Director: Buster Keaton - 1921
EL HOMBRE Y LA MULTITUD
Hemos visto recientemente una serie de cortos de Buster Keaton, entre ellos éste “The Paleface”, de unos veinte minutos de duración.
De inmediato, tras verlo, en la satisfacción de un divertimento que es casi como un dibujo animado (como uno de la pantera rosa, podríamos decir), y en las características de este personaje de Keaton, recordé unas palabras que Castellani había escrito en un ensayo sobre el Dante, y que son las que siguen:
“Él es (Homero) como los niños, cándido, egoísta, autoritario y hermoso. El niño alegre y superficial ignora que la tierra no es la patria del hombre y toma, gozoso, posesión de todas las cosas. Ignora las tristezas del espíritu como también sus profundidades; y porque cree con toda el alma en esta vida y no conoce aún nada más que la superficie de ella, la asimila y la reproduce con inimitable frescura. (...) La materia que para Homero es un espectáculo, se convierte para Dante en un símbolo”.
Bien, Buster Keaton es ese niño “cándido, egoísta, autoritario y hermoso” que juega y hace jugar a todo a su alrededor, porque sólo cree en esta vida y “la reproduce con inimitable frescura”. Chaplin, podemos decir ahora, quería ser a la vez niño y hombre (no hombre que se hace niño, sino las dos cosas a la vez), y de ahí su completo fracaso. Buster tiene esa frescura e intrepidez de los niños, y como un niño insaciable que juega solo, no descompone su rostro en muecas o monigotadas para complacer a sus padres o parientes, sino que su rostro inmutable es el de un niño al que lo único que le importa es el juego al que está jugando, y este es el de querer satisfacer sus deseos. Tiene habilidad, pero no es forzada. Tiene sagacidad e ingenio (que no genio), y eso es lo único que lo diferencia de la multitud, que en definitiva se mueve por la misma clase de deseos que él. Y tiene enemigos: todo lo que lo rodea –sean personas o cosas- que le impiden proseguir su juego. Excepto cuando un nuevo juego se le plantea y en él se sumerge.
Por ejemplo, el juego de los indios, o jugar a ser uno de ellos. Buster lucha contra un grupo numeroso –como en casi todas sus películas, se enfrenta a la multitud que de por sí tiene un carácter maquinal y anónimo (carácter que, ahora nos acordamos, tan bien describiera Marco Denevi en su libro “Un pequeño café”)-, y a veces se suman los elementos de la naturaleza como enemigos que representan esa fuerza informe y voraz, esa contra-voluntad a su propia voracidad; luego de salir sorprendentemente victorioso, se une a ellos, a los indios, que tal vez por mostrárselos siempre en grupo, y siempre perseguidores, se nos muestran como un elemento temible en cualquier film (como en verdad cualquier multitud lo es). Sólo que aquí la tribu tiene un ridículo cacique que es un gordo exorbitante con plumas en la cabeza incapaz de subir a su caballo, y de pronto los indios se vuelven cómicos.
Buster evita que sean estafados y les sean arrebatadas sus tierras por unos malvados petroleros. Y finalmente, como siempre, consigue una chica, esta vez una india. Porque parece que Buster nunca busca otra cosa más que satisfacer su voluntad. Es como la imagen de Norteamérica. Sólo que sabemos que en su vida privada Buster fue de fracaso en fracaso, porque una cosa es el cine y otra la vida.
Es cierto, Keaton nos divierte siempre, es un artista y nos entretiene infaliblemente con sus calculadas y geométricas escenas, con el contraste que genera su figura ante el mundo que lo rodea, pero, ¿alimenta nuestro espíritu? ¿Nos alienta a reflexionar sobre las cosas y nuestra relación con ellas, o más bien esto pueden lograrlo de vez en cuando Laurel y Hardy con sus torpezas, fracasos, rechazos y hasta ternura infantil, donde sólo reconocemos una licencia de nuestro presente para ver las complicaciones de la cotidiana vida cómoda y burguesa de unos señores que no pueden adaptarse nunca a tal lamentable destino? De alguna manera, lo contrario de Buster Keaton, que siempre se impone y triunfa por sus propias fuerzas físicas y su destreza haciendo de este mundo su mundo, o del siempre victimado Chaplín, que inevitablemente fracasa en busca de nuestra fácil y redituable –para él- lágrima. Buster Keaton es el triunfo –al fin triste- de la voluntad en un mundo devenido cine. Y el cine coloca su “The End” allí donde comienza precisamente la verdadera aventura de vivir.