“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

martes, 6 de septiembre de 2011

LA DEMOCRACIA MODERNA


LA DEMOCRACIA MODERNA

Por Juan Antonio Widow
(“La democracia y sus historias”, fragmento, aparecido en Revista Roma Aeterna Nº 121, marzo 1992)


“Parece ser que la palabra democracia no fue usada, entre los siglos XIII y finales del XVIII, sino en forma erudita, para significar el régimen de multitud. Se prepara, durante ese período, el nuevo sentido con que el término se va a imponer desde las etapas finales de la Revolución francesa hasta nuestros días: el de la democracia revolucionaria o totalitaria, como la ha llamado Talmon. Pero los principales precursores de este nuevo sentido van a seguir llamando democracia sólo a la forma de gobierno que, según la clásica división, era denominada así. Rousseau, por ejemplo, la menciona en el Contrato Social sólo para decir de ella que, “de tomar el término según el rigor de su acepción, nunca ha existido verdadera democracia, y nunca existirá. Es contra el orden natural que el gran número gobierne y que el pequeño sea gobernado”. Durante los primeros años de la Revolución francesa, lo revolucionario era ser republicano; solamente con Babeuf y el Movimiento de los Iguales comienza la democracia a tomar un sesgo parecido.
¿Cuál es el nuevo sentido que va a tomar el término? ¿Cómo se prepara este nuevo sentido? Primero hay que intentar responder a la segunda parte de la pregunta, y para hacerlo debemos remontarnos a algunos inquietos teólogos del siglo XIV.
Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua son contemporáneos. Ambos participan en los conflictos entre el emperador Luis de Baviera y el Papa Juan XXII, tomando el partido del primero. Lo cual no habría tenido mayor importancia, si ambos no hubiesen apoyado a este partido con argumentos que iban a trascender los acontecimientos para convertirse en doctrinas que habrían de constituir el germen de las revoluciones modernas.
Ambos son voluntaristas, es decir, sostienen la primacía de la voluntad sobre el intelecto. Lo cual significa que, establecida la dicotomía entre las dos facultades y sobreponiéndose, como principio, el poder de la voluntad sobre el objeto de la inteligencia, éste pierde, de hecho, todo valor propio. La necesidad interna de las esencias se desvanece: lo único que puede imponer necesidad a las cosas es el poder de la voluntad. Es decir, el poder. Esto lo aplica Ockham a su explicación del problema de los universales: lo que llamamos naturaleza de las cosas no es más que una convención voluntaria. No hay nada que objetivamente responda a ello, y nada, por consiguiente, que en la realidad se imponga, a quien la observa y a quien actúa sobre ella, como lo que es o debe ser necesariamente de una manera y no de otra. Las consecuencias morales y políticas de esta doctrina se iban a hacer claras en los siglos posteriores.
Marsilio, en su obra Defensor Pacis, es el primero que define la ley como un acto de la voluntad del pueblo. “El legislador –escribe- o causa eficiente primera y propia de la ley es el pueblo, esto es, el conjunto de los ciudadanos o su parte prevalente, por su elección o voluntad expresada oralmente en la asamblea general de los ciudadanos”. Marsilio se funda, para dar esta definición –la auctoritas es importante para un profesor de la Universidad de París, y él lo era- en un texto de la Política de Aristóteles en que éste caracteriza a la democracia como el régimen en que la soberanía la tiene el pueblo: no habla el filósofo allí de la voluntad del pueblo –el concepto de voluntad aún no se distingue con claridad en los griegos-, ni tampoco sostiene que el pueblo sea, por principio, el legislador, sino sólo que es legislador en aquel régimen, sobre el cual va a expresar luego todas sus reservas. Polemista encarnizado, a Marsilio no le preocupa mucho la fidelidad a las fuentes (Aristóteles, Política, libro III, cap. 6).
Lo decisivo es que en este famoso texto del Defensor Pacis aparece por primera vez la tesis de que es la democracia el único régimen legítimo, aunque la referencia a “la parte prevalente” del pueblo –valentior pars- le va a permitir el apoyo al emperador, dejándole abierta también la posibilidad de afirmar la legitimidad de otros regímenes, a condición de que sean democráticos “en su base”, como hoy se diría. Tenemos ya presente la noción de “voluntad soberana del pueblo”, cuya más completa expresión va a ser, cuatro siglos después, la “voluntad general” de Rousseau. También está presente la referencia al “representante legítimo” de la voluntad del pueblo: es esa valentior pars, que en Rousseau será el legislador y en las concepciones ideológicas de los siglos XIX y XX el Partido.

