Director: Alfred Hitchcock – 1940
MOLINOS Y PARAGUAS
(O cómo la aventura recae en Norteamérica sin norteamericanizarse: o la herencia del humor inglés y español
en un film marginal de la industria hollywoodense)
Estamos ante un gozoso film de aventuras, género considerado menor en USA –Hitchcock dixit- y por eso encuadrado en la categoría clase “B”, aunque para Hitchcock eso no cuenta en absoluto y, como buen narrador inglés, y como buen cineasta americano, y como gran artista, pone su alma –hasta donde lo dejen- en sus obras. Pero, atención, porque la aventura es física y metafísica, es todo un descubrimiento a partir de sí mismo confrontado con el mundo. ¿Acaso debemos sorprendernos de que nadie haya visto el por momentos itinerario quijotesco del protagonista, más un episodio de antología con un nuevo avatar malvado de Sancho Panza –sin la panza?
Johnny Jones (Joel McCrea) es un atorrante que hace las veces de periodista y que, debido a sus formas no convencionales de trabajar y a su oportuna ignorancia, es antepuesto a un periodista académico y sabihondo –que se jacta de haber escrito un libro de economía- para ir a cubrir los conflictos en una Europa cercana a la segunda guerra. Allí descubre un complot para secuestrar a un líder político holandés, se enamora de la hija del jefe del “Partido por la Paz”, y descubre, entre tantas cosas, que el padre de su novia es el jefe de los espías enemigos, partidarios a toda costa de la guerra. Sumarísimo resumen de lo que terminó siendo lo que en principio era la autobiografía de un corresponsal extranjero en Europa, y de lo que quería el productor independiente de los estudios Walter Wanger.
Este último, que produjo grandes clásicos como “La diligencia” (Ford), “Sólo se vive una vez” (Lang), “El amargo té del General Yen” (Capra) y más tarde “Invasion of body snatchers” (Siegel), era un culto y millonario liberal (en el sentido norteamericano) educado en Europa, que había trabajado para los servicios secretos USA, y que, interesado en la política internacional, quería empujar a Hitchcock a poner el film al día en cuanto a los acontecimientos que se sucedían en Europa y, sin aprobación unánime, movilizar a favor de la intervención norteamericana, aún por entonces lejana. Hitchcock, si bien apuntó para otro lado, es evidente que se dejó llevar –con toda licitud- por los acontecimientos: viajó a Londres a visitar a su madre cuando eran inminentes los bombardeos sobre la ciudad. Por eso al volver cambió el final de la película, agregándole una arenga alertando a los EEUU, de hecho el film termina con los bombardeos a Londres, que comenzarían al poco tiempo en la ciudad natal del director. Queda un poco a las claras lo que muchos afirmaron: el papel del cine en la movilización general y en la intervención norteamericana en la segunda guerra mundial. Cruce de múltiples intereses, pero también, patriotismo y agradecimiento: Hitchcock defendía al país que le había dado de comer (y tratándose de alguien que por entonces pesaba 165 kilos, no era poca cosa).
Decíamos que este film fue encuadrado en la categoría “B” y por tal las grandes estrellas (caso Gary Cooper) rechazaron participar de él. Pero a pesar de esto contó, no sólo con el mejor director de cine por entonces, sino con una producción extraordinaria, con la insuperable dirección artística (o diseño de producción) de William Cameron Menzies, y la dirección de fotografía del polaco-húngaro Rudolph Maté, quien había trabajado con Dreyer en “La Pasión de Juana de Arco” y “Vampyr”. ¿Y todo esto en función de qué? Como soporte de las aventuras de un tipo que vive en la dulce ignorancia y de pronto se encuentra cara a cara con que las cosas no son lo que parecen. Seguimos con sus ojos y su punto de vista limitado lo que se va presentando, y junto con él, sólo con él, descubrimos la verdad. Un aventurero que se encuentra en un molino de viento con la aventura y que descubre cosas que nadie ve, y las dice y nadie le cree y lo toman por loco por decir que las cosas no son lo que parecen. ¿Les suena conocido?
