“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

jueves, 25 de junio de 2009

CRITICA



LA GUERRA DE LOS MUNDOS
Director: Steven Spielberg - 2005


CONOZCA A SU ENEMIGO
(O, en el reino de la cantidad, el nihilista esparce las bacterias de su enfermedad mediante lo que aparenta ser cine)


Cuando hablamos de enemigo, claro está, no nos referimos a esos inexistentes monstruos venidos del espacio, sino a los Spielberg de este mundo, enemigos del cine y del arte y, como es posible comprobar en esta película, enemigo del Cristianismo. Si este es un film imbécil al por mayor, ¿por qué ocuparnos de él? Tal vez porque es un signo de los tiempos y sirve para comprender una determinada mentalidad que cabe inscribir, sin lugar a dudas, en aquellos rasgos distintivos que, para Castellani, constituían la literatura de pesadilla, a saber:

1. Son libros [películas] contra la esperanza.
2. No tienen sentido.
3. Carecen de resolución.

Diremos primero, para resumir lo que Spielberg es, que se trata de un director que nunca creció intelectualmente más allá de los once o doce años de edad; todo su cine está hecho para tal mentalidad infantil y para un público ídem, lo que lo vuelve más detestable, porque amamos a los niños, pero mientras lo son. Algún crítico aventuró que este film es un drama familiar sobre la responsabilidad de ser padre. Pero precisamente el error de Spielberg es que siempre mira la “familia” (que aquí no es tal, sino que ya da por aceptada la validez del divorcio) con la mirada de un niño y no de un padre. Incapaz de identificarse con este último (a pesar de serlo en su vida), la figura paterna en sus films es inconvincente, cuando no directamente achiquilinada.

Otra característica de este director es la fascinación por lo gigante, el gigantismo. Esta obsesión oculta muy bien su incapacidad para realizar un film donde los conflictos sean interpersonales, y no entre monstruos y hombres-niños. Un tiburón gigante, un camión inmenso contra un auto, platos voladores, dinosaurios, la inmensidad prepotente de la guerra y ahora esto, todo exacerbado con la inclusión de muy impresionantes pero abrumadores efectos especiales. Tanto los usa y tanto los muestra (como un chico con juguete nuevo) que el espectador termina no creyendo en ellos, o al fin exclamando: “qué bien hecho que está”. Desde luego, Spielberg se mueve como pez (o tiburón) en el agua en el reino de la cantidad –incluyendo la cantidad de dinero que ese tipo de cine le permite empalar. Y esto es así porque Spielberg tiene un ídolo: la tecnología. Y ese ídolo le ha dado todo lo que puede dar: gloria, fama, riquezas, honores, premios. Pero le ha quitado a cambio el poder ser un hombre. Por eso su cine no conmueve, no emociona, a lo más estremece con sus prodigios digitales. Y por eso el hombre de la multitud lo acepta y lo aplaude, porque no desea otra cosa que prodigios que confirmen su propia idolatría de la técnica o “ciencia” modernas. Spielberg, como aquel hombre de la multitud, no cree en la grandeza, sino en la enormidad. No en la trascendencia y el misterio, pues como verdadero mercachifles que es pone toda la mercadería en la vidriera, haciendo del cine algo por demás evidente y obvio, representando así lo peor del llamado cine hollywoodense. Un crítico que ampulosamente lo califica de genio nos da involuntariamente la pista del cine de Spielberg, al decir que “el film es efectivo porque traslada a la platea de manera cabal ese terreno de arenas movedizas sobre el que se conducen los protagonistas”.

“Literatura enferma”, es aquella que describía Castellani. Este cine enfermo, desesperado, que nos pasea por una combinación de pánico y atrocidades que ninguno de los “críticos” que las ven en “Apocalypto” (justificadas y tomadas de la realidad histórica) fustigan acá; nos lleva finalmente a este increíble resultado: los héroes de esta película son...las bacterias. Porque al fin y al cabo ese final de publicista lo muestra a Cruise como el gran héroe que no fue.(Amigos, fíjense bien: hemos pasado de referir una película donde la Providencia salva al héroe –“Apocalypto”- a otro donde el azar y la biología resuelven el insoluble problema). Y, para seguir con las comparaciones –que en la estética no son odiosas sino imprescindibles-, en “Apocalypto” la mujer del protagonista estaba embarazada, y ya comentamos largamente en otro sitio su porqué, todo su sentido simbólico; acá la ex -mujer de Cruise está embarazada –de su otro marido-, ¿y cuál es su sentido? ¿Acaso la película no sería lo mismo si no lo estuviera? Cosas como estas, caprichosas, hay a montones en este “genio” de la publicidad.

Por otra parte, el film original en el que éste se basó, aquel de los años ’50, tenía una escena fundamental: antes de que los extraterrestres empiecen a morir, los protagonistas del film entran a una iglesia abarrotada –creo que protestante- y se ponen a rezar. A continuación el milagro se produce. Spielberg no sólo eliminó esa escena en su versión, sino que, bicho si los hay, lo primero que muestra al aparecer la nave extraterrestre es una iglesia que se cae a pedazos. Es, en definitiva, una burla infame toda la película, como puede comprenderse desde un primer momento, cuando la voz que narra en off de Morgan Freeman imita malamente la voz de Orson Welles.

Finalmente, digamos que el director utiliza un recurso anti-cinematográfico para enterarnos de la resolución de la historia, sin la cual no se comprendería: alguien, la voz en off, debe contárnoslo para comprenderlo, y ni siquiera es uno de los personajes del film. ¿Qué se puede hacer con películas como ésta? Impotentes de nosotros que, a enseñanza de nuestro Sacro Doctor, nos limitamos a escribir un artículo, para advertir al curioso lector que refrene su curiosidad, pues uno ya la padeció por él.