Tomado de Revista Tradición Católica, Enero 2000.
Se han escrito maravillas de esas fuentes de vida, más en particular de la Eucaristía. Han sido llamados siete rosas divinas desprendidas del costado de Cristo; siete inmensos besos de Dios para con la humanidad; siete manantiales de Gracia; siete puentes para cruzar el peligroso barranco del mundo; siete llaves para abrir las puertas de la gloria; siete mundos, siete universos nuevos; sacrum convivium.
Tomad y bebed todos. Quien invita a todos, no excluye a nadie, dijo acertadamente un escritor antiguo. Pero muchos se dan por excusados. ¿Las causas del desaire o descomedimiento? La falta de fe o el conformismo de la criatura adocenada en el vicio, es el sentir de competentes autores.
Para la efectividad y acción santificadora de la Gracia, enseñan y demandan los teólogos son necesarios dos requisitos: fe acrisolada y legítima competencia del ministro consagrante; omitirlos, fuera negar su eficacia y contrariar precisas leyes litúrgicas y las normas dispuestas por la voluntad de Cristo.
La subversión religiosa en torno al sacramento presenta dos caras: negación lisa y llana del mismo y la condenable indisciplina de los ritos sagrados establecidos por el mismo Autor y por las leyes de la Iglesia, sin excluir los indumentos ordenados.
Al omitir la Materia y la Forma la herejía intenta socavar la Verdad y el misterio de la divina Eucaristía; arteramente busca el malograr los efectos salvíficos del sacramento, cuando insinúa que el ministro que preside el oficio expresa solamente: “esta es la sangre de Jesucristo” y “yo te reconcilio con la comunidad o el pueblo”. Fórmula de absoluta invalidez.
La herejía modernista y sus cómplices, inspirados por el genio del mal, saben lo que quieren: la ruina y la pérdida de las almas. Si la vida sacramental es el recurso indispensable para salvarnos, la privación de la misma es el anticipo irreparable de la muerte eterna. Cegadas las fuentes de la vida, ¿qué resta sino la depauperación de los espíritus, el raquitismo espiritual del ser cristiano, no ya sólo del alma y hasta del mismo cuerpo? La escualidez y desmedro actual de la sociedad dimana de la ausencia de quien redimiera y sanara al hombre. Quien come mi cuerpo, tendrá vida en sí; estoy débil y enfermizo, porque me olvidé de comer mi pan. No os dejaré huérfanos, nos prometió el Señor y se quedó perpetuamente entre los suyos. Hecho ineludible, la miseria y la ruina de la humanidad es “sólo del Creador la eterna ausencia”, como en el reino de las tinieblas.
Jesús es la Verdad, lo definió El solemnemente y cumplió lo prometido: envió su Espíritu a sus elegidos el día de Pentecostés y estableció su morada permanente en el tabérnaculo aunque oculto bajo las especies sacramentales, deseando habitar sin cesar en el corazón de quienes místicamente lo reciben. Así es el pan de vida, de la inmortalidad y de la gloria; es fuente inexhausta de bendiciones, de valor y fuerza, de solaz y consuelo de las almas: “O salutaris hostia, quae caeli pandis ostium, bella premunt hostilia, da robur, fer auxilium”.
El modernismo, engendro de Satanás, husmea estas maravillas y por eso se conjura para apartar al hombre del manantial de las gracias celestiales. El incrédulo rehusa la realidad del misterio de fe, fontanar copiosísimo de Amor y Caridad para el cristiano redimido por su sangre preciosísima.
Ahora bien, ante el actual desmantelamiento tan generalizado de las verdades sacramentales es imprescindible que los creyentes mantengan y defiendan tenazmente la conservación de la liturgia tradicional, arraigando la solidez de la fe en el misterio eucarístico de dos maneras:
En primer término, reflexionando con encendido afecto y salvaguardando celosamente la doctrina y la práctica de la Iglesia apostólica en los ritos venerables de la transubstanciación por siglos solemnemente definidos e imperados, muy en particular el incontaminado canon romano, regla invariable que asegura las verdades reveladas y la validez y legitimidad de la celebración eucarística. Dicha regla evidencia y patentiza la augusta y gozosa presencia del Señor entre nosotros.
