tercera pieza
de un tríptico, cuyas dos primeras
serían La ventana indiscreta y El hombre que sabía demasiado. Estos tres films
son films de arquitectura. En principio por la abundancia, en los tres, de
motivos arquitectónicos en el sentido estricto del término. Aquí, toda la primera
media hora es incluso una suerte de documental sobre el decorado urbano de San
Francisco. El telón de fondo lo proveen un cierto número de viviendas estilo
1900, sobre las que suele detenerse el objetivo de la cámara, del mismo modo en
que lo había hecho con sitios de la Costa Azul en Para atrapar al ladrón. Su
razón de ser inmediata, pragmática, es que crean una impresión de extrañamiento
temporal: simbolizan el pasado hacia el que vuelven la mirada tanto el
detective como la supuesta alienada.
A lo largo del film encontraremos otra
arquitectura más antigua, la de un monasterio
español del siglo XVIII, ligada ésta más directamente, por la torre que se
cierne sobre ella, al tema mayor de la historia: el vértigo. Y de pronto hemos
avanzado un paso más en la analogía con los dos films precedentes. En cada uno
de ellos, el protagonista es víctima de una parálisis que afecta su
desplazamiento en cierto medio [1].
En La ventana indiscreta, se trata para el periodista de una inmovilidad
forzada respecto del espacio. En El hombre que sabía demasiado, el futuro es
conocido (en conformidad con el título) demasiado bien por el médico y su
esposa, pero al mismo tiempo demasiado poco: su parálisis es la ignorancia, el
campo de ejercicio no es ya el espacio, sino el tiempo. En Vértigo, el
detective (interpretado nuevamente por James Stewart, que encorsetado, lanza un
guiño al fotógrafo de La ventana...), es víctima también de una parálisis: el
vértigo. El medio, esta vez, lo constituye el tiempo, pero no el tiempo del
presentimiento, orientado hacia el porvenir, sino el tiempo dirigido hacia el
pasado, el tiempo de la reminiscencia.
Como los otros dos, Vértigo es un film de puro
“suspense”, es decir, de construcción. El resorte de la acción no será ya
construido por la marcha de las pasiones, o una moral trágica (como en Under Capricorn,
I Confess, o The Wrong Man), sino por un proceso abstracto, mecánico,
artificial, exterior, al menos en apariencia. En estos tres films, no es el
hombre el que constituye el elemento motor. Tampoco el destino en el sentido en
que lo entienden los griegos, sino la forma misma de esos entes formales que son
el Espacio y el Tiempo [2]. Se
debatirá infinitamente si hay “suspense” o no, en Hitchcock. En el sentido más
general del término, tener en vilo al espectador, afirmaremos que siempre lo ha
habido, y aquí más que en otros lugares, aunque la clave policial (aquella con
la que cierra la novela) nos sea provista sólo a media hora del final. Ya
sabíamos que no eran los arcanos de una investigación policial, por hábil que ésta
fuese, los que abrían las puertas secretas de Hitchcock. Y es que siempre
queremos saber, saber cada vez más a medida que se nos entrega una dosis mayor
de verdad, y lo importante es que la solución del enigma no haga explotar como
una pompa de jabón la masa de la intriga que, hasta último momento, se había
desarrollado como una bola de nieve (algo que podría reprochársele por ejemplo
a Para atrapar al ladrón) [3]. Aquí,
el suspenso tiene un doble efecto: no sólo sensibiliza respecto del porvenir,
sino que revaloriza el pasado. Pues el pasado no es en este caso esa masa
desconocida que un autor por derecho divino mantiene en reserva y que, traída a
la luz, bastará para desenmarañar todos los nudos. Advertimos en cambio que
éstos se vuelven aún más impracticables con su reaparición. A medida que se
disipan las brumas de la historia, aparece una nueva figura que no conocíamos
como tal, pero que estuvo siempre presente. Se trata de esa Madeleine que hemos
creído verdadera, y sin embargo jamás conocida de verdad, fantasma auténtico en
todo caso, ya que sólo existía en la mente del detective, ya que era sólo una idea.
Al igual que La ventana indiscreta y El hombre
que sabía demasiado, Vértigo se constituye así en una suerte de parábola del
conocimiento. En la primera, el fotógrafo daba la espalda al sol verdadero (es
decir, a la vida), y no veía más que sombras sobre la pared de la caverna (el
patio de atrás). En la segunda, al confiar demasiado en la deducción policial,
el médico erraba también el blanco, en que acertaba en cambio la intuición
femenina. Aquí, el detective fascinado desde un principio por el pasado
(figurado por el retrato de esa Carlota Valdés con quien pretende identificarse
la falsa Madeleine) será remitido continuamente de una apariencia a otra:
enamorado no de una mujer, sino de la idea de una mujer [4]. Pero, al igual que
en las otras dos partes de la trilogía, además de esta significación
intelectual relativa al conocimiento, podemos distinguir al mismo tiempo otra,
moral. Stewart, también aquí, no sólo es desdichado y engañado, sino culpable,
“falsamente culpable”, para emplear la terminología hitchcockiana, es decir,
más bien, falsamente inocente. Un tribunal lo acusa de ser responsable, por su
torpeza, de la muerte de la mujer. Pero si él menos que nadie en el mundo ha
causado la muerte de Madeleine, por cierto que será responsable, a través de su
perspicacia y su recuperada destreza, de la muerte de Judy, a la que injustamente
acusa de complicidad.
