“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

viernes, 17 de julio de 2009

CRITICA



EL ANGEL AZUL
Dirección: Josef von Sternberg – 1930


EL DESPERTAR DEL BORRACHO


Clásico del cine, la paradoja es que del drama de la vida del Profesor Rath, densidad psicológica aunque simpleza moral, terrible descenso que podrían narrar Dostoievsky (Crimen y castigo, llevada más tarde al cine por von Sternberg) o Julien Green (Leviatán) o incluso Simenon (en cualquiera de sus llamadas novelas serias, para distinguirlas de los Maigret), es llevado adelante en el cine con un estilo vigoroso pero no pesado, sino por el contrario, con un dinamismo que sólo el cine puede reproducir en nosotros. Diríase que el mayor de los dramas es realizado con una liviandad exquisita, aunque no con pobreza de recursos, por el contrario, el manejo de los detalles visuales y sonoros es fundamental para conseguir este efecto deslumbrante y acabado. Pero, tal distanciamiento por parte del director llega a ser al final sospechoso: así como el Profesor Rath sopla las plumitas sobre la foto de Lola-Lola la primera vez que la descubre (extraordinario recurso), de la misma manera pareciera que Sternberg soplara socarronamente sobre sus films, cargados de pesimismo, para no dejarse hundir por lo que cuenta. Porque lo que cuenta es muy serio.

Es evidente, digamos ya, la atracción insuperable que por lo decadente y caído sentían directores como von Sternberg (en realidad Jonas Sternberg), Fritz Lang, F. W. Murnau o Billy Wilder, probablemente por ser vástagos de una época y lugar donde el último imperio católico, Austria-Hungría, era desmoronado y fragmentado, y todos aquellos –en general judíos- aunaron una rica herencia cultural con un clima decadente y asfixiante que ya todo lo cubría. Desde luego que sólo había una forma de trascender la atracción del abismo y era dando un salto hacia lo alto –no precisamente saltando a Hollywood, esto es, en cuanto se trasladase hasta allí esa característica decadente que los años posteriores iban a abonar, pero también hay que decirlo, ¿qué otra cosa podían hacer? “Sólo la Iglesia Católica salva a uno de ser esclavo de su siglo”, dijo Chesterton. Era eso o la adopción del liberalismo, y ningún lugar más oportuno que Hollywood para ello.

Lo que cuenta la película (primer film sonoro alemán) es bien simple, tal que no fue la primera ni será la última en que el arte narrativo desarrolle ese tópico, la degradación moral de un hombre mayor y solitario que se deja enredar por la belleza de una pérfida mujer. “Pasiones sin freno”, podrían llamarse, y nos viene al recuerdo ahora los films de Lang (Scarlett Street, La mujer del cuadro) o hasta uno de Soffici (Una ventana a la vida). Desde luego, en la simplicidad de la trama el estilo lo es todo en estos films, sobre todo en estos films, y Sternberg era sin dudas un gran talento.

Lo que deseo señalar con el título que encabeza esta nota es algo que me sugiere el propio film con sus recursos de puesta en escena pero que unas palabras de Castellani me confirman, cuando el maestro nos da a entender que la desesperanza actual nace de la filosofía idealista: “Por extraña paradoja –no tan extraña- estos sistemas de la Nada, de la Angustia, de la Náusea, del Absurdo y de la Blasfemia no ya contra Dios Hijo, sino contra Dios Padre (contra la creación, la naturaleza humana, la razón, la vida) nacen en el seno de la euforia y el optimismo más grande que se ha visto en la Humanidad, el llamado “iluminismo” o “filosofía de la ilustración” (...) Son exactamente el despertar del borracho. Es evidente que si te pones a predicar que este mundo es un paraíso, al poco tiempo los hombres gritarán a coro que es un infierno; siendo que no es ninguna de las dos cosas” (“El prejuicio idealista y el principio de sabiduría”, en “San Agustín y Nosotros”).

