“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

miércoles, 2 de septiembre de 2009

CRITICA



REBELDE SIN CAUSA
Dirección: Nicholas Ray – 1955


HUÉRFANOS DE LA TEMPESTAD
(O cómo en el cine se resuelven más fácilmente
las cosas que en la vida)


Probablemente esta película sea una de las más citadas pero menos frecuentadas de la historia del cine. Y ese carácter de “film de culto” (cualquier cosa que ello quiera decir) que se le ha dado, o la “mitologización” de su protagonista James Dean, están dados no tanto por la película en sí –que no es mala sino todo lo contrario-, sino por su conexión entre lo que cuenta y la vida real de quienes lo realizaron. En efecto, las vidas conflictivas y tormentosas de los tres jóvenes protagonistas se vieron continuadas en las vidas de los tres actores que los encarnan. Paradigmático de lo que allí se cuenta –al extremo- fue James Dean, muerto poco después de la filmación (antes del estreno del film) en un accidente automovilístico a los 24 años. O Natalie Wood, muerta ahogada a los 43. O Sal Mineo, muerto acuchillado a los 37. Y si le sumamos que allí está también Dennis Hooper, todo un “ícono” de las drogas y la vida “al extremo”, y el director es Nicholas Ray, rebelde y marginal dentro de la industria del cine que terminó sus días dominado por el alcohol, se entiende el porqué tantas palabras sobre esta película. Todo resulta un cóctel explosivo pero –bien se ve- talentoso que se desmadró en la vida, pero no en el cine, más grande que ésta para algunos pero que, al fin, no han sabido encaminarla. El cine impone sus límites a lo que cuenta pero no a quien lo cuenta. Acaso porque no se ve más allá del cine. Doble paradoja entonces, la de resolver magistralmente las cosas en la pantalla sin ser capaz de resolverlas fuera de ella. Claro que esto lo tenemos que ver nosotros. Pero, ¡ay!, como ya comentamos, las palabras van una y otra vez a referir lo anecdótico o histórico del film, y no sus virtudes y defectos. Se ven los síntomas y no las causas, a la manera de un médico mercenario que se limitara a recetar una dosis mayor de cine para recuperarse de lo que en el cine el pobre enfermo ve. No es, desde luego, lo que Ray propone, pero él mismo queda encerrado dentro de esta limitación de miras.

La película es magnífica porque el paroxismo de los tres jóvenes protagonistas, adolescentes atormentados por los conflictos familiares, no está mostrado sino con una contención actoral y de puesta en escena llevados casi al límite. Si hay desmesura en los personajes, no la hay en la forma en que se los muestra. La cámara no se mueve porque sí y está siempre en el lugar en el que debe estar para dar una información determinada sobre cada personaje. El uso de los espacios sirve siempre como apoyatura visual de los estados emocionales o situaciones ante la vida de los personajes. Lugares como las casas y sus pisos altos y las escaleras; la comisaría con sus distintas dependencias; la mansión abandonada; el planetario; los automóviles, etc., todo va contando la historia, sin necesidad de recargar a los actores con el peso de la situación. El uso de la luz y el color es otro acierto. Piénsese en la luz potente de los focos de los autos –como la que usa la policía- que está siempre de frente o de costado anegando y encegueciendo los ojos. La luz titubeante de las velas que llevan los jóvenes en la mansión es todo un símbolo de su precariedad en la vida, de la búsqueda y de esa luz que todos llevamos en nosotros. Maravilloso detalle es –comedia y tragedia siempre van juntas- el de las medias del chico llamado Platón sobre el final. Detalles de una obra perdurable por sus propios méritos y no por otra cuestión. Pero hay un tema que subyace en todo el film, como en otros de Ray. Y, si queremos, podremos ir mucho más allá. Hablamos de la paternidad.

Los jóvenes de aquella sociedad son los surgidos tras el nuevo orden instaurado e impuesto tras la victoria yanqui-sionista-comunista en la segunda guerra mundial. A la prosperidad económica se contrapone la barbarie cultural –ahí nomás daba comienzo el rock’n’roll y la difusión masiva de las drogas y la televisión, con el movimiento contracultural iniciado en San Francisco un par de años antes-. Además, el desamparo de esos jóvenes los llevaba finalmente a la delincuencia. Una sociedad sin otra religión que la del progreso económico y el hedonismo. El cine de ese entonces empezaba a mirar esos temas pero, antes que con sabiduría, con un afán comercial, al fin y al cabo estaba destinado al público joven. Fue el cine el que difundió en todo el mundo a energúmenos como Elvis Presley o The Beatles. Nicholas Ray, seguramente por tratarse de un hombre parecido a sus personajes, tuvo una preocupación sincera por tales temas.

