domingo, 2 de septiembre de 2012
ENSAYOS: JULIO CAMBA Y LOS ESTADOS UNIDOS
Julio Camba: Un año en el otro mundo
En 1916, Julio Camba viajó como enviado por el periódico ABC a los Estados Unidos. Fruto de su estadía en “el gran país del Norte” son dos libros estupendos: “La ciudad automática” y este “Un año en el otro mundo”, del cual entresacamos dos artículos sustanciosos. ¿Qué podría decir hoy, ante la imposición mundial del teléfono celular, o ante la violencia desenfrenada en las ciudades grandes y chicas, este humoroso escritor viajero? Acaso que el mundo se ha americanizado, o se ha automatizado, o simplemente creo que callaría la boca, porque ya no son tiempos para el artículo chusco, pues al fin y al cabo no habría medio de comunicación donde se permitieran sus magistrales e incisivas notas. El mundo ya no tolera el más mínimo sentido común en sus renglones desquiciados.
De Camba ha dicho Castellani: “Camba fue el primer ensayista del mundo, porque logró juntar la suprema brevedad con la suprema eficacia. La “guasa” española es incolora e inodora y es, sin embargo, el peor corrosivo que existe. La República Española que mató tanta gente se descuidó fatalmente en no matar a Camba; y Camba la mató a ella.(…)
Este gallego Camba almacenó todo el sentido común español, y lo alquitaró hasta reducirlo a su quinta esencia; y después anduvo paseando por el mundo para ver cosas y piedratocarlas con ese ácido.”
LA NUEVA LARINGE
Una caricatura del Judge representa a una chica sorprendida en medio de sus oraciones por el timbre del teléfono.
-¡Perdóname, Dios mío! –exclama la muchacha-. El teléfono me llama…
El teléfono es el tirano de Nueva York. No hay aislamiento, no hay tranquilidad, no hay reposo posible con un aparato telefónico a la cabecera de la cama.
-Hello!
-Hello! ¿Quién es?
-Soy yo. ¿Está usted durmiendo?
O bien:
-¿Es usted el 9.477?
-No. Soy el 5.328.
-Usted perdone. Ha sido un error de la Central.
Los americanos gozan, realmente, telefoneando. Así como en un tête a tête no suelen distinguirse por sus dotes de conversadores, en cambio al teléfono son capaces de pasarse hablando horas enteras. Yo creo que su manera natural de andar es bailar el fox-trot. La voz de un americano no suena con verdadera naturalidad más que por teléfono. Directamente esta voz parece alterada, y si uno no viera a la persona que la emite, muchas veces no la reconocería.
Estamos en el país del teléfono. El teléfono aquí no es un medio, sino un fin. No es que aquí se hable por teléfono cuando es imposible hablar de otro modo; es que nunca se habla mientras se puede telefonear. La cuestión está en hacer las cosas con mucha mecánica. Un americano cree que una frase dicha por teléfono tiene más importancia que si se dice directamente, y que un hombre que telefonea es superior a un hombre que habla. De los chicos, yo me imagino que dan sus primeros vagidos por teléfono, y que no rompen realmente a hablar, sino que rompen a telefonear. Y en fuerza de hablar por teléfono es, indudablemente cómo se han formado este acento americano que tanto regocijo produce en Londres: un acento que parece salir de unas narices metálicas y en virtud del cual, cuando hablamos con un americano, tenemos una sensación así como si, en vez de hablarnos, el americano estuviese telefoneándonos.
-¡Perdóname, Dios mío! El teléfono me llama…
En lo futuro, las muchachas americanas harán también sus oraciones por teléfono, y de este modo nadie podrá interrumpírselas.
