“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

miércoles, 30 de septiembre de 2009

EXTRA CINEMATOGRAFICAS

Beato Bernardino de Feltre (+1494)

UN SANTO EXPLICA QUÉ HACER CON LOS LIBROS, DIARIOS
Y REVISTAS IMPIAS.


“A Bernardino se le envió a ejercer su ministerio entre una sociedad constituida, en su mayoría, por gente egoísta, orgullosa y depravada; el fraile opuso a sus vicios la caridad, la austeridad y la humildad. Jamás se olvidó de que era un fraile menor y, cuando recibía en su casa, lavaba los pies a los visitantes, rehusaba la hospitalidad de los ricos y vivía en las casas pobres y entre las familias modestas cuando andaba de viaje. Pero consideraba con razón que tan sólo el buen ejemplo no es bastante y muchas veces se le oía hablar con energía inusitada contra los vicios que observaba a su alrededor. “Se diría”, escribió Jerónimo de Ravena, “que cuando ataca el mal no habla, sino que arroja rayos y truenos por la boca. En dos ocasiones, el furor con que denunciaba los escándalos públicos, hizo que se le reventaran las venas”. “Tiene la mano muy pesada y no sabe halagar”, comentó sobre él, tras uno de sus sermones furibundos, el cardenal d’Agria. Como era de esperarse, su vehemencia le creó muchos enemigos, que algunas veces llegaron a atentar contra su vida, pero él continuó su trabajo, imperturbable. Gracias a sus prédicas, consiguió que se impusieran normas a los desórdenes del carnaval y logró la clausura de varias casas de juego en diversas ciudades; a causa de los abusos que se cometían durante las carreras del día de la Asunción en Brescia, los tradicionales festejos fueron suprimidos; en varios lugares las autoridades civiles destruyeron las estampas y los libros inmorales y procaces. Tal como había sucedido antes con San Bernardino de Siena y en la misma época con Savonarola, cada misión del predicador culminaba con la erección de una pira frente a la iglesia, a la que se prendía fuego para que las gentes arrepentidas quemaran sus barajas, dados, libros y estampas obscenas, joyas de utilería, pelucas, afeites, filtros mágicos y objetos de superstición, paquetes de escandalosos vestidos femeninos y otras vanidades. A aquellos incendios les llamaba Fray Bernardino, “las quemas de la plaza fuerte del diablo” y estaban destinadas no tanto a eliminar las ocasiones de pecado, cuanto a causar una impresión profunda en la imaginación del pueblo. Ante un llamado suyo las autoridades civiles se apresuraban a aprobar o abolir leyes: los hombres y las mujeres quedaron separados en las cárceles, se aprobó el Acta de Propiedad para las mujeres casadas y se impidió que los esposos despilfarrasen los bienes de sus consortes; los senados de Venecia y de Vicenza dejaron de otorgar la inmunidad a los delincuentes que, para quedar a mano con la ley, perseguían a los asesinos y traían sus cabezas.

Fray Bernardino no se detenía a considerar la calidad o la posible influencia de una persona cuando se trataba de combatir alguna trasgresión a la ley moral. Amonestó al príncipe de Mántua, que era un patrocinador muy liberal de los Frailes Menores, por no restringir la rapacidad y el desenfrenado ejercicio del poder entre sus cortesanos; en Milán pronunció un sermón desafiante contra los manejos del duque Galeazzo Visconti; denunció a los Oddi y a los Baglioni, jefes de los partidos rivales en Perugia; cuando Fernando I de Nápoles le ordenó que se trasladase desde Aquila para comparecer ante el tribunal, Bernardino se negó a dar cuenta de sus palabras, a menos que se lo ordenaran sus propios superiores. Los príncipes más sabios y los más prudentes le admiraban y confiaban en él, y no fueron pocas las veces en que solicitaron sus servicios para gestionar las paces. En Brescia, en Narni, en Faenza y en otros sitios, apaciguó reyertas públicas y hasta tumultos, y el propio Papa Inocencio VIII le mandó en una misión de paz a Umbría. Sólo las rivalidades feudales en una ciudad desafiaron todos sus esfuerzos. En tres oportunidades, en 1484, en 1488 y en 1493, un año antes de su muerte, se trasladó a Perugia para establecer la concordia en las disensiones, pero siempre fracasó. Con el propósito de hacer duradera la paz, fomentó la organización de asociaciones de terciarios que se comprometiesen a no hacer uso de las armas contra nadie. A diferencia de otros predicadores y moralistas de su tiempo, Fray Bernardino no permitió que sus propios triunfos o los abusos y relajamientos que observaba entre otros eclesiásticos, le alejaran de la obediencia o le indujeran a adoptar una actitud independiente hacia sus superiores y las autoridades de la Iglesia. Cuando la Santa Sede le ofreció facultades para absolver pecados que correspondía tratar a los obispos, repuso: “Los obispos son los pastores indicados del clero y del pueblo, y yo prefiero depender de ellos en todas las circunstancias en que las leyes de la Iglesia lo requieran”.