Al emplear el término “parábola”, lo último que
querría sería atribuir a Vértigo una supuesta sequedad o falta de realismo. No
es ésta una mera fantasía. A lo sumo se vislumbran aquí y allá, como en todos
los films de Hitchcock, esas pequeñas forzaduras
de la verosimilitud –ese desprecio, digamos, por ciertas “justificaciones”– que tenían el don, no hace
mucho, de mortificar tanto a cierta gente. Si Vértigo está bañado por una
atmósfera feérica, la bruma, el halo están en el espíritu del protagonista, no
en el del autor, y ello no daña en modo alguno el realismo ordinario del tono.
Admiremos por el contrario el arte con que el cineasta crea esta impresión de
ambiente fantástico por los medios más indirectos y más discretos, y cómo le
repugna, con un tema cercano al de Las diabólicas, hacernos una mala jugada,
por mínima que sea. La impresión de extrañeza es producida por atenuación, no
por hipérbole: así, la primera parte está casi totalmente filmada en planos
generales. El episodio satírico de distracción (las relaciones entre el detective
y la diseñadora) está tratado con un humor no menos discreto, e impide que, por
un momento, dejemos de tener los pies sobre la tierra. La presencia de estos
pormenores accesorios y familiares no obedece sólo al juego de las
compensaciones: nos ayuda también a comprender mejor al personaje, nos
familiariza con su manía, y hace que no parezca locura, sino más bien cierta
desviación del espíritu humano, espíritu cuya naturaleza es quizás la de girar
en círculos. Todo el pasaje en que Stewart se transforma en Pigmalión es
admirable, al punto que perdemos casi el hilo de la historia, atentos a los
esfuerzos de este hombre por vestir a
una mujer como lo que él cree que es, hasta que llega el momento en que advertimos
que eso, justamente, es la historia misma. Toda la profundidad de Hitchcock
está en la forma, es decir, en la “restitución” (rendu). Como la mirada de
Ingrid Bergman en Under Capricorn, este desembarazamiento de maquillaje –que no
es de hecho más que un maquillaje– se presenta a la vista y no a la palabra.
Por fin, en este film silencioso y glacial, aún
más que el beso ardiente entre el detective y aquella que él intenta en vano
hacer resurgir de entre los muertos, las jadeantes palabras finales de Stewart
introducen una dimensión hasta ahí curiosamente
ausente en esta historia de amor: la de la pasión. No es esto perorata
retórica, sino más bien un pasaje al discurso, como en el monólogo de Bergman
en Under Capricorn. Poco importa que esta explosión llegue tan tarde, ya que en
el film, atravesado por una doble corriente, el futuro y el pasado intercambian
sus posiciones incesantemente. Bajo la luminosidad de este vibrante acto de
acusación, todo el film tomará un nuevo cariz: lo que dormía despertará, y lo
que vivía morirá en el mismo instante, y el héroe, al triunfar del vértigo
–pero en vano– no encontrará otra vez bajo sus pies más que el vacío [5].
Habrá por cierto más perspectivas que esta que
he sugerido respecto de dos de los films protagonizados por James Stewart.
Permítaseme esbozar todavía una más, esta vez sobre Strangers On a Train.
Sabemos cuánto debía éste, no sólo en rigor sino también en lirismo, a la
presencia obsesiva de un doble motivo geométrico, la línea recta y el círculo.