Más tarde seguirán los malvados –una vez que saben que aquel sabe- engañándolo como a un chiquillo (atención: el malvado no es un alemán sino un inglés). En medio de todo esto tenemos un romance que Hitchcock liquida en dos minutos, sin música de violines, en una escena sobre un barco que, dicen, remite al momento en que él mismo, en medio de una borrasca en el mar, declaró su amor a su futura esposa. Hasta ahí mismo el humor se hacía presente, para soportar una realidad que siempre trata de engañarnos.
Aparece por allí también, ya situada la acción en Londres, un detective que se le adhiere a nuestro héroe como una especie de Sancho Panza con secretas ínfulas criminales: lo engaña haciéndole creer que lo protegerá, e intenta una y otra vez, infructuosamente, asesinarlo. Es decir, acabar con la aventura. Es un viejo chiquitín y charlatán llamado Rowley (Edmund Gwenn), que engaña a nuestro ingenuo quijote (el cual, llamado Jones, ha debido cambiar su nombre por el estrafalario Huntley Haverstock). Así es como lo lleva a una iglesia católica, una catedral con una altísima torre desde donde se observa toda la ciudad. Escena memorable. Hitchcock, como siempre que puede, desliza a sus personajes por alguna iglesia. Al entrar a la misma nuestros dos personajes, se está rezando una Misa de Réquiem. Rowley le dice que ello lo deprime, “los muertos están bien allí donde están”, así que hace subir al otro a la torre. Allí, Rowley juguetea con unos niños para deshacerse de ellos, y busca ansiosamente la oportunidad para embestir contra Jones. Pero aquí interviene la divina Providencia y termina cayendo él. ¿Dios aquí? Bueno, la llegada del ascensor a la torre hizo que nuestro héroe se diera vuelta justo para advertir que Rowley arremetía contra él, y entonces poder esquivarlo. La Providencia se disfraza a veces de “casualidad”, pero no olvidemos que antes de ingresar vimos dos monjas a la entrada de la iglesia, las mismas que volvemos a ver tras (en clara simetría) la caída del malvado y torpe detective. Una monja que hacía su aparición en “Vértigo” asustaba y precipitaba la caída de Madeleine. En fin, Hitchcock es claro con los que quieren ver, oscuro o inexistente para los ciegos...Hemos presenciado una secuencia de comedia pura, coronada por la tragedia. Y a medida que el film avanza, el protagonista se va haciendo un poco más responsable, pues ha visto la muerte cara a cara, y que no todo lo que brilla es oro.
Antes del final asistimos a otra escena memorable, la del avión de pasajeros bombardeado por un torpedero que cae al mar (y eso es un mar, no la pileta de “Titanic”). Escena extraordinaria por su inventiva, su veracidad y su falta de dramaticidad barata.
Mucho puede entonces espigarse de esta marginal y excelente película: la relación entre el hombre y la mujer; el viejito “venerable” que nos revela que sólo con buenos discursos –por hermosos que sean- no se logra nada, y sí en todo caso dando testimonio de la verdad con la propia vida, cosa que él no llega a hacer; las actuaciones ajustadas –pese a cierta debilidad de carácter en McCrea, como bien afirmó Hitchcock-, como Herbert Marshall en un papel contrario a su habitual target (recordemos uno de los mejores en “La loba” de Wyler) y convertido en un típico “malo” hitchcoquiano: culto, elegante, millonario, refinado, “preocupado” por la paz, etc.; la forma en que la cámara de Hitchcock se introduce a través de las ventanas en busca de sus personajes (es lo que hace el cine y nosotros con él) y la frecuencia de estas ventanas en sus films; el humor en los personajes ingleses; el valor de las personas pequeñas inmersas en una trama que las supera; el buen uso del “MacGuffin”, que es sólo un rodeo, una excusa, un truco sin importancia pero que hace avanzar la acción, etc.