Director: Christopher Nolan - 2008
“QUID EST VERITAS?”
A pesar de conocer las dos primeras películas del director Christopher Nolan, las interesantes “Memento” y especialmente “Noches blancas”, no tuve interés por seguir los derroteros de su carrera, cuando, fagocitado por lo que hoy se sigue llamando “Hollywood”, tomó a su cargo al superhéroe “Batman”1, unos años atrás, reincidiendo ahora. Lo mismo había ocurrido con otro joven de talento, Bryan Singer, quien tras sus dos primeros films debió hacerse cargo de los “X Men”, otra tontería llevada de la historieta al cine. No se trata en mi caso de colocarme en una cómoda postura “anti-Hollywood”, como tampoco de un prejuicio contra los “super-héroes”, sino más bien de un juicio o crítica con la mayor cantidad posible de evidencias frente a mis ojos. No me ocuparé ahora de este tema de los “super-héroes”, ya digo bastante en mi libro de cine.
No obstante lo anterior, enterado de que en una revista “de los nuestros” se hablaba del último “Batman”, decidí ir a verla, aunque sin leer lo que sobre ésta se había escrito, para no ir con “prejuicios” o con el pensamiento ajeno a ver un film que, aparentemente, valía la pena ver. Y en verdad, este “Batman” confirma algunas cosas interesantes del pensamiento norteamericano, vertido en su cine a lo largo del tiempo.
“El caballero de la noche” es una película que nos hace pensar –como gran parte del cine norteamericano y casi todo el cine clásico hollywoodense- por la simple y sencilla razón de que es un cine que está pensado. Bien o mal, pero así es. De allí que siempre lo haya preferido al cine europeo, que, como ocurrió a nivel político, también en lo estético perdió todo poder decisorio. Está claro por qué: los que pensaron y decidieron el rumbo del mundo –y específicamente su cultura- no fueron los europeos, sino los (norte)americanos, o en gran medida los extranjeros que se “americanizaron” en los Estados Unidos. Bien, pues allí han estado los mejores pensadores y ejecutores de un lado al otro de la corriente: desde el liberal Preminger hasta el católico Hitchcock; desde el judío Spielberg hasta el católico Mel Gibson (hoy fuera del sistema de los estudios –por otra parte casi inexistente-, es cierto, pero no fuera del sistema de representación y narración tradicionales del cine norteamericano); desde los héroes desencantados y perdedores del católico Ford hasta los intrépidos y temerarios del ateo Hawks; desde los antihéroes llorosos del ateo Chaplín hasta los salvadores y superhéroes creados por la mentalidad judía (Superman, Batman, Spiderman y el capitán América fueron creados por autores judíos); desde la talentosa difusión de la moral relajada a través de las brillantes comedias de Lubitsch o los melodramas de Goulding, Mayo o King, hasta el desencanto zafado del ateo Wilder; desde el catolicsmo liberal de de Mille y McCarey hasta el pionerismo individualista de King Vidor; desde el anarquismo individualista de Walter Hill hasta el mesianismo enrevesado de Cameron. Y esto por nombrar sólo algunos de los más talentosos directores de cine.
El cine norteamericano –hecho no solamente por norteamericanos- siempre supo lo que hacía, lo que tenía entre manos y, consciente de su dominante influencia –diríamos penetración- a nivel mundial, es un cine que le ha hablado al mundo. Este carácter ecuménico del mismo –completamente lo contrario de provinciano- es uno de los aspectos menos entrevistos o revisados por quienes tienden a buscar las ideas solamente en los hechos políticos o económicos, mirada que generalmente no logra hacerse fenomenológica por la carencia de una mirada universal –si quieren: ecuménica, pero no ecumenista en el sentido post-Vaticano II- para entender la correspondencia entre la visión del mundo que hoy prevalece y la visión del mundo del cine, o de cierto cine.
El problema del Bien y el Mal.
Podría decirse, con Solzhenitsyn, que ”la conciencia humanista se proclamó nuestra guía, negó la existencia del mal en el interior del hombre y no le reconoció empresa más alta que la adquisición del bienestar terrestre”, conciencia ésta que, sin embargo, sortea no sólo esta película, sino parte importante del cine clásico norteamericano. Pero decimos “problema” del bien y el mal porque no deja de ser tal para este mismo cine.