Lo segundo, el amor altísimo que mueve el cielo y las altas estrellas en sentir de Dante, es con entera verdad sobrenatural y trasciende a toda ponderación. Es de tal magnitud que quiso el Salvador mantenerlo hasta la agonía de las generaciones y la consumación de los siglos. Quiso en su benignidad que el sacrificio único, consumado en la Cruz, continuara siendo realidad permanente y por delegación exclusiva delegó fuera impartida por manos de sus ministros consagrados para tan santísimo ministerio.
Insistiré después en el tema. Tal mandato se basa en la voluntad de Cristo a motivos incontrastables. Todo creyente confiesa sin duda alguna que la divina Eucaristía no sólo confiere la Gracia, sino que encierra también al Autor de la misma, presente en la Hostia con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
Los restantes sacramentos nos aplican, con sobrada abundancia, los frutos y méritos del sacrificio único y definitivo obtenidos en el ara de la Cruz; en cambio, en la Eucaristía, recibimos al mismo Dios vivo y verdadero y se nos aplican dichos méritos y frutos mediante la repetición incruenta del sacrificio del Calvario, memorial por cierto efectivo que tiene lugar en la consagración continuada del pan y del vino en el momento cumbre de la Santa Misa: momento milagroso y portento sobre toda ponderación maravilloso. No se trata de ninguna manera de una sombra vana, de una representación fenoménica, antes bien es la inmolación reiterada de la misma víctima y del mismo sacerdote.
¡Verdad y maravillas inauditas! No es exageración lo que sostiene un autor germano que en la santa Misa se operan, numéricamente, veinte milagros en serie. De esa suerte resulta preciosa la glosa y delicado el pensamiento de Francisco Luis Bernárdez, poeta inspirado y argentino: “en la Hostia, después de la consagración, ni el pan es pan, ni el vino, vino. El Pan, Dios y el vino, Dios”.
Ese hecho misterioso e inexplicable ocurre cuando desaparece toda la substancia del pan y del vino y ocupa su lugar la persona real del Hijo de Dios hecho hombre como está en la gloria, muerto y resucitado por nosotros. Entonces donde haya un sagrario o se abra un tabernáculo está vivo y presente el cuerpo de Cristo que nació de María Virgen en el portal de Belén.
Lo escrito en el apartado primero, es sólo, como salta a la vista, un desteñido y desgarrado bosquejo del santo sacrificio de la Misa y sobre el Pan del Cielo que encierra en sí todo deleite. Providencialmente, en resumidas cuentas, quien oye o celebra la Misa o recibe el cuerpo del Señor, verifica el culto de latría o adoración a la divinidad, un culto de acción de gracias a la Santísima Trinidad, un culto de propiciación o demanda de perdón por nuestras culpas e impetración de favores a la Majestad divina.
En el siglo XVI contra todo esto se alzó aquel impío heresiarca alemán nada piadoso, dígase lo que se quiera, erróneamente. Por cierto, inspirado por vientos de abismo, se comprometió ya en agosto de 1521 “en adelante, no celebrar jamás una Misa” (P. García Villoslada, “Martín Lutero”, BAC, t. 1, pág. 28). Con audacia y brusquedad frenética negaba el apóstata la transubstanciación; para él era pecado mortal el considerarla como sacrificio de Cristo y pecaban con pecado de idolatría los que celebraban y los que asistían a Misa. No debía admitirse más que el ministerio de la palabra, la comunión bajo las dos especies, pan y vino genuinos, consumidos por todos los asistentes, como signo de las promesas divinas; hacíanlo así todos “aunque reventara el Papa con su cohorte de bribones”.
Fue un hecho la abolición de la Misa entre los discípulos del colérico reformador y resultó una axioma o consigna en su furor y rabia aquello: “tolle Missam et delebo Ecclesiam Dei” (“suprimid la Misa y borraré la Iglesia de Dios”).
La obsesión machacona del heresiarca a fin de lograr el asalto a la roca, o como se expresaba furibundo, arrasar la primera muralla de la Iglesia, consistía en no reconocer distinción entre eclesiásticos y seglares: todos por el bautismo son consagrados sacerdotes (Cf. García Villoslada, tomo 1, pág. 467 passim).
Esos y otros parecidos delirios y errores son el patrimonio y las enseñanzas del protestantismo acerca de los divinos misterios de nuestros altares. ¿Habrá católico que apruebe la doctrina que otorga al seglar el mangoneo de las especies consagradas? Esa función estuvo y está reservada siempre con exclusividad al sacerdote representante de Cristo cuyas manos fueron ungidas para administrar la sangre del Cordero. Luego resulta inconcebible y sobre manera extraño, en estos tiempos de convulsión y de incredulidad, el autorizar a un simple fiel, hombre o mujer, el irreverente manoseo de las especies sacramentales. Cabe admitir igualdad entre laicos y sacerdotes, en cuanto todos somos nada y pecado, todos fuimos redimidos por Cristo y seremos todos juzgados en el día postrero; eso es dogma de nuestra fe, que nos atestigua que el divino Fundador estableció y encomendó que en su Iglesia hubiera distinción o jerarquía entre seglares y clérigos. La práctica y doctrina novísimas entrañan una auténtica herejía.
La liturgia fidedigna es la confeccionada -irrevocablemente- por el Papa San Pío V, para siempre, en la Iglesia Católica. Vino el modernismo, que tiene mil nombres y muchos rostros, cui nomina mille et mille nocendi artes, en el hemistiquio virgiliano aplicado por San Jerónimo al demonio, cambió el rito litúrgico milenario, por otro moderno que afecta a todas luces la dignidad y validez del tradicional.
El Canon antiguo multisecular cabalmente condice y concuerda con el misterio de la consagración. Por medio del mismo se ofrece un sacrificio perfecto al Padre de las misericordias por nuestros pecados, que apareja la paz y estabilidad a la Iglesia Católica y apostólica, demanda el alivio de las almas del Purgatorio y honra asimismo a la siempre Virgen María, a los apóstoles y a los santos.
El rito tridentino del sacrosanto sacrificio de la Misa es idéntico al que ofreciera a Dios el justo Abel, Abrahán, padre de nuestra fe y el sumo sacerdote Melquisedec, de ninguna manera el holocausto del primer asesino; en verdad le cuadra al N.O.M. el romoquete oprobioso de Misa de Caín. (Véase “New Age, il piano anticristiano per la disoluzione del Cristianessimo”, Rimini, octubre 1993, págs. 104-5).
El nuevo rito fue aprobado e impuesto por Pablo VI. ¿Se conocen empero los fautores del novísimo engendro genuinamente gnóstico? Dejando a un lado al procurador, es notorio que el forjador del discutido esquema del misal contemporáneo es Anibal Bugnini, masón emboscado con el asesoramiento de seis públicos jefes protestantes, cual lo demuestra una fotografía harta divulgada.
¿Tenéis presente la fórmula del nuevo ofertorio? Es calco literal del Génesis, cap. cuarto. Se narra allí cómo Caín ofrecía a Dios “los frutos de la tierra y del trabajo del hombre”, ofrecimiento que el Señor rechazara. “Dios miró a Abel y a su ofrenda, pero no miró a Caín y su ofrenda, por lo cual se irritó Caín en gran manera” (vers. 4-5); Abel ofrecía a la divinidad un cordero inmaculado, prefiguración cabal y manifiesta de Cristo.
Tan extraño cambio y significativo preludio de la misa de hogaño suena a blasfemia objetiva en quienes la inspiraron. ¿Pueden los frutos de la tierra substituir la virtualidad del sacrificio de la Cruz? Sin controversia o irrespetuosidad: Pablo VI y sus acólitos adoptaron este proceder inexplicable: substituyeron la Misa de Cristo por la de Caín. (Cf. “Il piano anticristiano”, pág. 101).
Etienne Couvert enfoca el drama, inspiración del diablo y sus satélites (“La Gnose universelle”, tomo III, págs. 137 y sigs.) bajo el signo siniestro panteístico evolucionista masónico judaico y se pregunta: ¿cómo es posible que el pan y el vino se transformen en ofrenda pura e inmaculada, si esos dos elementos del hombre y su trabajo no contienen de algún modo un germen divino encerrado en la materia inerte, según las cavilaciones gnósticas”?
Pero hay más. ¿Quién no oye hablar hasta la saciedad y comentar la acción terrorífica de lo que se denomina la Nueva Era de Acuario, en jerga sajona New Age? En estos apuntes dirigidos a buenos y sencillos lectores, ahorraremos extensas explicaciones sobre el mundialismo, tanto en la esfera civil como religiosa. Lo patrocinan diversos movimientos y una profusa ristra de sectas esotéricas, cabalísticas, teosóficas, espiritistas, etc.; todas anticristianas. Nos hablan de gobierno mundial, de unidad colectiva, de sincretismos, de globalismo, de humanismo cósmico y chácharas parecidas. Alardean esos grupos mancomunados de liberalismo sin límites, de filantropismo, de igualdad acendrada, de fraternidad idílica. Tal monserga, ¿quién puede desconocerlo? es lenguaje engañoso o capcioso de la masonería en todas sus ramas y múltiples disfraces o enmascaramientos, que mienten fomentar el altruismo, la solidaridad y otras añagazas y paparruchas.
Con todo los que descifran con buen criterio y experiencia la confabulación acuariana descubren sus endiablados objetivos. Por confesión de sus corifeos de todo linaje son ante todo “la lucha contra Roma y sus sacerdotes, la lucha permanente contra el Cristianismo y el alzar a Dios de su cielo” (Saint Simon, Bessant). Para ese fin aplauden el sincretismo religioso, el ecumenismo, el proyecto de una sola iglesia mundial o religión colectiva; tarea ésta innoble y descabellada favorecida, hoy, por el céfiro que sopla sobre las cumbres vaticanas.
Concluido y logrado ese anhelo y artimaña, la unidad de todos los credos, en paridad de creencias, caducan y sobran los sacramentos. La Misa quedaría automáticamente archivada. Las almas todas, faltas de vida espiritual y sacramental, para regocijo del infierno, perecerían en las tenebrosidades del abismo sempiterno. Triunfo del mal, del príncipe de este mundo, aparente y efímero. Pase lo que pase creemos que las puertas del averno, no prevalecerán. Super omnia Christus!
Para finalizar estas someras notas de actualidad sobre los intentos maléficos desencadenados por la impiedad para ruina del mundo, la soberanía y la libertad de las sociedades, resumo la doctrina y el pensamiento de un egregio científico que ha esclarecido el accionar y el papel que despliega el ecumenismo del movimiento acuariano y sobre marcha el cambio sorprendente de la Iglesia contemporánea tras los pronunciamientos del concilio pastoral de 1965.
Destaca el aludido escritor la actitud teórica y práctica de Juan Pablo II, tan distinta de la posición del los Pontífices que lo precedieron.
El católico de manera alguna puede participar de congresos ecuménicos, en los que hablan representantes de religiones falsas e infieles de toda laya, de toda raza, de todo color, así como de sedicentes cristianos, donde deliran y desbarran sobre la doctrina y personalidad de Cristo Rey de las naciones. Participando en esos aquelarres se apartan miserablemente de la Religión revelada, como lo sostienen y afirman Pío XII, Gregorio XVI, León XIII y muchos otros Papas.
Lo contrario enseña Juan Pablo II. No sólo promueve, antes bien aprueba y elogia esas reuniones interreligiosas, a las que acuden secuaces de credos contradictorios, más aún cáfilas supersticiosas o paganas. Con su palabra y ejemplo canoniza la igualdad de todos los cultos, admite la posibilidad de que todas las sectas, incluso el budismo ateo y el mahometismo gentílico, se salven, considéralos como camino de salvación, obtendrán la vida eterna. (1) Es cooperación lisa y llana y pecaminosa, por no calificarla más severamente (2). Me parece un incongruente espaldarazo del sincretismo masónico de la Nueva Era satánica.
(1) Ver P. Eduardo Hugón, “Hors de l´Eglise point de salut”, de. Clovis, 1995.
(2) Léase Alberto Boixadós, “El nuevo orden mundial o humanismo cósmico”, edit. Theoría, 1995.