Aquí, en cambio –los títulos de Saul Bass nos la presentan–, la figura
correspondiente es la espiral, o más exactamente, la helicoide. La recta y el
círculo se combinan por medio de una tercera dimensión: la profundidad. En
términos estrictos, no encontraremos más que dos espirales materialmente
figuradas en todo el film, la del rodete descendente en la nuca de Madeleine, copia
del de Carlota Valdés (y no olvidemos que es él el que despierta el deseo del
detective), y más tarde, la de la escalera que sube a la torre. Por lo demás,
la hélice será ideal, sugerida por su cilindro de revolución, representado éste
ya sea por el campo de visión de Stewart que sigue a Novak en automóvil, ya sea
por la bóveda de árboles sobre la ruta, ya sea por el tronco de las sequoias,
ya sea por el corredor que menciona Madeleine, y que Scottie encontrará en
sueños (un sueño en el que, lo reconozco, los diseños brillantes desentonan con
la gracia sobria de los paisajes auténticos), y muchos otros motivos que no
podrán ser advertidos más que al cabo de múltiples visiones. La sección de
sequoia milenaria y el travelling circular (de hecho es el tema el que gira) en
torno al beso, pertenecen también a la misma familia de ideas. Familia vasta y
que cuenta con multitud de parientes políticos. La geometría es una cosa, el
arte, otra. No se trata, claro, de encontrar una espiral en cada uno de los
planos de este film, como esas cabezas de hombres que deben ser adivinadas en
dibujos de frondosidades, ni tampoco como las cruces de Scarface (virtuosismo
magnífico, pero virtuosismo al fin). Estas matemáticas deben dejar la puerta abierta
a la libertad. Poesía y geometría, lejos de entrechocarse, reman juntas.
Avanzamos aquí en el espacio de la misma manera que avanzamos en el tiempo, y
que avanzan también nuestros pensamientos y los de los personajes. Se arroja la
sonda, o más exactamente el taladro, hacia el pasado. Todo se vuelve circular,
pero el rizo no se riza, la revolución nos conduce siempre un poco más hondo en
la reminiscencia. Las sombras suceden a las sombras, los simulacros a los
simulacros, no como los tabiques falsos que se escamotean, o espejos reflejados
al infinito, sino por una especie de movimiento aún más inquietante, sin
solución de continuidad, y que posee a la vez la suavidad del círculo y el filo
de la línea recta. Ideas y formas siguen la misma ruta, y es porque la forma es
pura, bella, rigurosa, sorprendentemente rica y libre, que se puede decir que
los films de Hitchcock, y Vértigo en primer lugar, tienen por objeto –además de
aquellos que saben cautivar nuestros sentidos– las Ideas, en el sentido noble,
platónico del término [6].
NOTAS REDUCO:
[1]Y
esta parálisis de los personajes protagonistas, fuere deliberado o no en
Hitchcock, se corresponde con el pecado original que cada uno porta. Decimos “deliberado
o no” porque la educación católica de Hitchcock parece haberlo marcado y es
imposible que su intuición poética no estuviera influenciada por ésta, como ya
hemos analizado extensamente en nuestro trabajo “La mirada de Alfred Hitchcock”.
[2]También
y fundamentalmente podemos decir, que ese motor son los tres enemigos del alma:
el mundo, el demonio y la carne.
[3]Por
este motivo –el de este último razonamiento de Rohmer- es que los films de
Hitchcock demandan una nueva visión y en cada repetición nos concede una nueva
riqueza de material significante. Puesto que la intriga es sólo un McGuffin.
[4]Pero
acaso, ¿no es eso el enamoramiento?
[5]Ese
vacío que es necesario para que ocupe su lugar la realidad, si es que Scottie
la quiere aceptar.
[6]Si
en principio no nos parecía concluyente esta observación sobre el “platonismo”
de Hitchcock, luego entendimos que esta observación del autor se comprenderá
mejor al entender el final de Vértigo y la necesidad de que Scottie pierda a
Madeleine/Judy. Ésta es como una sombra de la Idea que Scottie descubre y
persigue (pensamos en el mito de la Caverna). Al aparecer la sombra de la
monja, que luego se materializa, nos encontramos con la virtud, y sólo ésta le
permitirá a Scottie elevarse ya que había convertido su Idea del amor o la
belleza en un cuerpo, y éste lejos de elevarlo por sobre sí mismo, lo abajaba
al mismo sitio donde quería llevarlo Midge. Pero este idealismo platónico es
imposible de seguir para llegar a comprender la realidad. Por eso, “Santo Tomás consagra un artículo de la Suma
a fin de probar la necesidad de apoyarse en lo real para juzgar, pues, dice, lo
real es la mira última del juicio; y es claro que la finalidad, en todo el
trayecto del camino, debe ir guiando los pasos. Las ideas están dentro de los
hechos, no viven por sí mismas, como pretendía Platón, y esta concepción
metafísica tiene consecuencias prácticas”, nos dice A.D. Sertillanges en “La
vida intelectual” (Librería Editorial Santa Catalina, 1942, págs. 80-81). Y
dice luego: “El sueño inconsistente es el
escollo del pensamiento puro; es necesario apartarse de él como causa de
impotencia y caída. El pensamiento se apoya en los hechos como el pie en el
suelo, como el enfermo en las muletas”. Esto nos lleva a precisar que el
platónico (de allí su “amor platónico”) es Scottie, y no Hitchcock, quien con
la inclusión de la monja y la iglesia católica, da por tierra con ese
platonismo tan bello pero incompleto: por eso también Madeleine debe morir.