Que el corazón del hombre alberga el bien y el mal es parte constitutiva fundamental de los conflictos desarrollados por gran parte del mejor cine clásico. Pensamos ahora en “La malvada” (Mankiewicz), “Furia” (Lang), “Magnífica obsesión” (Sirk), “Conflicto” (Bernhardt), El tren de las 3.10 a Yuma (Daves), “Detective Story (Wyler), “El extraño caso del tío Harry” (Siodmak) o “El diablo a las 4” (Le Roy), entre muchas otras, por no mencionar la obra completa de Hitchcock. Aunque debe diferenciarse:1) Cuando el bien se disfraza de mal para mejor engañar, y 2) cuando el mal y el bien pelean en un mismo ser, porque de ambas posibilidades se ocupa –lo reitero, confusamente- esta película. Y, finalmente, la cuestión es, claro, qué se entiende por “bien” y qué se entiende por “mal”. En ese sentido, aquel famoso apotegma hitchcoquiano de que “Cuanto mejor es el malo, mejor es el film” debería ser entendido no sólo en cuanto a los logros del film debido a su eficacia para atrapar al espectador y conmoverlo, pues por este solo aspecto –mas bien por el primero- “El caballero de la noche” aparecería ante nosotros como un buen film. Pero hay que pensar que lo bueno es aquello no sólo gustoso, sino que además hace bien.
Definimos en nuestro Dossier sobre Alfred Hitchcock que la mirada de este autor es católica: parte de considerar al hombre como una criatura caída que a través de ese desorden que lleva encima se crea inconvenientes en un mundo donde sólo la Providencia divina restituye, con la colaboración de los hombres, el Orden inicialmente perdido. El Bien primero conocido, Dios, es el que permite entender con claridad qué es el mal, dónde reside, cuál es su naturaleza y qué es lo que afecta. Por allí sabemos que es privación del bien. Puntualicemos: el católico (por caso, Hitchcock) muestra a sus personajes –que llevan encima la inclinación al pecado- viendo el mal confusamente, oscuramente, tanteando y tropezando en el camino, y sólo alcanzan a verlo mejor cuando lo ven y lo viven en sí mismos. El protestante –o el no católico- es falaz en su consideración o recreación del mal, cuando, o deviene maniqueo, o crea monstruos -porque pone todo el mal en el otro y no en sí mismo- pero sin el sustrato mítico que se le daba antiguamente. “Digo que la Quimera y la Hidra podrían haber sido admiradas por los modernos. Pero los antiguos no las admiraban. Entre los paganos, el animal grotesco, fabuloso, era algo que debía matarse. A veces lo mataba a uno, como la Esfinge. Pero nunca se la amaba” (Chesterton). En este caso –como crecientemente viene sucediendo-, el malo del film adquiere mayor relevancia, atracción y protagonismo que el héroe. Y desde luego ¡benditos Derechos Humanos! no se lo mata.
El primero, el católico, logra ver las cosas como son.
El segundo, el protestante, ve las cosas como quiere –o le conviene- que sean, para seguir ignorando su soberbia.
De allí que el primero, en su humildad, pueda recurrir siempre al humor, mientras que al segundo le está vedado, por más que se esfuerce (o a lo sumo llega a montar una forma de humorismo chabacano y grosero para mejor enmascararse).
El error, entonces, es mostrar al mal monstruoso o deforme físicamente porque no sólo se le facilitan demasiado las cosas al espectador, sino que al hacerlo deben asumirse los presupuestos sobre los que se debe obrar en consecuencia: es entrar en el terreno de lo mítico y, tras éste, en el teológico. Batman no está planteado en los términos en que puede estarlo, v. gr, “El Señor de los anillos”, ni tan siquiera en el film “de horror” clase B tipo Carpenter (lo cual también es un error). Ahora bien, es importante aclararlo, el mal, el pecado, el demonio, es verdaderamente horrible como nada puede serlo, pero, en nuestra limitación –en el mal que hay, que aun reside en nosotros- nosotros no podemos verlo así, así lo ve sólo Dios. De tal forma se cae en la simplificación infantil o la alegoría, como en el caso ejemplar de “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, obra maestra de un autor protestante. En esta película de Batman se hace esa tajante división al final, pero también con respecto a la relación Guasón-Batman. Batman, se nos termina diciendo, ha de negarse como héroe para seguir siendo bueno, para no corromperse. El mal, como sabemos, el diablo, no nos simplifica las cosas, no aparece con cuernos y un tridente, o vestido de payaso, sino que se presenta en esta vida como un hombre respetable y atrayente. Si el Guasón encarna el mal, como se dice en una crítica que leímos, ¿por qué o para qué Batman le salva al final la vida?2
Una pregunta que debemos hacernos es, al pensar sobre el mal en una película, ¿cuál es el bien? ¿Y cuál es el orden que el caos –en este caso representado por el Guasón- desordena? Segunda pregunta, y en relación a lo dicho anteriormente: ¿cuál es el bien en esta película capaz de ver el mal de esa manera, como intrínsecamente es? Esto podemos referirlo en el siguiente ítem.
