martes, 16 de agosto de 2011
MICROCRITICAS
MICROCRÍTICAS
THE WAY (Emilio Estévez, 2010)
La película ha sido presentada como el descubrimiento espiritual de un padre distanciado de su hijo, no sólo físicamente sino también en su forma de ver el mundo. Martin Sheen (llamado en realidad Ramón Estévez) interpreta a un oftalmólogo exitoso; su hijo el actor y director Emilio Estévez en el papel de su hijo que habiendo abandonado una carrera provechosa y de prestigio que complaciera a su padre, se fue a recorrer Europa y el mundo. En eso estaba, comenzando a hacer el Camino de Santiago, cuando en un accidente perdió la vida. Tal vez por tratarse de esta famosa peregrinación, es que se puede encontrar a esta película ubicada en los sitios y blogs de “cine católico”, como si lo fuera. Sin embargo, debemos advertir al lector que no será eso lo que encuentre. Nada de fe católica ni conversiones, ni siquiera religiosidad popular o sentido del pecado o el sacrificio redentor. Más bien le será servido al espectador, con el formato de una atractiva road-movie, muy conducente en sus descripciones de atractivos paisajes españoles, una espiritualidad difusa y lábil como el mar que aparece hacia el final y que parece contener todas las agitadas filosofías sobre el mundo. Los personajes, involucrados en episodios pueriles o poco interesantes, peregrinan –o más bien habría que decir que “andan”- por los más diversos motivos, aunque ninguno atisbe, desde la confusión y desesperación que cargan, que aquella larga caminata despierte la fe o el interés religioso en sus vidas. Por el contrario, reafirma la falta de trascendencia, en especial con la imagen propuesta cuando un joven divertido canta aquellos famosos versos de Antonio Machado que dicen: “Caminante no hay camino, sino estelas en la mar”. Efectivamente, tras haber atravesado el camino a Santiago (un camino que ya es y por lo tanto, no “se hace al andar”, como diría el poeta en otro verso), el protagonista, que se supone católico, descubre que ese –el de la fe católica- no es el único camino (a pesar de que Jesucristo dijera que Él es el camino), y por ello emprende nuevas caminatas, en este caso por las tierras del Islam. Curioso y sospechoso este guiño, cuando pensamos también que en el camino a Santiago se encontró con un sacerdote que usaba kipá (sic) y al que Sheen confunde con un rabino, el cual pretexta el uso del adminículo debido a que fue operado del cerebro. ¿Acaso una señal ecumenista, y por ello lo del camino final? Es decir, el final del camino no está en el Dios de los católicos, hay que ir más allá de la Catedral de Santiago, hay que llegar al mar donde todas las religiones y creencias se unen en un vasto y continuo movimiento.
En fin, si el afiche de la película afirma que “nunca es demasiado tarde para encontrar el camino”, habría que decir que, en esta película, ese camino conduce hacia la nada donde ninguna revelación le será dada al mismo viajero que en Apocalipse Now, luego de otra extensa y accidentada travesía, se le otorga conocer la imagen horrorosa del hombre cuando se cree un dios. Acá parece que esas preocupaciones se dejan de lado, para no entorpecer la oferta turística de los Estévez, con la debida gratitud hacia la tierra de sus antepasados, que no a la antigua fe de los mismos.
LA HERIDA LUMINOSA (Tulio Demicheli, 1956)
Una historia melodramática muy interesante pero en general bastante sosa por culpa de la dirección de Tulio Demicheli, director argentino que era un artesano del cine clásico que jamás llegó a realizar ninguna gran película, pese a su extensa carrera: de comedias y films costumbristas en Argentina a films de Cantinflas y melodramas en México, hasta films dramáticos y spaguetti-westerns en España, de todo hizo este hombre. También produjo un muy interesante film de Amadori en España sobre San Juan Bautista de Lasalle, es bueno recordarlo.
En este caso su dirección discreta gana altura porque se somete a la buena historia que le ofrece la obra teatral escrita en catalán por José María de Sagarra, vertida al español y adaptada por José María Pemán. También ayudan dos actores como Arturo de Córdoba y Amparo Rivelles. Pero, a falta de imaginación, poco hace para resolver sin obviedades los momentos en que una historia de amor y conflictos familiares se vuelve una tragedia shakesperiana, con toda la explicitud del caso.
