Por tanto, es deber de los obispos de todo el orbe católico unirse para vigilar esta universal y potente forma de diversión y de enseñanza, y hacer valer como motivos de prohibición la ofensa al sentimiento moral y religioso y todo aquello que es contrario al espíritu cristiano y a sus principios éticos, no cansándose de combatir cuanto contribuya a atenuar en el pueblo el sentido de la virtud y del honor.
Tal obligación corresponde no sólo a los obispos, sino también a los fieles y a todos los hombres honrados amantes del decoro y de la santidad de la familia, de la nación y, en general, de la sociedad humana.
Exhortamos a los obispos de todos los países donde se producen películas para que paternalmente influyáis sobre los católicos que tienen una participación en esta industria.
Será muy oportuno también que los obispos recuerden a las empresas cinematográficas que ellos, entre los cuidados de su ministerio pastoral, está el preocuparse de toda forma de recreación honesta y sana, porque están obligados a responder delante de Dios de la moralidad de su pueblo, incluso cuando se divierte. Su sagrado ministerio les obliga a decir clara y abiertamente que una diversión malsana e impura destruye las fibras morales de una nación.
Cada uno de los Pastores de almas procurarán conseguir de sus fieles que cada año hagan la promesa de abstenerse de películas que ofendan la verdad y la moral cristiana.
Si todos los obispos aceptan su parte en el ejercicio de tan onerosa vigilancia sobre el cinematógrafo, cumplirán ciertamente una gran obra en defensa de la moralidad de su pueblo durante las horas de descanso y de recreo. Ganarán la aprobación y la cooperación eficaz de todos, católicos y no católicos, contribuyendo así a asegurar el encauzamiento de esta gran potencia internacional que se llama arte cinematográfico hacia la alta empresa de promover los más nobles ideales y las normas de vida más rectas”.
Pío XI, 29 de junio de 1936.