“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

martes, 16 de agosto de 2011

LA ELECCION DE LOS GOBERNANTES

LA ELECCIÓN DE LOS GOBERNANTES

Por Antonio Caponnetto


Aclarada la cuestión de que la perversión intrínseca de la democracia no está en la posibilidad que ella abriga de elegir a los gobernantes, sino de elegirlos mediante el sistema del sufragio universal, todo católico coherente debería rechazar sin más esta variante electiva, convertida hoy en obligatoria y compulsiva norma, cuya violación conlleva sanciones que no rigen, siquiera teóricamente, para los sacrílegos y los blasfemos. Prestarse al juego del sufragio universal, sea en la doble o simple condición de elegido o de elector, es convalidar esa noción matemática y mecánica de lo social metida a la fuerza por la Revolución Moderna; es admitir que la legitimidad de origen de un gobierno depende de la adición discorde, anónima e indiscriminada de las individualidades, homologadas todas rastreramente en el principio cuántico de que un hombre es igual a un voto. Es, en suma, alimentar la funesta tiranía del número, que hasta el mismo Borges, en renombrada chanza, llamó “abuso estadístico”. Con razón ha dicho Calderón Bouchet que “el aristócrata no es el producto de un sufragio, ni puede serlo; está vinculado a los servicios prestados al pueblo por sus antepasados y a una educación en consonancia con ese prestigio histórico”. Y con más razón aún enseñaba Pío IX en su alocución del 9 de junio de 1862, que existe “una plaga horrenda que aflige a la sociedad humana y se llama sufragio universal. Esta es una plaga destructora del orden social y merecería con justo título ser llamada mentira universal”.

Pero ni tal sensato rechazo del sufragio universal implica negar el derecho que pueda asistir a la sociedad de elegir a sus gobernantes; ni implica asimismo la propuesta de un sufragio calificado, ni tal sufragio calificado volvería “impoluta” a la democracia. Tales dislates son deducciones exclusivas y antojadizas de Beccar Varela. Bastaba para disiparlos el conocimiento del magisterio católico tradicional.

Por eso remití a Santo Tomás de Aquino —concretamente a su “Comentario a la Política de Aristóteles”— no para que se conocieran “las condiciones determinantes de una democracia lícita”, como tuerce Beccar Varela haciéndome decir lo que no digo (Cfr. “Respondo al Profesor…”, ibidem), sino para que se supiera que “la elección de los gobernantes por la multitud —procedimiento que siempre dejó a salvo como posible el Magisterio de la Iglesia— no lo es bajo el modo aberrante del sufragio universal, sino bajo ciertas condiciones determinantes que oportunamente enumeró Santo Tomás, verbigracia, en su «Comentario a la Política de Aristóteles»” (Antonio Caponnetto, “La confusión de Beccar Varela”, VI).

Beccar Varela —dándose nuevamente por ganador del debate en chiquilina actitud, y sin advertir cuán al descubierto deja su endeblez mental— dice muy ufano: “Cita [Caponnetto] a Santo Tomás y a él se remite para indicar las «condiciones determinantes» de una democracia lícita. Antes que nada hago notar que si algo es admisible en ciertas condiciones, no puede decirse que padezca una «perversión intrínseca» […] Leí rápidamente el capítulo 14 del Libro III del Comentario de Santo Tomás al libro de la Política de Aristóteles que el Profesor cita, en busca de las condiciones de la democracia que él aceptaría. No las encontré” (Cfr. “Respondo al Profesor…”, ibidem).

Claro; tampoco hallará “La Divina Comedia” si lee a “Don Quijote”, ni a Hegel si estudia a Kant. Porque no estoy remitiendo a la obra de Santo Tomás para encontrar “las razones de la democracia lícita”, sino las condiciones determinantes bajo las cuales podría resultar legítima la elección de los gobernantes. Son dos cosas bien distintas, y al confundirlas, o comete torpeza o imprime malicia a la disputatio.