Orden, ¿cuál orden?
El Guasón se define a sí mismo –otro error de la película: un personaje nunca debe explicarse a sí mismo en una película, eso corre por cuenta del espectador- como el caos o la anarquía, dispuesto a destruir el orden de los “maniobreros”, como llama a los que deciden las cosas en “Ciudad Gótica”. Por ese lado, el personaje en sí –si no hubiese hablado tanto de sí mismo- se tornaría un misterio. Pero misterio a ser vencido por otro mayor, el de un orden que al fin debe imponerse. ¿Qué orden se impone al final? Hay que ver la ciudad que se muestra para entenderlo: una ciudad de grandes rascacielos modernos, con muchos bancos que ahora, presos los mafiosos chinos e italianos, vuelven a manos de sus legítimos dueños. (¿Serán los banqueros los que han financiado esta película, nos preguntamos ahora, ya que quedan tan bien parados, al igual que los políticos, que brillan por su ausencia?).
Por otra parte, en la escena final, Batman y el policía “bueno” Gordon se muestran ambos maniobreros, decidiendo qué verdad deben conocer los habitantes de la ciudad y cuál no. Si el Guasón viene a representar el “nihilismo” que descoloca el orden hipócrita de la ciudad, encarnado en Harvey Dent –que en realidad es el menos hipócrita de todos-, Batman, ¿qué hace? Para no despertar a la sociedad –al parecer ahora limpia del mal- deja que se siga creyendo que las cosas son de un solo color, como el lado bueno de Dent, y él asume para sí ese lado oscuro al que se debe combatir. Se erige en chivo expiatorio, pero, como se sabe, el chivo expiatorio no se elige a sí mismo. ¿Se trata al final de una simulación para que todo siga “normal”? ¿Era el Guasón el único problema?
La película, absolutamente rebuscada, da muchas vueltas para llegar a proponer, en un final sentencioso, que el Bien es el “sacrificio” de un hombre disfrazado para carnavales, que Batman deja su reputación de “héroe” para transformarse en un “protector oscuro” o “caballero de la noche”. ¿Lo hace por caridad o por una cuestión de justicia? Su caridad se ubica en el plano intrascendente, ya que 1) piensa que al saberse el mal que hubo en Harvey Dent, los mafiosos presos podrían ser liberados, allí rige el criterio de “justicia”, bien que a costa de la verdad, y 2) Batman piensa que es mejor dejar caer la reputación de bueno de Dent, por lo cual no le interesa el alma del difunto (nadie allí tiene Dios, excepto una mujer que se persigna en una lancha) sino lo que aquí abajo se piense de él. Es como si los Evangelios hubiesen ocultado las negaciones de Pedro, para presentarlo intachable. Batman dice que Dent es “el héroe que la ciudad necesita”, con lo cual da a entender que el heroísmo es una cosa turbia y adocenada con la fantasía de los hombres. Es lo que se llama “inexactitudes a designio” o la implantación de una historia oficial.
La caridad con respecto al Guasón hubiese sido mucho antes encadenarlo y ejecutarlo para que no siga haciendo daño –y antes mandarle un cura exorcista para tratar de salvar su alma, si tal cosa fuere posible-, no dejarlo escapar una y otra vez y luego salvarlo para encerrarlo en un manicomio de por vida. Desde luego, pudo habérselo salvado –en la película- para hacer de éste un símbolo del mal que siempre habrá de estar en el mundo (como solía hacer en su cine Carpenter), pero frente a tamaño poder del mal, qué inoperante y pequeño es el bien que se muestra. Batman se muestra, a lo largo de la película, muy fachero y super-tecnologizado, pero ciertamente inútil.
Aunque, a decir verdad, la culpa la tienen los rebusques interminables del director y guionista.