Jim Stark (Dean) tiene un padre temeroso e indeciso que es dominado por su esposa y la madre de ésta que vive con ellos. Incapaz de actuar como padre para su hijo, en una estupenda y terrible escena le mostrará a Jim su indecisión y falta de valor, justamente cuando aquel le pide un consejo de vital importancia. Es, vendríamos a decir, un demócrata del hogar, sometido en el fondo por su tiránica esposa. Por otro lado, el padre de Judy (N. Wood), es distante, rígido y tirano para con su hija, el otro extremo del padre de Jim. El padre de Platón (S. Mineo), directamente lo ha abandonado, limitándose a enviarle cada tanto un cheque desde algún remoto lugar del país. Ninguno de estos padres asume sus responsabilidades ni muestra sincero afecto por sus hijos, excepto el padre de Jim que, recién al final y tras el desenlace trágico de Platón, se pondrá los pantalones para mostrar quién manda en el hogar. Este tema no elaborado por el cine se deja ver tantas veces fuera de campo, por lo que era (y es) aquella sociedad, y también la nuestra, hecha a su imagen y semejanza. Análogamente ocurría lo mismo en otro film de Ray como “The lusty men”, donde el personaje de Mitchum tenía cosas en común con el de Dean, con una similar resolución al final: la muerte de un tercero despeja el camino para la pareja protagonista. Pero esta relación complicada de Ray con el tema paterno debe entenderse sin dudas que por reminiscencias de su propia vida: el padre de Ray era alcohólico y tenía hijos de otro matrimonio, era un alemán católico “convertido” al luteranismo, es decir, alguien que había renunciado –a sabiendas o no- al Padre. No hace falta conocer, desde luego, la biografía de Ray para darse cuenta que una de las grandes fallas de “Rey de reyes”, dirigida por él, además de otros grandes errores previsibles teniendo en cuenta los orígenes de los productores hollywoodenses, es la relación inexistente del Hijo de Dios con el Padre.

Mencionamos la doble paradoja del cine. Ejemplo perfecto: escena en el planetario donde los estudiantes asisten a una clase de astronomía. El rígido profesor afirma con inmutable tono doctoral que dadas las distancias infinitas del universo y el tamaño de los astros, la vida de un ser humano es insignificante. Ray, por el contrario –en sagaz y hermosa metáfora- nos dice lo contrario, cuenta con toda atención y emoción, al detalle, las “insignificantes” vidas de unos adolescentes que buscan su razón para vivir, su lugar en el mundo, ser ellos mismos en tanto hijos-compañeros-amigos o novios. A Ray le importan más esas vidas pequeñas que todos esos astros allá en el cielo. Pero luego, al final, resuelve todo el drama con la muerte triste y desesperada de un muchachito que no contó con ninguna clase de asistencia o consejo ni apoyo espiritual. Una resolución no ilógica pero que pone en juego la salvación del alma del joven delincuente sin que el director lo plantee en esos términos. Porque es la muerte y con ella se acaba todo. Pero si con ella se acaba todo, entonces la razón la lleva el profesor de astronomía, al afirmar la insignificancia de esas vidas, de esos 16 años contra los millones de cualquier galaxia. Ray es incapaz de ver más allá, es como si hubiera realizado una tragedia (fatalismo que no es ajeno al cine yanqui) y a la vez reelaborara, a partir de ese inexorable destino, un happy-end. Por el mal de alguien (la muerte trágica de uno, pienso ahora en otro film que acabo de ver, “La ciudadela” de King Vidor, que usa ese recurso) el bien y la salvación de otro. Pero, ¡ay!, que ese que muere ¿habrá de salvar su alma o qué? Nada sabemos al respecto. Una película como ésta no daría ninguna buena respuesta al chico Platón, que engañado siempre por sus sentidos debe recurrir de continuo a dirimir todo a los tiros. Cabe preguntarse, además, si el bergsoniano Ray ha llamado al joven solitario Platón por su afán de ver en Dean ese arquetipo, ese ideal que no conoció y al que persigue por ese querer participar de sus virtudes inútilmente, pues sólo consigue ponerse al final su campera, sin que las virtudes intrínsecas del otro les sean traspasadas.

Esperamos que en la búsqueda desesperada que significó la vida errante de Nicholas Ray, con ese atisbar el misterio que le concedió la belleza perseguida y muchas veces lograda, haya encontrado lo que el cine no pudo haberle dado. Esa respuesta que sólo se encuentra en un lugar que abre sus puertas –no sin condiciones- para todos los hombres de buena voluntad.