“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

domingo, 7 de junio de 2009

CRITICA



LA QUINTRALA
Dirección: Hugo del Carril – 1953

LA MALVADA
(O de cómo el mal se destaca mejor en una sociedad que no lo promueve)


Decir Hugo del Carril, para muchos, es decir “La aguas bajan turbias”, es decir marcha peronista, es decir tango. Pero hay un Hugo del Carril que nunca se ha destacado como es debido, y es el más destacable: el gran director de cine.

Lejos de la espontaneidad en bruto de un Favio o de los rebusques insulsos y aburridos de un Torre Nilsson, por citar dos medianos realizadores siempre exaltados por la crítica vernácula, Hugo del Carril se formó y pertenece a lo más granado de nuestro cine clásico, aquel de Soffici, Romero, Christensen, Saslavsky, Schlieper, Tinayre, Mugica, Chenal y Moglia Barth. Y se advierte en sus films, especialmente en éste, su estudio de los grandes directores de cine del mundo. Hay una clara autoconciencia en su puesta en escena de haber pesado y medido cada elección de encuadre, cada movimiento de cámara, la organización de cada escena.

Realizador de grandes films como “Más allá del olvido” (acaso la mejor película argentina de todos los tiempos), “Culpable”, “Amorina” o esta “La Quintrala”, ha sabido además (en nuestro cine, emparentado con Soffici) dotar de emoción a sus films, de una intensidad que se agrega a la admiración por el estilo. “La Quintrala” parece por momentos un film de Ford, por momentos uno de Welles, en otros de Eisenstein. Pero es un del Carril. Su historia podría haber sido filmada por Christensen, tranquilamente. Pero el estatismo de este último, su casi absoluta dependencia de los decorados y los actores, no le hubieran dado a esta historia esa intensidad y ese ritmo que conecta el mal con el bien, en sus distintos ambientes y personajes, hecho posible mediante los movimientos de cámara o el seguimiento de los personajes; la reiteración de ciertos planos de la ciudad (Santiago de Chile en el siglo XVII); los planos en contrapicado, que magnifican los atributos no visibles de los personajes; el uso dramático de la música en los momentos exactos.

Del Carril, no tiene nada de afectado y, cuando de moralizar se trata, no cae en el trazo grueso y obvio (véase, por ej. “María Magdalena” de Christensen). El personaje interpretado por Ana María Lynch (que, desgraciadamente, tuvo en la vida real al propio Hugo entre sus víctimas) es uno de los más pérfidos y mejor logrados de malvadas en nuestro cine. Desde el comienzo sabemos lo que esa mujer es, desde la primera toma. Y eso es así porque en aquella sociedad, todavía cristiana, el mal era ostensible (en estos casos extremos) y evidente. Y condenado, más que nada por su contraposición: el fraile humilde y devoto de quien ella se “enamora”.

¿Y qué decir del terremoto del final? ¿Cuándo y con qué mejor sentido se vio una cosa semejante en nuestro cine? Esta es una película única, ninguna se le parece, ninguna se le acerca, es una de las grandes joyas de nuestro aun desconocido y olvidado cine clásico. Y por eso su copia no se restaura ni se exhibe ni edita como es debido. Así nos va.