domingo, 11 de octubre de 2009
EXTRA CINEMATOGRAFICAS
Tomado del blog Catapulta
En una época tan supuestamente racional y equilibrada como la nuestra, en la que la ciencia hace las funciones de la nueva religión, existen multitud de palabras “tótem” que son adoradas sin discusión y que presentan la capacidad de bloquear esa capacidad de análisis de la que nuestra época tanto blasona. Así, cualquier organización deberá tener un carácter “democrático”, sin que a nadie se le pase por la cabeza qué es exactamente eso. ¿Significa que las decisiones se toman por votación o bien significa que se presume -como en las “democracias populares” donde veraneaban nuestros socialistas de hoy- que una determinada oligarquía representa al “pueblo” y toma las decisiones unilateralmente? En el caso de que se vote hasta la decisión más primaria, ¿la elección se realiza a por mayoría simple o cualificada? ¿a una o dos vueltas? ¿valen los mismo todos los votos? ¿todos los votantes están igualmente motivados por el célebre “interés general”?
Las preguntas se agolpan pero el hecho es que bajo la cobertura de la “democracia”, nuestro gobierno está llevando a cabo una labor de ingeniería social de las que hacen época, en plena coherencia con la más rancia tradición de la izquierda planetaria. Su inspirador, el proyecto “emancipatorio” que saliera de la Ilustración, no es otra cosa que el intento de adaptar la realidad a los devaneos de ideólogos que destilaban su bilis de unos trescientos años a esta parte. Si la realidad no se aviene a “razones”, las cosas serán doblegadas si es preciso con la fuerza coercitiva del Estado. Existen multitud de ejemplos y quizás, el más descollante sea el ideal igualitario que hoy ya se da por cierto en todo el Occidente. Lejos de suponer, como se pretende, una igualdad “ante la ley”, el ideal igualitario hace de la igualdad un valor intrínsecamente positivo, capaz de polarizar a la sociedad entera en pos de la utopía. No hay nadie mejor ni peor y cualquier distinción hacia la excelencia es contemplada bajo el prisma del rencor social. Así, el hecho de que gente sin escrúpulos haya utilizado su falta de ética para encumbrarse hace sospechosa de entrada cualquier diferencia social. Por supuesto, la mismísima naturaleza no queda al margen del proyecto “emancipador” e igualitario y debe ser sometida mediante la técnica. De ahí, por ejemplo, el fundamento teórico que subyace a la moral sexual “progresista”: el hombre debe “emanciparse” no solo del dominio de Dios sino también de la mismísima naturaleza. Para el ideal Ilustrado solo el hombre crea valores y gracias a la técnica puede decidir si tener o no tener hijos o si estos deben vivir y cuando.
Llevado al extremo este discurso -y no hay razón para no llevarlo- el hombre puede incluso decidir si desea ser hombre o mujer. De ahí que para los más “avanzados”, el “cambio de sexo” se plantee como un “derecho”, lo mismo que el aborto en todas sus formas, desde el troceamiento quirúrgico del niño o su envenenamiento químico, hasta la célebre “píldora del día después”. Naturalmente, la “emancipación” no se circunscribe a las limitaciones impuestas por la naturaleza -tales como la protección debida a los hijos o la determinación biológica del sexo- sino al orden natural mismo. Una expresión a menudo empleada por los economistas modernos -como los “recursos naturales”- evidencia que la modernidad entiende la naturaleza como un mero recurso a su servicio, como una herramienta más que debe ser preservada en favor del proyecto emancipador del presente y del futuro.
Esta, y no otra, es la razón por la que todos los “avances” de la modernidad se presentan bajo los ropajes del “derecho”. Uno tiene “derecho” a abortar, a cambiar de sexo, a tener diecisiete amantes o a castrarse para no tener niños, puede tener “derecho” a la “educación” -signifique esto lo que signifique como sucede con las hijas del presidente- o al trabajo -aunque su actividad sea lesiva socialmente, como en el caso de la telebasura- o a “estar informado” -aunque Prisa, Almodóvar o Cuéntame produzcan todos los días toneladas de estiércol mental en nombre de la “libertad de expresión”. Todos son “derechos”, sencillamente, porque Dios, la idea central de la humanidad, está siendo expulsada de nuestras vidas bajo mil excusas. Pero esta cuestión ni es baladí ni está ausente de consecuencias aunque los “ateos de guardia” esgriman argumentos supuestamente eruditos pero ridículamente fundados en defensa de lo que no es sino una mera construcción ideológica “emancipatoria”. El ateísmo no existe más que como anécdota entre los pueblos no occidentales y a nosotros nos corresponde el dudosísimo honor de haber elevado una anécdota histórica al nivel de piedra angular de nuestra civilización. No es una casualidad que la ideología más extrema en este sentido -el marxismo y sus derivados- haya sido la más cruel de la historia, con cientos de millones de muertos en su haber, aunque ahora se recicle en forma de “progresismo” o simplemente silenciando los desmanes con leyes de “memoria histórica”. La razón es que su discordancia con la realidad del mundo y de los hombres es tan radical que ha hecho falta mucha sangre para intentar cuadrar realidad e ideología.