Digamos también, y de paso, que este film confirma el mayor problema con que cuenta el cine, cual es su incapacidad para saber representar el bien. Aquí se presenta al mal corruptor como inevitable, a menos que uno se ubique al margen, con reputación de malhechor. Lo cual viene a ser una sustitución del combate cristiano contra el mundo.
¿Un caballero?
“El cristianismo triunfó en su empresa de convertir al bandido en un héroe”-al aventurero en un caballero-escribió Leopoldo Lugones” (P.Castellani)
¿Hace esto también la película? No, porque no convierte al bandido en un héroe –ya que éste muere en realidad, como bandido (Dent)- y el héroe se finge bandido para la sociedad (Batman). Y no convierte al aventurero en un caballero, pues no hay caballero sin un orden cristiano o un sentido cristiano de la vida. ¿Cuál es el ideal de Batman? ¿Es acaso la verdad, es la justicia? La justicia entendida o ligada a una moral laica cuyo mayor crimen es matar. ¿Se va al último lugar y pone la otra mejilla? Debería hacerlo sin disfraces. ¿Venderá todo para dárselo a los pobres? ¿Combatirá ahora a los usureros? No. Fíjense la clase de idealidad que nos propone este cine.
La palabra caballero conserva aún hoy día –en que ya no hay caballeros en el sentido estricto- un tinte de honor. Pero la caballería surgió al transformar el orden cristiano a los bárbaros en justicieros. Decía Castellani que los caballeros cristianos defendían el orden, y lo defendían haciendo justicia, con la fuerza, con la violencia cuando era necesario. Pero esa violencia no se hacía en defensa propia sino de una ciudad o comunidad. Ahora bien, hay en la actitud de Batman –y de los super-héroes en general- una moral que es moralina, una moral que se asusta de la propia violencia esgrimida, por eso no usan armas. Así, de haber combatido al mal con las armas, Batman podría haber acabado con el Jocker antes de que éste matara a cientos de personas. ¿No es extraño este “caballero Light”, que en pleno siglo XXI se pelea a trompadas con feroces adversarios? Sí, podrá decirse que actúa fuera de la ley, pero su lógica es estúpida y, en definitiva, le da ventajas al enemigo, no sólo suyo, sino de su comunidad. Es la “caballerosidad” mal entendida, más bien en el sentido de “gentleman”, palabra que horadaba los oídos de los tres chiflados cuando alguien se las mencionaba.
Matar, no. Mentir, sí.
Tuve oportunidad de volver a ver, recientemente, una de las mejores películas de un director bastante impersonal y de los más prolíficos de Hollywood, como fue el húngaro Michael Curtiz, conocido por “Casablanca”, uno de los extranjeros que mejor se adaptó a la mentalidad liberal norteamericana. La película se titula “Ángeles con caras sucias” (1938), y su argumento puede resumirse así: dos chicos de la calle que andan siempre juntos son perseguidos por un policía, por algún delito o travesura cometida. Uno de los chicos logra saltar una cerca y escapa; el otro no puede y es atrapado por el policía. Con los años, el primero se hace cura, y el segundo, criminal. Es la época de los gángsters de Chicago. El cura intenta ganarse a los chicos de la calle, los de ahora, pero éstos admiran las andanzas de Rocky Sullivan, el criminal que fuera amigo del cura. Este Rocky es un tipo violento, temerario, desafiante, malevo, indomable. Hasta que una traición de su banda hace que caiga. Es juzgado y condenado a la silla eléctrica. Se presenta el cura para ver a su amigo en los últimos instantes, cuando están por sacarlo de la celda. El cura le pide un favor. Le pide –ante la sorpresa del otro- que, al llegar el momento final, se acobarde, que simule hacerlo para que los chicos de la calle, que tanto lo admiran por su coraje, dejen de hacerlo. El otro se niega rotundamente, y camina desafiante –hasta pegándole a un policía- hacia la silla eléctrica. Pero entonces, en el último instante se escuchan sus gritos y lloriqueos. Ha hecho lo que quería el cura, que mira ahora emocionado hacia arriba. Corte y escena final: el cura junto a los chicos de la calle en un sótano donde éstos suelen reunirse. Los chicos leen en la portada de un diario la muerte cobarde de Rocky. Un chico le pregunta al cura, que estuvo junto a él, si fue así. El cura pone cara de circunstancia y dice que sí, que Rocky murió como un cobarde. El cura sube hacia la calle seguido de los chicos, decepcionados. Fin.