Nuevo concepto de la “libertad”

De la primacía de la voluntad –poder puro no sometido a ley ni a norma, pues él es el principio de toda ley y de toda norma- deriva un nuevo concepto de libertad. No es ya la capacidad para asumir obligaciones y para ser fiel a ellas, sino la ausencia de obligaciones que se le impongan a la persona desde fuera de ella. Una obligación es válida únicamente si brota de la subjetividad autónoma del individuo. Cualquier finalidad o norma que trasciendan esa subjetividad no pueden tener, en cuanto tales, ningún valor de necesidad o de exigencia moral: al contrario, su imposición es lo que destruye la libertad de los hombres.
La antigua libertad, la del guerrero que es capaz de dar su vida para conservar el honor y que es también el libre albedrío, mediante el cual los Padres de La Iglesia explicaron la existencia del mérito o de la culpa en el hombre, por ser éste principio de sus actos, desparece, su existencia es negada. La libertad del hombre consiste en su autonomía, en su independencia, no en su capacidad para elegir cómo ordenar sus actos para alcanzar el fin. Se repite así una aparente paradoja que se ha dado muchas veces en la historia: la afirmación absoluta de algo lleva consigo la negación de su realidad concreta; la primacía de la voluntad sobre la razón tiene como consecuencia la negación de la voluntad como facultad por la cual el hombre es dueño de sus actos y, por lo mismo, libre en sus decisiones.
En Lutero –discípulo, según propia confesión, de Ockham- encontramos ya la negación del libre albedrío, junto a la afirmación de la otra libertad –la de la autonomía e independencia- en su tesis sobre el libre examen. Pero es en Inglaterra donde se van a desarrollar las consecuencias políticas de esta nueva doctrina. Hobbes entiende de este modo la libertad de los hombres cuando propone, en el Leviathan, que mediante un pacto renuncien a parte importante de ella, a cambio de seguridad para conservar un resto: la libertad de comprar y vender, la de fijar el lugar de la propia residencia y la de determinar la educación de los hijos. Es independencia que se cede, a cambio de mantenerla con seguridad en una porción mínima. Consiste esta independencia en que nadie habrá de fijar al hombre obligaciones. Para Locke, es en el propietario de bienes materiales donde la libertad encuentra su realidad más plena, pues el que es dueño de algo es autónomo e independiente en la búsqueda de su bien privado, único bien que le compete. El poder político se justifica, en consecuencia, sólo en la medida en que asegure las condiciones para que los particulares –los propietarios- procuren la satisfacción de sus intereses privados: “Entiendo, pues, por poder político –escribe- el derecho de hacer leyes que estén sancionadas con la pena capital y, en su consecuencia, de las sancionadas con penas menos graves, para la reglamentación y protección de la propiedad”.
Para una concepción pragmática de la política, en que lo importante es que se garantice la libertad o independencia de los individuos, poco importa la índole del régimen. Por esto, no encontramos en los autores ingleses que apoyan la Revolución de 1688 o que se inspiran en ella, la proposición de un modelo. Defienden sólo el principio o criterio para todo orden político: el de respetar la autonomía de los individuos, por ser el máximo valor en la vida de los hombres.

La democracia totalitaria

Las ideas inglesas sobre la libertad individual y su rango de principio del orden político, fueron difundidas en el continente europeo, y particularmente en Francia, por Montesquieu y por Voltaire. Allí, la exigencias del discurso racional dieron otro rostro a la libertad: en efecto, si el principio del orden social es la libertad del individuo, su autonomía, la lógica no puede aceptar que en nombre de la libertad se coarte la libertad concreta de los hombres, lo cual es inevitable desde el momento en que todo orden requiere de leyes o reglas que fijan ciertos cauces generales a la conducta, es decir, la limitan, y desde fuera de la subjetividad del individuo.
Esa misma lógica imponía, pues, la creación de una sociedad nueva, en la cual no existiera esa antinomia entre la libertad constituida en principio y la limitación sufrida por la libertad real de los hombres. El medio para crearla es un contrato por el cual, libremente, cada individuo renuncia a su libertad concreta –a su voluntad particular- para hacer propia la voluntad del cuerpo social que se crea en virtud del acto contractual: es la voluntad de un yo colectivo nuevo, que tiene unidad y vida distinta y superior a las de sus miembros. De este modo, desde que la voluntad colectiva o voluntad general –o voluntad soberana del pueblo- es la voluntad única de los ciudadanos, quienes han renunciado irrevocablemente a sus voluntades particulares, ya desaparece la antinomia señalada entre la libertad como principio y las libertades concretas: existe una sola libertad, la de la colectividad, con la cual son libres sus miembros. Lo cual es irrevocable, pues la rescisión de un contrato depende de la voluntad de las partes, y este contrato ha consistido, precisamente, en la enajenación por las partes de esta facultad.
Juan Jacobo Rousseau ha sido el autor de esta solución, con la cual se crea, según lo señala Talmon, la democracia totalitaria moderna. No es Rousseau el que la llama democracia; tampoco es el Abbé Sieyès, quien traduce en enunciados revolucionarios la doctrina de aquel. El término empieza a mostrar la fuerza con que luego se va a imponer –como ya lo he indicado- con Babeuf. Pero es Rousseau el que define sus nuevos rasgos esenciales.