Sin Dios, extrémense un poco los “derechos” que cada uno puede exigir y nos encontraremos que todo aquello que concebimos intuitivamente como un comportamiento “bueno” o “civilizado” desaparece como por ensalmo. La idea de Dios resulta fundamental para anclar cualquier “derecho” porque en el fondo todo “derecho” no es otra cosa que una exigencia a un tercero. De ahí que por la geografía de este Occidente enfermo proliferen las manifestaciones reclamando “derechos” no concedidos contra terceros que no ceden a tales exigencias, una actitud que cuadra perfectamente con el individualismo patológico del liberalismo, si bien muchas de esas exigencias puedan estar justificadas.
Para curar tanto dislate, mucho mejor sería considerar en vez de una sociedad de derechos una sociedad de deberes. La ventaja de los deberes es que el deber recae sobre uno mismo antes que sobre cualquier otro. El deber impele a uno a cumplir con una red de obligaciones en las que está inserto, en vez de ir exigiendo al de al lado lo que uno mismo decide que otro “debe” cumplir. Así, por ejemplo, un niño no tiene derecho a tener un buen padre sino que el deber del padre es ser efectivamente bueno, como el deber del patrón es ser justo con sus trabajadores y el deber del trabajador es ser diligente y honesto.
De modo análogo, la idea de “deber” transforma a la Naturaleza en interlocutora y no en una entidad explotada al servicio de nuestro supuesto “derecho” a la emancipación. Uno tiene el deber de comprender que la Naturaleza no es cualquier cosa, algo que es un mero “recurso” para que la máquina de producción capitalista produzca mayores beneficios. Sentada esta referencia, la relación de hombre y Naturaleza cambia automáticamente cuando el hombre siente que debe proteger la Naturaleza que es don de Dios.
Sin embargo, tampoco los deberes son comprensibles sin el anclaje fundamental en lo divino. La idea kantiana del imperativo categórico ha sido quizás el intento más serio en este sentido. Kant creía que cualquier comportamiento que no pudiera ser elevado a legislación universal jamás podría ser considerado norma social. Por desgracia para él, el tiempo no le ha dado la razón. Según Kant, si todos mintieran desaparecería el mismo hecho del decir e incluso de la comunicación entre personas. Pero en la época de la manipulación de masas, de la “prensa rosa” y de la “educación para la ciudadanía”, Kant sirve de poco cuando son millones los que hacen de la mentira una “legislación universal”.
¿Qué nos queda entonces? Hay poca elección. Entre los “derechos” que justifican y fundamentan genocidios y los deberes puros, cuya vaciedad sirve de poco ante el embate del nihilismo generalizado, solo el deber para con Dios puede fundamentar el hacer y el comportamiento de los hombres. ¿Cómo implementarlo? Pues es quizás lo más sencillo de todo porque al exigirse primero que a nadie a nosotros mismos, cada uno puede empezar dando un vuelco a su propia vida y exigiéndose a cada uno lo que el soplo del Espíritu lleva siglos exigiendo a los hombres. Un hombre así renovado contempla un mundo de deberes para con todo lo que le rodea -sus padres, su país, el mundo, sus hijos- y para con todos busca dar lo mejor de sí mismo. El resto no es sino decadencia y corrupción intelectual, que es la que está en el origen mismo de todas las demás corrupciones.
Eduardo Arroyo
El Semanal Digital,02/10/09
Nota catapúltica: objeto naturalmente la valoración que hace Arroyo del imperativo categórico kantiano, aunque no es asunto para discutir aquí. Pero lo que resulta verdaderamente “imperioso” es la lectura de tan brillante artículo. Que le aproveche, lector amigo.