No podemos rescatar a alguien si antes no somos rescatados (por el único Redentor). |
martes, 13 de septiembre de 2011
ALFRED HITCHCOCK - VERTIGO
Alfred Hitchcock: Vértigo
Alfred Hitchcock es el más famoso y el más desconocido de los directores de cine. Que tal paradoja no es infrecuente nos lo recuerda el ilustre caso de Charles Foster Kane y su añorado trineo. Sin embargo, “el lado oculto del genio” no se encuentra husmeando en macabras confidencias de alucinados biógrafos, ni en reveladoras, enigmáticas y postreras palabras. Alfred Hitchcock, como todo gran artista, se reveló de forma indirecta en su obra; una obra que no tuvo por fin revelar a Alfred Hitchcock. Su fin fue revelarnos a nosotros mismos, en tanto que espectadores en el cine y en la vida.
Nacido en un suburbio de Londres un 13 de agosto de 1899 en el seno de una familia católica (decir católica practicante era casi una redundancia por entonces), y esto en una Inglaterra donde esta condición era vista, como afirmara el mismo Hitchcock, como una especie de excentricidad; la estricta educación de los jesuitas (cuando todavía eran católicos), y la estricta educación de sus padres lo marcaron para siempre. Asuntos nada fútiles como el bien y el mal, el pecado original y el sentido del orden, más allá de su elección deliberada o no, aflorarían en su visión del mundo film tras film, acendrando su mirada que no es otra cosa que su estilo. El sentido del humor –muy, demasiado inglés- reportaría asimismo en sus films donde la aventura física habría de tornarse metafísica, y la persecución, y los enigmas, sendos móviles para descubrir al hombre, criatura caída y fascinante cuyo sino es la lucha.
Apodado por expendedores de noticias como “el mago del suspenso”, ya famoso y en la mitad de su carrera recaló en “la meca del cine” llamada Hollywood, donde lo extraordinario estaba a la orden del día, y el suceso comercial era ganancia de respeto, no así de prestigio. Es sabido que nunca le fue concedida la famosa estatuilla denominada Oscar, especie de canonización profana. Tal vez la falta de una corriente crítica seria abonó la posterior caída de Hollywood, que de maestros sólo “entretenedores” pasó a tener “artistas” que ya no entretenían.
Dieciocho años después, a los cincuenta y ocho de edad, llegaría a la cumbre de su obra, sin que críticos ni espectadores se enterasen. “Vértigo” es hoy un clásico, como lo son “Macbeth”, “Antígona” o “Ligeia”. Los que se dan por enterados en gran parte explican su fascinación del mismo modo que Scottie, el protagonista, padece la suya. Los que aún no se han enterado de que existe “Vértigo” arguyen cronológicamente su desinterés o desatino; tal vez piensen que es mejor que pasen doscientos años para darse a afirmaciones que hoy parecen temerarias.
Alguna vez escribió Nicolás Berdiaev que el cristianismo era una religión del rescate. El cine –es decir, el cine norteamericano- siempre lo supo. En el buen sentido y en el sentido siniestro que fagocita aquello que antes ha falsificado. Así que si Griffith –hasta decir basta- o Ford –con sus “The searchers” y “La diligencia”- dieron forma al sentido diestro, mientras que muchos otros –a veces inclusive Griffith y Ford, contradictorios- ajustaron sus rescates al liberalismo norteamericano, ya sea con sus marines o sus puntuales tropas de caballería, en los últimos años se ha hecho más ostensible que el rescate es la salvación que el hombre le concede al hombre, y los salvadores encarnan en el pueblo elegido (USA) o en figuras superheroicas de poderes sobrenaturales. Desde “Rescatando al soldado Ryan” o la saga de “Terminator” hasta “Superman” o “Hellboy”, los salvadores son legión. En estos últimos tiempos, más allá del cine, el rescatista o salvador ha encarnado periodísticamente en la figura de la Federal Reserve, que tiende su mano bienhechora a una Nación a la que antes ha colocado en el pozo (el pozo de la iniquidad, para decirlo en el lenguaje tétrico de los films de horror). Excepciones excepcionales en el cine de los últimos años han sido “Apocalypto” y “La Pasión de Cristo”, películas evidentemente católicas hasta la médula. Católicas como las de Alfred Hitchcock, pero de muy otra manera.