Si la trama es muy interesante, podrá advertirse lo ingeniosamente rebuscado que es el final, donde el fin justifica los medios y el cura abiertamente mente. Porque está claro que el sacerdote pudo haberle pedido a su amigo –no tanto como amigo sino como cristiano- que se reconcilie con Dios, que confiese sus pecados, ofrecerle el perdón de Dios, cosa que nunca hizo. Puede pensarse que la propuesta que le hizo logró que el criminal, en un acto de caridad, ayudara a los chicos y salvara su alma. Pero, ¿y si resulta que se acobardó de verdad? ¿Y acaso no hubiese sido mejor ejemplo el de que se arrepintiese de sus pecados y tuviese una buena muerte, muriendo como cristiano? Y preguntamos, ¿qué derecho tenía el cura a quitarle al otro la buena obra y el buen ejemplo que pudo haber dado en su momento final? Esta clase de retorcimientos para acomodar un buen final mediante medios ilícitos es lo que también tenemos en el final de este “Batman”. Pero recordemos también el final de otro film, que alguien podría traernos ahora, para ver las diferencias. En “El hombre que mató a Liberty Valance” de John Ford (1962), uno de los protagonistas James Stewart (el otro era John Wayne), cuenta en su vejez a unos periodistas la verdadera historia de su vida. Todo el mundo ha creído siempre que él fue “el hombre que mató a Liberty Valance”, pero en realidad el que lo mató fue Wayne. Al terminar la entrevista, el periodista toma las cuartillas donde anotó todo y las rompe en pedazos, diciéndole la inolvidable frase: “Esto es el Oeste. Cuando una leyenda se hace un hecho, publica la leyenda.” Una leyenda que Stewart debe soportar una y otra vez sin que le agrade. Aquí se ve cómo la historia no es siempre exactamente como la conocemos, pero en este caso el protagonista de la historia no quiere negarla, el que manipula los datos reales es el periodista. En lo que es un final triste y desencantado en una de sus mejores películas, Ford cuenta las cosas como se han dado, mas él circunscribe el hecho a las “leyendas del Oeste”, no a que haya cosas “más importantes que la verdad” (aunque haya dicho en una entrevista que eso es lo que le conviene al país, señalando indirecta y amargamente que, al fin y al cabo, los EE.UU. es una Nación sin héroes verdaderos, algo terrible si se piensa bien).
Lo mismo sucedía en el final de “La sombra de una duda” (1941), de Hitchcock. Allí muere un villano al que todos conmemoran y celebran como si hubiese sido un hombre de bien (especialmente notorio es el despiste del pastor protestante, algo bien hitchcoquiano). Sólo dos personas saben que ese hombre era un asesino, las que contemplan tristes cómo y con qué facilidad los hombres son engañados. Allí se muestra que muchas veces las cosas no son lo que parecen y que tendemos a decidir sobre los otros muy rápida e interesadamente. Pero no hay allí, por parte de los protagonistas, como tampoco en el film de Ford, una manipulación de la verdad o de los hechos. Hay una resignación que deviene, antes que nada, de comprobar cómo les cuesta a los hombres aceptar la verdad.
En “Batman” éste dice al final una frase tremenda: “hay algo más importante que la verdad”. Por lo tanto, se promueve una “historia oficial” apta para todo público. Pero entonces, ¿es posible una sociedad edificada sobre la verdad a medias? Este principio liberal viene de muy lejos, claro está, y podría escribirse un tratado acerca de la simulación o la doblez. Pero el lector podrá darse cuenta que el primero que indujo a obtener los fines buenos por métodos malos fue el diablo a nuestros primeros padres. Lo mismo pasa con la búsqueda de la “paz” a través del “ecumenismo” religioso. Larga es su historia, pero tal vez sea el cine quien más ha logrado hacer creer al hombre ese absurdo, el de querer ser un dios, pues todos sabemos que sólo Dios puede sacar bien del mal, y a nosotros no nos está permitido. Ejemplo evidente tuvimos cuando, tras el ruido ocasionado por la blasfema “La última tentación de Cristo”, los títeres de la “cultura” defendieron la posición de Scorsese de querer disculpar y hasta ensalzar a Judas, quien, según ellos, tuvo licitud en querer lograr un bien traicionando a Cristo.
Esta simulación e impostura –que, repito, no tocaré aquí sino por arriba- puede observarse cada vez más, así sea en el cine norteamericano (qué quieren, con el ejemplo de Bush y su “guerra preventiva”), pero también en el cine argentino, por caso la bochornosa y anti-católica “El hijo de la novia”, o, en televisión, la exitosísima serie “Los simuladores”.
En el caso de los super-héroes, éstos funcionan mediante el principio constante de la simulación: fingen ser unos hombres comunes y corrientes –generalmente con mucha plata- y se disfrazan, ridículamente, para ejercer sus poderes –siempre benéficos. Aquí vemos este otro tema: no son capaces de unir en una persona la humildad, la sencillez, la debilidad, con el poder de hacer bien. ¿Por qué? Porque en el cristiano, “vaso de barro”, débil y pequeño, Dios hace grandes cosas, a través de ellos. En cambio, en los super-héroes Dios no interviene. El poder, la habilidad salen de sí mismos, poder incompatible con el desenvolvimiento cotidiano de sus tareas.
Son, los super-héroes, parodias, porque guardan de los otros esa supuesta “interioridad” que en realidad no es tal. El espectador vulgar, el hombre-masa, se identifica con esa dualidad porque –vicariamente a través del super-héroe- él se imagina que puede poseer una personalidad oculta e interesante. El hombre mediocre y prosaico se regocija con los super-héroes porque de tal forma su propio ego queda siempre a salvo, debido a que estos héroes viven sólo en la pantalla y no le proponen ningún tipo de imitación. El mediocre no quiere tener héroes, por la simple y sencilla razón de que él no desea serlo ni desea que nadie le recuerde su mediocridad. Ha ocurrido con el nefasto Che Guevara, que, para exculparse, el burgués le rinde pleitesía como si fuera un super-héroe: no lo venerarían si aquel estuviera vivo para interpelarlos. Se entiende entonces que no corre riesgos el apetito de igualdad del espectador ante lo que se le muestra, porque eso es sólo una película y los personajes absolutamente ficticios.
La pérdida del Héroe
Esta película viene a formar parte de una tendencia cada vez más explícita en el cine, y en todas las manifestaciones culturales, pero fundamentalmente en el cine, donde su poder de expresión dota a los héroes –que son arquetipos- de un mayor nivel de influencia sobre los espectadores. Me refiero al desprecio, la ridiculización o la negación del Héroe.
Hemos pasado de un cine clásico donde convivían dos vertientes, el héroe que se hace complicadamente a lo largo de la trama y el héroe que lo era a priori, per se, un héroe que participaba –el segundo- de un programa maniqueo. Más tarde se consiguió ridiculizar el heroísmo mediante los grotescos super-héroes, héroes de cartón, de pacotilla. Los héroes peleaban contra monstruos (o contra malvados que eran como monstruos). Luego los monstruos fueron adquiriendo mayor protagonismo en los films, hasta llegar a hacerse simpáticos. Hoy, los monstruos han pasado a ser los héroes o los personajes más atractivos de las películas (“Hellboy” es el caso más evidente, un ser demoníaco que viene a “salvarnos”).
Aquellas películas de Clint Eastwood sobre Iwo-Jima, especialmente la versión norteamericana, dejaban en claro que ya no había héroes. Pero lo de Eastwood no era una crítica lúcida al sistema democrático, sino el estertor del cínico desenfado de quien sólo cree en sí mismo. No hace mucho leímos la declaración de un rabino argentino, Daniel Goldman, donde decía: “La historia no se hace con héroes, sino desde lo cotidiano y desde aportes humildes que cambian la realidad”. Recuérdese que ya hace muchos años un cantautor izquierdista decía en una canción que deseaba no sean necesarios “más héroes ni más milagros”. Parece que la democracia lo consiguió.
Batman no sólo no desea ser un héroe, sino que nos dice que no hay héroes y que, por consiguiente, aquellos a los que el público les otorga esa categoría deben ser tomados por tales. (Dent, además, sería un héroe porque no combate con armas en la mano, sino con la Ley) Pero lo peor del caso es el fatalismo por el que se asume la inevitable corrupción moral del hombre. Por ello el “Guasón” ha podido tener más poder que Batman, quien, por otra parte, es imitado absurdamente por sus “fans”, a los que les dice que sólo él puede hacer lo que hace. En definitiva, es un arquetipo inimitable en ningún sentido, lo cual de por sí es un contrasentido. La desesperanza de la película corre pareja con su despliegue soberbio e inundación constante de explosiones espectaculares y el frenesí de máquinas y persecuciones. Acaso esta acostumbrada parafernalia se deba a que hay que disimular mediante la técnica y las acrobacias que los actores de hoy ya no son tan hombres como los de 50 años atrás, y por sí solos incapaces de parecer héroes.
“No pierdas tu camino”
Esta frase se la dice el personaje interpretado por Al Pacino a la actriz Hilary Swank al terminar la película “Noches blancas” de Nolan. Allí, además de mostrar con inteligencia la lucha entre el bien y el mal en el policía, y de mostrar un malvado excelente –el siempre bueno de Robin Williams-, se escucha esta frase que parece un consejo dado tanto para la actriz misma –luego cayendo con películas horribles como “Million Dólar Baby” de Eastwood o “La dalia negra” de De Palma-, pero también para el propio director de la película. Sucede que allí, lo que le pide el moribundo Pacino es que ella no destruya una evidencia que esclarecería la verdad respecto de algo malo que hizo él mismo. Allí se apuesta claramente por la verdad. Al final de “Batman”, en cambio, se hace lo contrario. Está muy claro.
Alguien podría pensar que, no tratándose de un film religioso o de contenido católico, no deberíamos juzgarlo desde tal lugar. Pero eso es un error. El catolicismo no es un traje que se pone y se saca cuando uno quiere para colgarlo en el ropero. Uno es católico siempre, y debe serlo para no caer en el error y para que a uno no le vendan “gato por liebre” u otros sustitutos de la idea de la redención y el sacrificio. Si el film tiene algún valor, debe ser rescatado, pero asumiendo la jerarquía de valores. Cuando algo no está con la verdad hay que afirmarlo con fuerza. Esta película habla del bien y del mal, de moral, de esperanza y salvación, pero lo hace desde un lugar que no es el nuestro. En estos tiempos de confusión conviene esclarecer en cuanto está de nuestra parte. La película afirma que: 1) “el fin justifica los medios” (por eso Batman al estilo sionista secuestra a un chino en Hong Kong para llevarlo a su país, o espía mediante un sofisticado equipo –que aparentemente era usado por el gobierno- a todos los ciudadanos de “Ciudad Gótica”, pero, eso sí: se opone a la pena de muerte). 2) Ya no hay héroes de verdad (y aparentemente, tampoco malos, porque Batman termina asumiendo ese papel en el final), y 3) es un film que muestra que Dios no interviene en el mundo, por lo tanto, careciendo la vida de misterio, éste es aportado por toda la parafernalia oscura que despliega Batman a su alrededor.
1 Algunos se toman la molestia de aclarar que no es un super-héroe, porque no tiene “super-poderes” –como otrora el Mingo Cavallo-. Entonces debería llamársele, con toda propiedad, “disfrazado-héroe”. Ahora nos venimos a enterar, al terminar esta película, que tampoco hay que llamarlo “héroe”, sino “caballero”, no andante, sino “de la noche”, o más propiamente, de la “oscuridad”…
2 Hemos visto recientemente en los diarios unas fotografías que vienen a confirmar nuestra mirada sobre este asunto. Se trata de un documental y los informes acerca de la tortura que los norteamericanos infligían a los iraquíes en la cárcel militar de Abu Ghraib. Destaca la imagen de la joven y bella Sabrina Harman, que con crueldad inaudita y esbozando una limpia sonrisa, levanta el pulgar junto a un prisionero muerto. La imagen de esta chica es la de tantas películas yanquis que nos vendieron como la “heroína” de los films de aventuras, donde los malvados eran siempre hombres de rostro feo, desperfecto, oscuro y, muchas veces, árabes. La realidad es muy otra. El mal adopta frecuentemente la apariencia del bien y la belleza; la cara que nos muestran estas fotografías horrendas es la cara de la “Democracy” que los yanquis se encargan de vender e imponer en todo el mundo. De allí que hay sólo dos caminos para una verdadera forma de mostrar el mal en el cine: el camino a lo Hitchcock, o el camino de “El Señor de los anillos”, sólo que este último es más fácil de corromper y adulterar si no se tiene detrás una firme mirada cristiana, cosa hoy casi inexistente.