Sean cuales fuesen los propósitos del crítico, lo que interesa aprovechar de Santo Tomás (y de San Agustín, a quien el Aquinate cita al respecto tomando textos de “De Libre Arbitrio”) es que su propuesta no es la del sufragio universal ni calificado, sino la de la elección de los gobernantes entendida como derecho positivo eventual condicionado, que ni delega ni transfiere el poder sino que lo designa. Tan eventual y tan condicionado es ese derecho a la designación de los gobernantes, que puede privarse del mismo a la comunidad si esta no garantiza conductas mínimas de equidad, de organicidad, de justicia, o “se muestra proclive a las tentaciones de la venalidad”.

Imaginar que en el siglo XIII Santo Tomás pensaba en el sufragio universal o calificado, o en los partidos políticos ofreciendo electores múltiples, es un despropósito, una verdadera ucronía; esto es, aquello que está fuera del tiempo.

A partir de un valioso texto de Pío XII, su Discurso del 2 de octubre de 1945, “Dacche piacque”, en el que el Pontífice alude a la jerárquica arquitectura social prevalente en “la Edad Media Cristiana”, Fulvio Ramos ha comentado con maestría: “En la Edad Media, obviamente, no existía el sufragio universal como lo entendemos ahora, ni había partidos políticos. Menos aún se soñaba siquiera con un concepto tal como el de soberanía del pueblo. Sin embargo, en las monarquías de la Edad Media se daba una real participación de los distintos sectores sociales, manifestada en los municipios o comunas, los gremios, corporaciones artesanales, universidades, etc, en los asuntos que eran de su competencia. Más aún, las distintas regiones que componían un reino gozaban de una marcada autonomía, que estaba garantizada con el régimen denominado de los fueros, que eran el producto de un pacto entre el rey y los representantes de esas regiones, por el cual éstos se sometían a su autoridad a cambio del mantenimiento de su autonomía y del goce de determinadas libertades”.

Entonces, ni sufragio universal ni calificado son modelos para un católico coherente. Sí en cambio, vale la admiración e imitación del espíritu y de las formas concretas de aquella sociedad cristiana, en la que la organización corporativa y foral permitía —llegado el caso y dadas ciertas condiciones— designar a los gobernantes mediante el criterio del primus inter pares, que devenía después en primus inter primus. Algunos tratadistas han caracterizado a este modo de elegir autoridades, sufragio directo por distribución territorial y representación corporativa. Mutatis mutandi, todavía hoy la Iglesia nos da el ejemplo de la validez de este criterio cuando tiene que designar un nuevo Papa. No se convoca a las masas a la elección. No se presentan listas de candidatos emergentes de otros tantos órganos partidocráticos. Ni cualquiera elige ni cualquiera puede ser electo. La Iglesia sabe —como lo ha dicho Pío XII en “La organización política mundial”— que “cuando la creatura es reducida a simple elector, la vida de las naciones se halla disgregada por el culto ciego al valor numérico”. Y no puede dejar de recordar que el primer sufragio universal de la historia (¿o fue calificado?), los electores eligieron a Barrabás y crucificaron a Jesucristo.

Por eso, me interpreta correctamente el señor Enrique Broussain al asentar estas palabras: “Cuando el Profesor [Caponnetto] habla de designación de gobernantes por el pueblo, por cierto descarta el mito jacobino del sufragio universal, mas, a la vez, no sugiere tal o cual forma particular de «sufragio calificado», como presume Don Cosme. El Profesor, a nuestro entender, piensa […] en la noción de la politia en la Edad Media, con la intervención de las guildas o gremios, cuyos integrantes distinguían a los ilustres de cada corporación, para que cada uno de ellos, perteneciente a distintas sociedades, integrase, a su vez, un consejo de patricios que designaría al Jefe del distrito o comarca. El imperio sucesivo de este sistema, eventualmente, podría concluir con la nominación del Monarca o Regente Cristiano; habría entonces una real politia, según Santo Tomás […] que no es otra cosa que la participación de la mayor cantidad de hombres para la obtención y logro del bien común […] Admitir «una democracia que no se rija por el sufragio universal» no significa que invariablemente se acepte «una democracia con voto calificado». ¿De dónde la deducción?”

