Si, como todo el mundo sabe, la risa y el bostezo suelen ser contagiosos, esta película viene a dejar bien asentado que la furia también es contagiosa, y que lo que comienza por un pequeño error o torpeza puede degenerar en una trifulca de categoría cósmica. Lógicamente, si la pequeña torpeza es cometida por Stan Laurel, se repetirá infinitamente. Lógicamente, el siempre atribulado James Finlayson no puede sospechar –no dentro de una película de Laurel y Hardy- que existan tipos como Laurel y Hardy. Son inconcebibles, pero existen en el cine. ¿Para reírnos de ellos? Sí, y mucho, pero también de nosotros mismos, porque en la simpatía que nos suscitan descubrimos escondida la graciosa simpatía y torpeza de los niños, tan fuera de lugar en un mundo serio y difícil. Y nosotros, ¿no estamos incómodos en este mundo donde sentimos que no está nuestro lugar, a pesar de lo cual buscamos siempre acomodarnos, sin conseguirlo?
Por eso conservamos el humor, el buen humor que resiste a los bien acomodados.