Trata la historia de un prestigioso cirujano que tiene problemas con su esposa, a quien suele engañar con otras mujeres. La mujer es católica y muy orgullosa logra que su hijo deje los estudios de medicina para ingresar en la Compañía de Jesús, contra los deseos de su padre, un ateo furibundo que además de odiar a los curas planea matar a su esposa para casarse con una sobrina de ésta.
La pasión amorosa, el pecado, el perdón y el sacrificio (en la figura del sacerdote) aparecen en una historia que ofrece un final estupendo, dignísimo y católico. Indudablemente, si el film se hubiese filmado en Norteamérica habría tenido más clase y categoría, como por ejemplo “Sublime obsesión” de Douglas Sirk, con quien tiene algún punto en común. Pero también habría tenido un típico happy-end de compromiso y una espiritualidad confusa, ecuménica y almibarada. Acá, por el contrario, el almíbar está en el desarrollo de la historia y la gracia en un final inesperado y magnífico, viril y trascendente.
Párrafo aparte para el gran actor mexicano, que no tiene una gran performance (culpa del director) pero vuelve a repetir uno de sus personajes de siempre, el de un hombre distinguido pero alterado, atormentado, dividido por dos voluntades que lo desgarran en una lucha interior que deja a su lado un tendal de grandes consecuencias, tal como sucede en “El”, “La balandra Isabel llegó esta tarde” o “Pasaporte a Río”, entre otros clásicos.
En definitiva, no es una excelente película, pero ofrece satisfactoriamente una historia positiva que puede dejar alguna buena enseñanza, lo cual no es poco hoy en día.
A fines de los años ’90 José Luis Garci dirigió una nueva versión de la película, con algunos cambios en la trama, película que por el momento nos es desconocida.
CIELO AMARILLO (William Wellman, 1948)
Contiene todas las convenciones propias del western, ésas que lo identifican y le otorgan un carácter casi de ritual donde se exponen las emociones más primarias (por no decir las pasiones primitivas) de los hombres: hay persecuciones, duelos, indios, un robo al banco, el “saloon”, el desierto, la montaña, el whisky, la avaricia, la competencia, la búsqueda de oro, el grupo minoritario que resiste dentro de una casa el asedio de los malvados, la muerte justiciera de los malos, el joven inexperto, el hombre vil, el cómico del grupo, el héroe que no puede morir y que finalmente se casa con la mujer de la película. Transcurridos treinta y cinco minutos de película ya sabemos cómo va a terminar. Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, de esas cosas ya vistas una y mil veces, se nos ofrece un western fuera de lo común.
Si bien no es una gran película por esa carencia de sorpresas que nos expone a “más de lo mismo”, se destaca sobremanera por la calidad estilística que le imprime el director y por la resolución moral de los conflictos a través de unos detalles significativos que fortalecen la historia.
La historia escrita por Lamar Trotti, eficaz guionista de la Twenty Century Fox (de la muy buena “Young Mr. Lincoln” y de la muy falaz “Capitán de Castilla”, entre tantas), se basa en una historia de W. R. Burnett, quien tomó el esquema general de “La Tempestad” de Shakespeare para su fábula. Los hechos transcurren en 1867 en “El Oeste”, como especifica el comienzo. Siete ex soldados de la Unión en la guerra se dedican ahora a robar bancos. En una huida desesperada se internan en un desierto de sal, del que se salvan al llegar a un fantasmal pueblo abandonado que aparece imprevistamente ante sus ojos. En ese pueblo llamado “Yellow Sky” viven un viejo con su nieta, buscadores de oro que esconden un tesoro. Surgen de inmediato todo tipo de conflictos: la avaricia de los hombres por el oro, el deseo de la mujer, la disputa por el liderazgo de la banda, etc. La excelente dirección de Wellman no deja un segundo para la distracción, a pesar de adivinar de entrada que el jefe de la banda (Gregory Peck) no es tan malo como parece y que, presionado para obrar mal, terminará obrando bien. Interesantes los detalles: los dos miembros de la banda que se inclinan hacia el bien, el jefe y el más joven, manifiestan en un momento que sus familias eran buenas y cristianas y que ellos se desmadraron por su propia culpa. Peck llega hasta a jurar sobre una Biblia para asegurar que cumplirá un acuerdo con el viejo. Es la evidente influencia que los cristianos –o el público cristiano en la taquilla- tenía por aquellos años, a pesar de muchos productores judíos. También resulta interesante que el jefe de la banda no se muestre nada democrático: en dos ocasiones en que pretenden desplazarlo, un criminal le dice el ya renombrado “Este es un país libre” y a continuación: “Votemos”. Pero el jefe responde: “Ya os dije antes que no admito votación”, pues, en efecto, él es el líder por dotes naturales y una virilidad que nadie se atreve a desafiar. La elección traería en ese caso la ruina para todos. Hoy podría ser tildado de déspota, pero en todo caso el jefe es alguien que sabe tomar las decisiones para el bien común y sólo la mujer será capaz de corregirlo no ya por fraguadas elecciones, sino por la persuasión del amor.
Podrá pensarse que el final enteramente positivo y moral fuerza la conversión del héroe, es cierto, pero a qué distancia está ese cine del imbécil y corruptor cine yanqui que tenemos hoy.
Co-protagonizan Richard Widmarck y Anne Baxter, elevados a arquetipos por una excepcional fotografía en blanco y negro que aísla del tiempo a unas figuras que parecen talladas en roca.
Y el oro que no brilla cae como la sangre de unas figuras que, debido a una adhesión pertinaz al mal, nunca cambiarán, aunque pudieron haberlo hecho.
¿DONDE ESTA EL FRENTE? (Jerry Lewis, 1970)
El género de las películas “Antinazis” ha explorado todas las formas de la propaganda, obteniendo, salvo alguna que otra excepción, mediocridades absolutas. Y esto se debe, precisamente, a su carácter propagandístico, donde el único fin de las obras es el de exagerar o caricaturizar los males del adversario (demonizándolos) y acrecer las virtudes de los norteamericanos, en una simplificación imbécil de la historia. Películas bélicas y dramas, comedias y dibujos animados, films de espionaje y de aventuras han realizado los yanquis con este fin por miles (sin exagerar), desde hace setenta años, al parecer sin cansarse, demostrando de esa forma, por otra parte, quién tiene las riendas de la industria cinematográfica, pues de los males del comunismo o del propio capitalismo jamás se han ocupado (por dar un ejemplo, un espantoso film de propaganda como “Hubo una luna de miel” de Leo McCarey, de 1942, denuncia la esterilización forzada que hacía Hitler; pero hoy esa eugenesia es realizada por los anglosajones con diversos métodos y aprietes y mediante la entrega de préstamos a los países subdesarrollados que incluyen cláusulas al respecto, sin que el cine se ocupe en lo más mínimo de ello; y esto es realizado por los ganadores de la Segunda Guerra, supuestamente opuestos en todo a Hitler, de acuerdo a aquellas películas).
En este caso se trata de una comedia tontísima, cuyo punto de partida ya muestra a las claras que está realizada para bobines: Jerry Lewis es el hombre más rico del mundo. Vive aburrido en Nueva York, hasta que es llamado al servicio en 1943, pero es rechazado por problemas de salud. Decide entonces formar su propio ejército con otros rechazados. Viajan a Italia, donde Lewis reemplaza a un general nazi que es igual a él. Allí un grupo de oficiales alemanes le encarga realizar un atentado a Hitler. La brigada del hombre más millonario del mundo mete una bomba en un bunker donde matan a Hitler y sus secuaces. Luego se van a hacer lo mismo con los japoneses.
Increíble que un actor y director de talento como Jerry Lewis haya caído tan bajo, en un film de gags sosos y caricaturas bobas que parece una mezcla de “El gran dictador” y “Bastardos sin gloria”. No sabemos si a los judíos les divierta, pero a los aficionados al buen cine los dejará con la sensación de haber perdido estúpidamente el tiempo.