En “Vértigo”, el demonio -Gavin Elster- sabe cómo tentar y perder a un hombre. Primero, conoce a aquel a quien desea engañar. Sabe que el hombre se mueve hacia un fin, y que ese fin que busca es algo que reconoce como un bien, pero, criatura caída como es, no puede por sí mismo –con su “libre interpretación” de la realidad- descubrir la verdad o falsía de lo que tiene enfrente. Segundo: sabe que Scottie (James Stewart, en una de las mejores interpretaciones del cine de todos los tiempos) como todo buen caballero, ha de ir al rescate de aquella a quien ha hecho su “dama”, en este caso Madeleine (Kim Novak en manos de Hitchcock). El demonio, mentiroso siempre, urde una fantasía con retazos de verdad que el Quijote degradado de Scottie contribuye a hacer realidad: la locura queda entonces a un paso de aquel iluso que soporta solo el peso de la culpa sin la espera de un Redentor. Hoy el caballero es un detective que persigue a una misteriosa dama que en realidad apenas es una zafia hembra, que en el fondo, aunque no se dé cuenta, desea ser rescatada simplemente como mujer. Pero hoy no son posibles las hazañas del caballero ni las hazañas del Quijote porque, evidentemente, la sociedad no es cristiana. Hoy no hay sino rescates del cuerpo, no del alma...Salvo cuando osa intervenir la divina Providencia, que espera en silencio y demanda una respuesta del hombre, que acaso nunca sepa darla. En todo caso, no puede vencerse la caída original sin la gracia. Por eso a Scottie subir a la torre no le vale de nada. Excepto que entienda que esa pérdida y esa cruz son una gracia.
Hitchcock, por otra parte, rescata con su film en forma sublime aquello que nos permite el diálogo con su obra: el símbolo, en genial oposición a la alegoría. Esa forma de abordar el cine le permite darse el lujo de decirnos lo mismo que nos dice el Kempis: “Si mirares solamente a la apariencia exterior de los hombres, presto serás engañado” (L. II, Cap. VII), aunque Hitchcock, como hacedor de cine, nos lleva a descubrir la misma verdad sólo con las imágenes, sin necesidad de palabras.
El orden que se impone por sobre la imaginación descaminada triunfa además con la superación del mito pagano (Madeleine o la Esfinge de Tebas) por un misterio verdadero, trascendente, vertical, vuelto forma en la torre de una iglesia católica.
La inolvidable música de Bernard Herrmann –con reminiscencias del “Tristán” wagneriano- contribuye como pocas veces a identificar al espectador con el estado anímico del protagonista, un emotivo perdidamente enamorado que podría repetir con Bécquer en sus rimas
“Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor”.
“Vértigo” es un film sombrío, sintético, subyugante, riguroso, grande e inagotable. Probablemente el más bello film jamás realizado.
Vértigo
Director: Alfred Hitchcock – Productor: Alfred Hitchcock – Productor asociado: Herbert Coleman - Guión: Alec Coppel y Samuel Taylor, basado en la novela D’entre les morts, de Pierre Boileau y Thomas Narcejac. - Fotografía: Robert Burks - Música: Bernard Herrmann- Montaje: George Tomasini – Decorados: Hal Pereira, Henry Bumstead, Sam Comer y Frank McKelvey – Vestuario: Edith Head - Títulos: Saúl Bass – Secuencia especial: John Ferren - Intérpretes: James Stewart (John “Scottie” Ferguson), Kim Novak (Madeleine Elster y Judy Barton), Barbara Bel Geddes (Midge Wood), Tom Helmore (Gavin Elster), Henry Jones (el oficial), Raymond Bailey (el doctor), Konstantin Shayne (Pop Liebl), Ellen Corby Lee Patrick. Estudios: Paramount – Exteriores: San Francisco - Producción: Alfred Hitchcock, 1958. Distribución: Paramount. VistaVision, Tecnicolor, 120 minutos.
NOTA:
Dado que Vértigo no es una película fácil y aun puede resultar mal comprendida o peligrosa para un público no avisado (inclusive por cierto desliz liberal que cabe acotar), dejamos también aquí el enlace a otros trabajos sobre esta película, para completar su mejor apreciación y comprensión: