Director: Luis J. Moglia Barth - 1940
UN PRECURSOR DEL “CHE” GUEVARA
“Era un hombre que llevaba la desesperación a flor de piel...por un odio impotente contra el mundo...por el desengaño del hombre”, esto que leí en alguna parte sobre el hoy idolatrado “Che” podría decirse sobre el protagonista de esta película, Salvador Di Pietro, anarquista, libertario o “librepensador”, como se define enfáticamente ante un comisario de policía. Es un personaje fanático, marcado ya desde la cuna por su padre también rebelde, que lo signa o “bautiza” con sangre, literalmente, y lo llama Salvador, mas invirtiendo el sentido del mismo, ya que nuestro Salvador dio la vida por nosotros, y éste, en cambio, quita la vida a los demás para “salvarnos”, sin traer al final sino la ruina para muchos.
En alguno de sus libros Enrique Díaz Araujo dice: “Aún en el plano más degradado, la inteligencia siempre precede a la voluntad: la ilumina, la guía al señalarle la verdad, o al contrario, la enceguece y turba conduciéndola a la destrucción, por el enceguecimiento del error”. Esto es lo que se ve claramente en esta película, pues el revolucionario, para ser consecuente con sus ideas descarriadas, termina mintiendo, robando y finalmente asesinando. Eso o el acomodo con el mundo, pues su horizonte no tiene cielo ni es trascendente, sino que aquí abajo se acaba.
Moglia Barth (y sus guionistas Homero Manzi y Ulises Petit de Murat), inteligentemente, muestra las contradicciones y complejidades del personaje, y también su atractivo, que por supuesto lo tiene, de manera desapasionada, dejando en todo caso que los personajes se salven o se condenen solos. Formidable el cruce de géneros que propone, en lo que comienza siendo un film “social” o “político” y termina en el más puro policial o film de “gángsters” al estilo Scarface, a quien se menta en la fachada de un cine donde la proyectan y al cual Di Pietro y su banda van a robar. Tal es la influencia de aquella película de Howard Hawks que incluye ésta una hermana del protagonista (en realidad hermanastra), derivando casi en el incesto. Ella lo idolatra a él porque “es un hombre”, con esa clase de admiración imberbe y ciega de los adolescentes o los que buscan en otro (hoy puede ser el “Che” o un rockero cualquiera, es lo mismo) esa dependencia que es nuestra característica, sólo que ésta busca olvidar la propia culpa, el estado de criatura caída.
Otro rasgo muy de la época en nuestro cine –y que también estaba en Scarface- es el humor, mediante uno o dos personajes chambones que humanizan a los criminales y bajan un poco las tensiones y la seriedad de muerte del protagonista. Sebastián Chiola cae perfecto (mucho mejor de lo que podría haber sido, por ejemplo, un José Gola) en este papel de Di Pietro –lo recordamos en el inflexible y al final claudicante inspector de Historia de una noche-, intransigente, idealista, arrojado, duro, inflexible, violento, y finalmente doblado y superado por las circunstancias.
Sin dudas lo mejor de ese mediano director –un cuasi-Romero- como fue Moglia Barth, el pionero del sonoro cine argentino. Así debería filmarse la vida, casi así, de Ernesto “Che” Guevara. Para finalizar, estas palabras de Gueydan de Roussel: “A la “Veritas liberabit vos” se substituyó el “Homo liberabit vos”. Ahora bien, en el nombre del hombre sin la imagen de Dios todos los crímenes, fraudes y mentiras son permitidos.(...) El moderno libertador es un gangster, un criminal”.