Yo me he vuelto loco en Nueva York buscando una habitación que no tuviera teléfono. Imposible. El teléfono es, como si dijéramos, la laringe del americano. En una habitación sin teléfono un americano tendría la sensación de haberse vuelto mudo. No hay habitaciones sin teléfono en Nueva York, como no sea en casas extraordinariamente pobres; así es que uno no puede dormir nunca solo. Duerme con el aparato y, generalmente, el aparato le despierta en lo mejor del sueño.
Porque, a la larga, uno prescinde de las personas que le hablan por teléfono y llega a considerar al teléfono de su habitación como a un ser viviente y responsable, que obra por su cuenta. Uno se indigna de que el teléfono, que le ha despertado a las doce de la noche, vuelva a despertarle a las dos de la mañana, ni más ni menos que si lo hiciera deliberadamente. Uno le habla mal, y a veces hasta es capaz de agredirle.
Y lo peor de todo es que el servicio telefónico de Nueva York es, sin duda alguna, el mejor del mundo.
LOS RASCACIELOS COMO OBRA DE TERNURA
Cuenta Oscar Wilde que un día, en las Montañas Rocosas, fue a dar una conferencia a un círculo de cow-boys. Sobre el piano había un letrero, que decía: “Se ruega a los concurrentes que no le tiren tiros al pianista cuando cometa alguna falta”.
La conferencia de Oscar Wilde versaba sobre Benvenuto Cellini, cuya vida aventurera entusiasmó a los cow-boys.
-Tiene usted que traerlo aquí y presentárnoslo –le dijeron varias voces a Oscar Wilde.
-Lo haría con mucho gusto –contestó Wilde-; pero es imposible: Benvenuto ha muerto hace muchísimos años.
-¿Ha muerto? –gritó un cow-boy-. ¿Y quién fue el que le dio el tiro?
Porque aquellos hombres no concebían que nadie muriese más que a tiros. Morir de una pulmonía o de un ataque al corazón, esto era para ellos morir por accidente. La muerte natural en el Far-West era la muerte a tiros de revólver.
Ustedes tienen del Far-West una idea cinematográfica, pero perfectamente exacta: una idea de acción y de movimiento constante. Trenes disparados, caballos al galope, hombres balanceándose en la horca, puñetazos, tiros…Cuando un cow-boy quiere manifestarle su simpatía a otro, le aplica un puñetazo a la mandíbula. El puñetazo a la mandíbula es, entre los cow-boys, la equivalente de nuestra palmadita en la espalda. Para despertar a uno, o simplemente para llamar su atención, el cow-boy le dispara un tiro a ras de la oreja. Tirarle a uno un tiro en el Far-West es como decirle “oye, tú”. Es una verdadera manifestación de cariño, a la que sólo se puede responder con otro tiro.
Yo he hecho ya una interpretación psicológica del Far-West, explicándomelo como un producto de la falta de mujeres. Sin mujeres en quienes emplear sus energías sobrantes, ¿qué iban a hacer los cow-boys más que tirarse tiros unos a otros? Se tiraban tiros, galopaban sobre potros salvajes hasta dejarlos muertos y bebían el whisky en tragos de a litro. Y todo esto no era más que ternura. Era un exceso de ternura que, no pudiendo manifestarse normal y naturalmente, explotaba en la forma violenta que el cinematógrafo le ha dado a conocer al mundo.
Hoy puede decirse que el Far-West ha dejado de existir. Poco a poco el desierto ha ido poblándose de ciudades fantásticas, con casas de cuarenta pisos, y los cow-boys han abandonado sus pantalones de cuero y se visten de frac. El espíritu de estas grandes ciudades, sin embargo, es el mismo espíritu del Far-West. Si en ellas no se cabalga sobre potros salvajes, se va en el ferrocarril subterráneo, que es algo peor. Si no se baja a las minas, se sube a los rascacielos. En la velocidad y el estrépito y la luz de Nueva York se nota algo de anormalmente enérgico: algo así como un deseo de aturdirse y de gastar la vitalidad sobrante por un procedimiento cualquiera.
Es decir, algo profunda e infinitamente tierno…