Los que por extrema coherencia con la recta doctrina nos oponemos a sumarnos irresponsablemente a las categorías democráticas —sean ellas las de constituir partidos, candidatos presidenciables, campañas electorales, votaciones por presuntos males menores, etc.— de ningún modo estamos proponiendo no participar de la vida política o abandonar el terreno a los malvados. Estamos proponiendo, por un lado, la resistencia y la lucha con todos los medios legítimos a nuestro alcance. Y por otro, pensando en quienes tengan vocación y aptitud para la praxis pública, estamos proponiendo su activa y edificante inserción en el entramado múltiple y natural de cuerpos intermedios. La suma de bienes concretos que se podrían obtener por esta vía —si los patriotas cabales y cristianos íntegros quisieran recorrerla organizadamente— sería superior, y con creces, a los logros prometidos y nunca alcanzados cada vez que se ha intentado armar un partido político, sedicentemente católico, con un presidenciable afín. Cuando la conquista del poder nos está vedada (no importa ahora por cuánto tiempo y porqué motivos), no se nos veda el deber de cooperar al bien común. Todo lo contrario. Pero ese deber, precisamente por perentorio y urgente, debe encontrar encauzamientos concretos que no estén reñidos con la recta doctrina.

Mas una cosa es segura. La vergüenza no es abstenerse de votar, como dijo con desaprensión el Cardenal Bergoglio la primera semana de junio de 2007, reprochando severamente al casi millón de vecinos porteños que creyó prudentísimo no plegarse a la farsa electoralista, ausentándose de los comicios del 3 de junio. Reproche con apelación a la inverecundia que, digamos de paso, Su Eminencia no proyecta hacia otras conductas inequívocamente deshonestas de los ciudadanos. La vergüenza no es irse dando cuenta —como ya lo hace la ciudadanía sencilla y de un modo extraordinariamente creciente— de la inutilidad de colocar papeletas en urnas y partidócratas en cargos bien rentados. La vergüenza y la inmoralidad es el sufragio universal, y la ideología ruinosa que lo sustenta, fruto del igualitarismo amorfo y de la cuantofrenia más aborrecible. La vergüenza es plegarse a la parodia sufragista, al totalitarismo de las mayorías arrebañadas por la propaganda, a la enfermiza compulsión por optar cuando no hay bienes sino males mayores y crecientes. La vergüenza es querer ser candidato, aceptando y cumpliendo para ello sin pestañear todas las reglas —moral, filosófica y políticamente viciosas— que impone esta república judeomasónica. La vergüenza para un católico cabal es entrar en contradicción con la buena doctrina. Y a eso propende cierta Jerarquía cada vez que insta a votar mediante la mentira del sufragio universal, a respetar el mito aborrecible de la soberanía del pueblo, a adherir al condenado constitucionalismo moderno insalvable en nuestra Constitución del ‘53 con sus sucesivas reformas, a convalidar la representación partidocrática monopólica y excluyente, a plegarse a la hediondez democrática, a cometer el pecado del liberalismo, como lo llamara San Ezequiel Moreno Díaz, y a olvidar la obligación ineludible de Instaurar todo en Cristo.

Abstenerse de toda involucración en la perversidad democrática no es alegar excusas para no dar batalla. Es dar la batalla impostergable —en soledad y contracorriente— contra un régimen monstruoso, al que pagan tributos aún aquellos que creen oponerse. Si traicionáramos el magisterio tradicional de la Iglesia, si abandonáramos el ideal “de una monarquía con reyes santos”, de una “aristocracia”, de la posibilidad de una guerra justa como la gesta vandeana, y venciéramos “a los farsantes democráticos en su propio terreno” —enseñanzas todas de Beccar Varela y de la progresía— nos infligiríamos la peor de las derrotas: la de la coherencia moral, intelectual, espiritual y religiosa. Sería como conquistar la regencia de un prostíbulo, no destruyendo el fétido antro y todo lo que en él habita y se mueve, sino participando de sus actividades y logrando el consenso de la clientela. Así, según el criterio del exitismo mundano, venceríamos a los farsantes prostibularios en su propio terreno.


“Reflexiones sobre la perversión democrática” (fragmento), tomado del blog de Cabildo.