La “religión democrática”

Es indudable que la situación real, en nuestro mundo contemporáneo, de lo que se llama democracia no es la proyección uniforme de determinadas ideas. Se mezclan elementos ideológicos con otros pragmáticos; a veces consiste primordialmente en un sistema de elección de gobernantes y legisladores; en otros casos tiene mayor peso el modelo ideológico de raíces rousseaunianas. Lo cual destaca un carácter de la noción actual de democracia que sí es nítido: su confusión.
Georges Burdeau ha escrito lo siguiente, en la introducción a su ensayo titulado La Democracia: ésta “es hoy una filosofía, una manera de vivir, una religión y, casi accesoriamente, una forma de gobierno”. Un tal conjunto de significados implica de suyo confusión. Para aclarar las cosas, habría que empezar por precisar y separar los términos, para dejarlos sólo con su significado propio.
La dificultad para proceder así con el término y la noción de democracia está en la inmensa carga afectiva que lleva consigo. Y esa carga se debe, principalmente, a la dimensión religiosa que la democracia ha adquirido, y que Burdeu señala: el que sea, además, una filosofía y una manera de vivir está implicado en dicha dimensión, a causa del carácter absoluto y totalizante con que se da, consciente o subconscientemente, lo religioso en el espíritu humano.
¿De dónde procede esta “religión de la democracia”, difusa e inmanente? Creo que son dos las fuentes principales del fenómeno, considerado éste según las formas que tiene desde, aproximadamente, el año 1945. La primera es lo que Tocqueville llamó “religión republicana” de los Estados Unidos. El mesianismo propio de esa religión ha existido siempre, en forma expresa o latente, desde la revolución de la independencia norteamericana. Se manifestó como mensaje de salvación para el mundo, en nuestro siglo, con los presidentes Wilson y Roosevelt. La posición adquirida por los Estados Unidos luego de la segunda guerra mundial explica, en parte, la difusión de este sello religioso de la democracia.
La otra fuente es la unión que se ha querido establecer entre democracia y cristianismo. Este intento se inicia, a comienzos de siglo, con el movimiento Le Sillon en Francia; Marc Sagnier, su conductor, proclamaba: Il faut être démocrate, la religión l’exige. Más tarde, Jacques Maritain hablará de una fe y de un credo democráticos; esta fe debe ser alimentada por la fe religiosa de cada cual y de ella debe tomar su fuerza; el Evangelio constituye “la esencia espiritual y el principio genuino de la democracia”, y los que a ella se oponen deben ser considerados como herejes.
Es obvio que estas dos fuentes de la religión democrática de nuestro siglo no constituyen la causa única del fenómeno. En toda ideología hay ya este elemento religioso inmanente, y es indudable que la democracia que se identifica con las doctrinas rousseanianas tiene un claro carácter ideológico: hasta se puede decir que es, en cierto modo, el tronco común de las ideologías que han imperado en occidente durante los últimos doscientos años.




LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS
(fragmento) Rafael Gambra



“Para España los males se desencadenaron vertiginosamente a partir de la pérdida de la unidad católica con la ley de libertad religiosa, consecuencia de la declaración Conciliar “Dignitatis Humanae”. Esta fue “la madre de todas las batallas”; lo demás es sólo su consecuencia obligada. Si se acepta la democracia moderna, en la cual toda ley nace de la voluntad humana, todo será ya posible y habrá que aceptarlo. Así, la Iglesia oficial jamás protesta hoy en nombre del honor o de la ley de Dios, sino en nombre del “humanismo”, de los derechos humanos o de la defensa de la vida.
Pero en España, antes o después, volverá a suceder como en los años treinta: una mayoría de católicos –los democristianos y cedistas- aceptaron la legalidad republicana, como medio de lucha y salvación, lo que habría de llevar por sus pasos al gobierno comunista del Dr. Negrín. Otros, en cambio, como Fal Conde y los navarros, prepararon voluntarios y armas por si, como sucedió, llegaran a ser necesarios.
El esfuerzo de tantos héroes y mártires hará que en España no se pierda definitivamente el norte de la verdad y la posibilidad de reconquista. En el norte de África la invasión árabe del siglo VII islamizó el territorio, e islamizado sigue. En España, en cambio, hubo un don Pelayo y un San Fernando, una Reconquista que, tras ocho siglos de esfuerzo, restituyó la patria a su Fe. La historia, por negro que aparezca el horizonte, volverá a repetirse por gracia del Altísimo.
Si ellos afirman la enormidad de que la democracia liberal es el único régimen deseable, nosotros afirmamos aquí la gran verdad de que la sociedad ha de fundarse sobre la religión y que la fe Católica es la única religión verdadera”.