Es evidente también que tanto exaltó a la mujer el romanticismo que finalmente los hombres terminaron dándole el lugar de prostitutas. ¿Acaso los cabarets no son un efecto colateral de ese “despertar del borracho”, surgidos a fines del siglo XIX, exaltados luego por el “musical”, y hoy ya en plena descomposición de las sociedades, llegados hasta el interior de los hogares mediante la televisión? ¿No vemos hoy –tracemos el puente- este cabaret que parece ser la Argentina, tras aquel despertar de la borrachera en el 2001, hoy enajenadas las masas, quién no lo ve al pasar por las marquesinas de teatros y ex -cines de la calle Corrientes? ¿No se repone una y otra vez ese engendro llamado “Cabaret”, ambientado precisamente en la Alemania pre-hitleriana? La imagen que da von Sternberg en este film es central en la caída que la “cultura” ha ocasionado y en ella se ha verificado, por ejemplo, la descomposición y humillación de la sociedad alemana tras la derrota de la primera guerra mundial. Se soslaya, claro está, la responsabilidad de las grandes potencias en la creación del fenómeno nazi y en el ascenso de Hitler al poder (específicamente por los banqueros ingleses), y la degeneración a que fue arrastrada aquella sociedad que se empobrecía para pagar tributo a Francia e Inglaterra, quienes a su vez debían pagar tributo a los Estados Unidos, ya por entonces presentados al mundo como “Libertadores” (Cfr. “Corazones del mundo” de Griffith, 1918). Esos ambientes caldeados, perdidos e inmorales, abyectos y sórdidos, no suponen sólo vertederos de las crisis cíclicas provocadas por la Alta Finanza (que preparó el terreno, desde luego no inocentemente, para la tiranía nazi, como lo había hecho con la bolchevique). Obedecen en definitiva al pecado que todo lo corroe y que impide ver la realidad.

“Todos los males que hay en el mundo universo vienen de que los hombres, de una u otra manera, nos salimos de la realidad real; nos inventamos otra realidad; a veces incluso le trazamos programas a Dios, de lo que debe hacer” (P. Castellani – Hábeas Christi – “Domingueras prédicas II”). Para entender mejor esto recurrimos a un personaje como el protagonista de “El Ángel Azul”. La degradación de su caída, su humillación, es mayor por tratarse de un Profesor, alguien de respeto y prestigio en aquella sociedad. Pero justamente por ser sólo un Profesor –y no un hombre-, se ha colocado fuera de la Realidad. Carece de la primera de las virtudes morales –según Castellani- que es la Prudencia (que no es cautela o precaución, sino discernimiento o discriminación). Desde luego que sin cultivar la vida interior a través de la práctica religiosa, eso es imposible para el Profesor, que con el rígido aire de sabelotodo no es capaz de capturar la atención de sus alumnos, crueles y audaces como lo son siempre los estudiantes. Interesante además este detalle: el Profesor Rath es profesor de inglés. Intenta hacer que un alumno repita el “To be or not to be” hamletiano, sin resultados. Pero para él ése no es un planteo que a sí mismo se realice: en la seguridad de “ser”, se perderá en el “no ser” cuando su encuentro con la mujer, y será derrotado por actuar, al contrario de Hamlet, precipitadamente. En definitiva: lo que el Profesor enseña no tiene vida. Por eso al comienzo se ha muerto el pajarito cantor en la jaula de su habitación (escena hermosa y sencilla, donde se ve además la rudeza vital de la criada y los sentimientos románticos sumergidos del profesor, que luego habrían de estallar; cuando el profesor quede enjaulado como el pajarito, cantará un canto de muerte, el canto del gallo, hasta enmudecer y morir).

Es indudable que “El Ángel Azul” ha cobrado la trascendencia que se le adjudica porque, como “Vértigo”, aborda un tema universal, que más allá del lugar donde finque, es un tema propio del hombre, el deseo y el pecado, la búsqueda del amor y la renovada caída. Cuando somos introducidos con el Profesor en el cabaret, el director nos da algunos indicios que al personaje se le escapan: los reiterados planos del payaso triste que aparece en la habitación, siempre callado, es algo que el Profesor no ve, fascinado como está por la cabaretera que encarna Marlene Dietrich; fascinado es la palabra, ya que indica “embrujado” o “hechizado”, no por la virtud, desde luego, que no provoca esa clase de efectos, sino por los encantos de la “diva”, a los que a cualquier hombre le sería muy difícil escapar. Con el agregado de que la mujer le presta atención a él, a quien ni los alumnos son capaces de respetar (de hecho lo llaman Profesor Unrath, es decir, Profesor Basura, título de la novela original de H. Mann).

Por cierto, el Profesor se enamora pero no busca la redención de la mujer, sino que se convierte en un monigote en sus manos, como el pajarito muerto en manos de la criada. ¿Pero entonces, lo que siente es amor? “No se puede amar lo que profundamente se ignora. Pero, cuando se ama algo que de algún modo se conoce, por ese mismo amor se llega a conocerlo más y mejor”, dice San Agustín (Sermón de La Santísima Trinidad). Quien ama desea el bien del amado. No es amor lo del profesor, sino ilusión del amor. El Profesor sabe la clase de mujer que es Lola, y en un momento de irreflexión –la soberbia del que, acomplejado, desea demostrar a los demás que “hace lo que quiere”- le propone casamiento, sabiendo que perderá su carrera, además de su reputación. El amor no tiene nada que hacer con el pecado y la degradación moral, pero el Profesor entiende al amor de la misma manera que el protagonista de “Leviatán” de Green: “Cuando alguien se enamora abandona para siempre la libertad; el deseo puede extinguirse, la pasión puede morir del todo, pero queda en el fondo del corazón algo inalienable, algo que se puede dar pero nunca recuperar. El hombre que ama vende su alma y es inútil que el odio le dispute el sitio al amor. Hasta la muerte pertenece a los seres que se ha amado”. En todo caso, lo que creyó ver y amó en la prostituta lo amó en un estado de “borrachera” –bien se dice que el enamorado no sabe lo que hace-. De hecho en su primera noche con ella se emborracha con champagne, a lo que ella le resta importancia. Un pájaro canta en un rincón del cuarto de ella, como para completar la ilusión engañosa de la felicidad. Pero el despertar del borracho será terrible: el odio contenido y la impotencia de quien por sí mismo se dejó degradar hasta extremos insospechados harán que, ya tarde, busque el refugio triste del pasado que no vuelve, para su tormento. Triste es el pecado, triste la vida de los sin Dios, de los capaces de amar y que, por amarse a sí mismos, terminan amando las apariencias de este engañoso mundo. Bien sabemos que “el que se humille será ensalzado”, pero “el que se ensalce, será humillado”. El Profesor pudo comprobar esto en su propia vida. Lamentablemente esto no fue visto por un cine que sólo fue capaz de mostrarnos la enfermedad sin atisbarnos un camino para la cura. Por el contrario, tras este film la Dietrich (que, no se olvide, no se llamaba en realidad Marlene sino María Magdalena, al parecer sin el Cristo) fue importada por Hollywood y exaltada en todos sus films –siempre en el mismo personaje- siendo elevada hasta el Olimpo o Valhalla hollywoodense, llegando a hacer su espectáculo para las tropas norteamericanas que llevaban la “civilización” a la Europa devastada de la segunda guerra. Cuántos de esos soldados, cuántos lunáticos tuvieron después los EEUU es otro cantar, que si el cine se ocupó de ellos, volvió a cometer el mismo error, mostrar la sórdida caída sin la causa y, mucho menos, sin la luminosa posibilidad de redención en manos de Dios.

No es difícil de comprender que la historia de la película es, de alguna forma, como la historia que cuentan las letras de los tangos. Allí también es de notar lo que ocurre con el papel dado a la mujer, y en esto vuelve a tallar Castellani: léase su “La Muchacha Moderna”, en “El Nuevo Gobierno de Sancho” , donde se encuentra un ejemplo de mujer que, como reacción a toda la corriente romántica y su sarta de empalagosos lugares comunes que hacían de la mujer una diosa (“¡Abajo los claros de luna, las serenatas, los mandolines, los claveles, los parques otoñales, los madrigales, los suspiros románticos, las querellas, las poesías de Amado Nervo, la primavera y la inmortal pareja de Verona!”, decreta Sancho) termina reaccionando y yéndose para el otro lado, masculinizándose o prostituyéndose. Bien, esas tendencias que se encuentran en las letras de tango (el romanticismo en Le Pera y la mala mujer en Cadícamo y casi todo el resto), en el cine, más que ninguno en el norteamericano, corrieron a sus anchas esas variantes, simétricas componentes del Error. Porque si por un lado Griffith sostuvo una postura decisionista pero romántica al fin (con sus heroínas indefensas, lánguidas y purísimas como pimpollos) por el otro Hollywood nos dio la vampiresa o mujer fatal (Greta Garbo-Louise Brooks-Marlene Dietrich-Rita Hayworth), mujeres perdidas que hacían perder a los hombres. En el medio, la variante hawksiana de la mujer a lo hombre, dura y cínica, atlética, audaz y moderna, que fumaba y bebía a la par del hombre. En fin, que si el cine luego de su etapa inicial dejó de lado en gran medida el romanticismo (por eso Griffith se tornó un personaje anacrónico y fue dejado de lado sin miramientos), no ajustó las cuentas con él en la medida en que no encontró el equilibrio adecuado (excepto en un Ford, un Hitchcock, a veces tal vez Wyler, probablemente en Manckiewicz), al pegar el salto con ese “despertar del borracho” e incluir a la mujer en el papel que mejor le iba dentro de la movilización general del siglo a la cual el cine hizo un gran aporte. Pero este es un tema que excede este espacio y que esperamos poder abordar en otro momento como corresponde.