“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

viernes, 23 de octubre de 2009

CRITICA



MORIR EN SU LEY
Director: Manuel Romero – 1949


UN CINE TANGUERO

“-Vos sabés que esta es la vida que yo siento. El bailongo, las mujeres, el peringundín. Ya tendré tiempo para convertirme en hombre de hogar”. Así le dice el joven Santiago Arrieta al veterano Florencio Parravicini, cuando salen a calaverear “a lo de Hansen”, en la película de Romero “Los muchachos de antes no usaban gomina”, de 1937, en ese mundo que reflejaba tan bien Romero porque era el mundo que sentía y que vivía, un mundo edificado en base a los rezongos urgidos del sentimentalismo como marca registrada del tango y la vida tanguera.

Ahora bien, cuando quería elevarse un poco por sobre el muestrario del mundo del tango que tan bien conocía (y se elevaba, sin dudas, en un vuelo más que gallináceo pero menos que colombófilo, desde ya), Manuel Romero lograba incorporar una serie de valores y personajes que, no obstante, no lograban salir del estereotipo sin dudas “bueno” o sin dudas “malo”, personajes que se nos muestran esquemáticos y previsibles. Este film policial (de algún modo una nueva versión de su anterior y mejor “Fuera de la ley”) se vale de un esquema al que el cine norteamericano recurría frecuentemente y que Borges, con razón, deploraba: aquel del buen policía que se infiltra en una banda de delincuentes haciéndose pasar por un maleante, con el fin de delatarlos y lograr su captura. De más está decir que siempre el personaje más interesante resultaba ser el del criminal (véase sino el Cagney de “Al rojo vivo”), cosa que Romero no logra en esta película, a pesar de que el “malo” está jugado por el gran Roberto Escalada. Sucede esto porque Romero exagera su trazo –acostumbrado a un mal aguachento y convencional en todos sus films- y no ahonda ni puede hacerlo en el alma de su personaje. Como no lo hace, desde luego, con el policía que interpreta el siempre rígido Juan José Míguez.

Cuando alguien que vive de farra –tal la vida de este incansable trabajador del espectáculo fuera del set y de allí sus apurones al filmar-, cuando un señor tanguero se pone moralista -por más talentoso que sea-, cuando un artista sin sentido de la trascendencia religiosa descubre la responsabilidad social de lo que hace –Romero lo sabía pero de forma limitada, porque su responsabilidad no trascendía la esfera inmediata ni el lugar específico urbano que lo concentraba- y decide luego dar una lección de moral, heroísmo y sacrificio, no sabe entonces cómo mostrar eso sin que sea demasiado obvio, y cae en las figuras de cartón y el resaltador Pelikán para hacer más claro al espectador que se le está contando una historia “profunda y moral”, donde hay unos valores en juego: el amor, la fidelidad, etc.

La vida tanguera es la vida en el plano estético, la vida dominada por las sensaciones, el placer, el sentimentalismo. ¿Qué consecuencias puede traer esta vida, según Romero? Hay desamores, decepciones, desencuentros, pero todo esto es parte de la vida, no de la forma que esos personajes tienen de ver la vida. Se da como algo natural que ocurran tales cosas. La visión de Romero –el más importante director del cine argentino por el impulso que le dio a la industria, que no el mejor autor- es así de estrecha y superficial, así hable del mundo del trabajo (donde se saca a la mujer de la casa para dejar de lado a la familia y, en definitiva, se trabaja para vivir esa vida tanguera) o trate de la Navidad de los pobres (donde se deja afuera a Dios para despacharnos una moral laica que prescinde tranquilamente de cualquier idea de trascendencia –ah, la humildad, la gran ausente de todo el cine...).

“Morir en su ley” está muy mal filmada, diríamos “a los ponchazos”, sin la fuerza dramática que se desprende de la historia y los conflictos que se nos muestran. Las escenas de acción son impresentables, y algunas actuaciones –como la de Fanny Navarro, figura mimada del peronismo- son espantosamente falsas. No así la de Tita Merello, que encarna a un personaje noble, débil y “ciego”, y por tal víctima, llevado adelante con nobleza y sin exageración. Por allí se descubre una estatuita de la Virgen en su mesa de luz, en la boite donde vive, como brizna involuntaria de la presencia de Dios, pequeño objeto que encontraremos sin mayor relación con la vida del personaje que lo retiene indiferentemente.

Es interesante pensar en este aspecto, ya que no creemos que Romero lo haya hecho: el personaje de la Merello representa muy bien la forma en que podemos engañarnos respecto de las personas, la forma en que nos enceguecemos por lo visible que creemos conocer. Como decir: no debemos creer en esa película que nos presenta las cosas de tan simple manera. El personaje de Míguez se nos aparece a nosotros –no a la moral de la película- como un canalla, que engaña y enamora a una mujer que tiene buenas intenciones para con él para luego destrozar sus sentimientos. Lo interesante hubiera sido que, enamorado de verdad de ella, se hubiese pasado de bando, mostrando la fragilidad humana y las tentaciones a las que no se puede resistir si no se tiene la gracia de Dios. O, tal vez mejor, el policía una vez triunfante en su cometido, hubiese quedado prendado de esa mujer que lo amaba y que no era “políticamente correcta” como la Navarro. Pero no, la película avanza previsiblemente hacia el final aleccionador, obvio y tranquilizante. Como siempre en los films de Romero, que no busca sino aquietarnos y acomodarnos, aún en la tristeza sin esperanza ni sentido expiatorio de “Tres anclados en París”, tal vez su mejor película.

El problema de Manuel Romero es que no salía –no ya físicamente, sino mentalmente- de Buenos Aires; el suyo es un cine de ciudad, de una ciudad que añoran los tangueros –de Gardel para acá-, compuesta por las noches de farra, sus bailes, sus restaurantes, sus cabarets, sus “minas”, el hipódromo y el juego fuerte. La pobre Buenos Aires “reina del Plata”, ya sin el “Santa María”. Una ciudad que hoy muere en su ley, bajo el lloro de un quejumbroso bandoneón for export y su movida lasciva y hasta su “tango-gay”. Cambalache que el cine no supo prever, por lo menos este cine, como que era parte del problema.