EL HOMBRE MOSCA (Harold Lloyd, 1923)
Hablaba el Padre Castellani alguna vez del humor medular español, en particular del humor del Quijote, donde se da un choque profundo de principios, un humor que toca las cosas más importantes y que es una forma de expresión de la religión a través de parábolas y paradojas. En contraposición, puede hablarse de un humor superficial, jocoso, donde lo que se da es el choque de situaciones y donde el héroe persigue una situación ideal, pero nada trascendente. Por ejemplo, en este film, la mujer que persigue el héroe (y con ella una “situación”) no es una Dulcinea inalcanzable que representa un ideal más alto; la mujer es sólo eso, atrae los instintos de reproducción del hombre que para obtener su premio debe sortear diversos obstáculos que lo encaramen a una determinada posición socio-económica con la cual se verían satisfechas sus ansias terrenas.
No otra cosa se ve graficada, de manera extraordinaria, en esta obra maestra del cine cómico y de los afanes capitalistas. Podríamos decir afanes burgueses, tal vez sin exagerar, ya que si, como dijo no recuerdo quién, el burgués es aquel insatisfecho con su situación pero satisfecho consigo mismo, el protagonista de este film engaña todo el tiempo a su novia haciéndole creer que es un alto directivo de una empresa, cuando apenas es un simple vendedor maltratado y pobre que sólo aspira a ascender en la escala social para complacer a su prometida y poder casarse. Todas sus hazañas finales vendrán no buscadas por el protagonista (pues el héroe que iba a trepar el edificio era otro), sino que accidentalmente se ve obligado a realizar él mismo una obra extraordinaria, mas no para superarse a sí mismo o por una causa suprema, sino para obtener mil dólares y casarse con su novia, sin haberla desengañado sobre su propia realidad. Una realidad que finalmente no le traerá la ansiada felicidad –como el happy end testimonia- sino nuevos compromisos, problemas y deseos por satisfacer, como se observa en otra excelente película de Lloyd, “Casado y con suegra” (Hot water, 1924), o como ocurrió en la historia real del propio cómico, con una vida nada ejemplar bañada en dólares, desastres familiares y la pertenencia a la Masonería.
La falta de conocimiento trae problemas: el cine cómico nos lo muestra a las claras, pues uno de sus fundamentos es el malentendido, o lo que nosotros sabemos y los personajes no. Nos reímos porque esa falta de conocimiento no tiene que ver con cuestiones trascendentales que nunca se plantean en la superficie, sino con simples asuntos cotidianos que se complican una y otra vez. Nos reímos de personajes exagerados que buscan con afán obtener cosas por vías “alternativas” e imperfectas, mas no nos reímos porque nos creamos perfectos, sino porque conocemos el concepto de lo perfecto y de lo que está bien hecho y advertimos la falta puesta en primer plano con sus consecuencias desastrosas para unos personajes que escarmientan en lugar nuestro. Y lo imperfecto o fuera de lugar nos causa gracia porque, cuando los personajes cómicos (a los que queremos y con los que simpatizamos, esa es la clave del buen humor) fuerzan los límites de lo limitado, y obtienen desastrosas consecuencias –o sobrellevan la situación a costa de nuevos enredos-, realizamos una catarsis de la anarquía que todos llevamos dentro. Descansamos de nuestro propio caos viendo el caos desatado en una obra de ficción verosímilmente representada. Y cuanto más vivamos en medio del mundo caótico que estimula el pecado, más necesidad tendremos –si no obtenemos la paz de la vida contemplativa, obsequiosa, sacrificada y serena de la religión- de alguna descarga o purga de los afanes con que el desorden pretende tomar las riendas de nuestra vida.
“Safety last” es el título original de esta película. La seguridad es lo último porque para trepar en la escala social en Yanquilandia hay que correr riesgos, y nada más inseguro que trepar un edificio de veinte pisos. Pero, contra todos los obstáculos, el héroe en la sociedad capitalista logra imponerse y llegar a la cima, donde la mujer, el dinero, la buena posición y la fama están esperando. Magnífica, precisa construcción de gags formidables, en memorable trasposición del héroe occidental devenido en el burgués que asciende por sus propias fuerzas a la cima del mundo. El cine yanqui lo hizo posible.