De vez en cuando, se oyen comentarios sobre los infortunios que padecieron los judíos por causa de los cristianos durante la Edad Media y no puede negarse que se perpetraron contra ellos monstruosas injusticias. Por otra parte, el problema de abordar las actividades “anti-sociales” de algunos judíos era positivo, muy grave e inadecuadamente tratado por el procedimiento de aislar completamente a los culpables de toda actividad y trato con los cristianos. Durante toda su carrera, Bernardino de Feltre estuvo en conflicto con los judíos, no como pueblo ni como raza, sino como individuos causantes de algunos de los peores abusos que se había propuesto combatir. En Crema habló sobre ellos de esta manera: “A los judíos no se les debe hacer daño en sus personas, en sus propiedades o en cualquier otra forma. Los bienes de la justicia y la caridad cristianas deben extenderse hasta ellos, porque son iguales a nosotros. Lo mismo he dicho en todas partes y lo repito aquí, en Crema, con la esperanza de que llegue a realizarse, porque el buen orden, los supremos pontífices y la caridad cristiana, lo exigen de esta manera. Pero no por eso es menos cierto que las leyes canónicas prohíben los tratos frecuentes y la gran familiaridad con ellos...En la actualidad, nadie tiene escrúpulos en esa cuestión y yo no debo callarme. Los usureros judíos sobrepasan todos los límites: arruinan a los pobres y engordan a expensas suyas. Yo, que vivo de las limosnas y como el pan de los pobres, no puedo hacerme el ciego y el sordo frente a tan enorme injusticia. Los pobres me alimentan y no puedo sujetar mi lengua cuando veo que los roban. Los perros ladran para proteger a sus amos de los ladrones y yo tengo que ladrar por la causa de Cristo”. Los empréstitos de dinero con usura, a intereses altísimos, a los que se refería Bernardino en su sermón, eran la principal (aunque no la única) queja contra los judíos que, por el mismo motivo, se habían hecho odiar de los pobres y necesitar de los ricos.

Un siglo antes, Miguel de Northborough, obispo de Londres, dejó al morir un millar de marcos de plata para que se hiciesen préstamos a los pobres, sin cobrar intereses y con la única garantía del depósito de alguna prenda; y entre las varias experiencias de esta naturaleza, aquella fue la que constituyó el primer “monte de piedad”. En 1462, Bernabé de Terni, otro franciscano, fundó en Perugia una “casa de préstamos” destinada a hacer empréstitos de cantidades reducidas de dinero a los pobres, a cambio de objetos depositados y a intereses muy bajos. Aquella institución tuvo éxito inmediatamente; al año siguiente, se estableció una segunda casa en Orvieto y, muy pronto, los Monte di pietá se extendieron por la Marca, los Estados Pontificios, la Toscana y otras regiones. El sistema fue examinado, reorganizado y perfeccionado por Fray Bernardino quien, en 1484, inauguró su propio monte de piedad en Mántua (el cual tuvo que cerrar muy pronto a causa de la hostilidad de los judíos usureros) y administró otras veinte casas durante los ocho años siguientes. Los detalles de la administración variaban pero, por regla general, manejaban los montes de piedad comisiones mixtas de frailes y laicos, y algunas de las casas de préstamos pertenecían al municipio. El capital inicial se obtenía por suscripciones o por empréstitos de los propios judíos; todas las ganancias se agregaban al capital y se aplicaban a la reducción de los intereses. Por esa causa, era natural que Fray Bernardino fuese blanco de los ataques de los usureros judíos de Lombardía, los cuales consiguieron que algunos de los montes de piedad fuesen clausurados. Sin embargo, surgió una oposición más grave e igualmente inevitable, por parte de algunos canonistas, moralistas y teólogos, quienes insistían en que el interés que se cobraba, por reducido que fuese, constituía una usura, de acuerdo con las leyes canónicas y, en consecuencia, era pecaminoso. Aquellos críticos pedían que si se hacía un préstamo, no se cobrase interés ninguno, lo cual hubiese significado que los montes no habrían podido sostenerse por sí mismos y, por lo tanto, Fray Bernardino se mantuvo firme en su opinión de que era necesario cobrar intereses reducidos. La controversia fue tan prolongada, que en vida del fraile no se llegó a ningún arreglo. Sin embargo, en el quinto Concilio General de Letrán, en 1515, se decretó que los montes de piedad eran instituciones legales y dignas de aliento y de respaldo. De ahí en adelante, surgieron prolíficamente por toda Europa occidental, a excepción de las Islas Británicas. Al beato Bernardino se le recuerda también por sus esfuerzos en pro de estas instituciones benéficas, y en sus imágenes se le representa, a veces, con un montículo verde en las manos, sobre el que campean tres cruces y una leyenda que dice: Curam illius habe".

(Tomado de “Vidas de los Santos de Butler”,Volumen III).