“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

sábado, 10 de julio de 2010

CRITICA


COLAPSO (Breakdown)
Alfred Hitchcock Presenta (T.V.)

Director: Alfred Hitchcock – 1955

DE REGRESO A LA VIDA

“Perder el tiempo es la frase más odiosa para un americano que se respete, y esa obsesión de actividad cubre todas las facetas de la vida, y aun de la muerte (el cadáver está el mínimo de tiempo necesario para que alguien le rinda respetos, y es rápidamente entregado a la tierra o al crematorio). Nadie pierde el tiempo en este país (...) Perder el tiempo es todo lo que no sea llenarlo de forma práctica y material. No hace falta que ese relleno sea útil a la sociedad o moral o justo. Basta que evite el vacío a que el americano teme más que nada, un momento vacío en que meditar, gozar, o sencillamente “relax.” (Fernando Díaz-Plaja, “Los siete pecados capitales en Estados Unidos”).

El protagonista de este pequeña obra maestra de Alfred Hitchcock (pequeña por su extensión, que no por su enjundia), es un empresario (Joseph Cotten) que llena el perfil del americano típico descripto más arriba: tiene “una tremenda obsesión por el trabajo, reforzado por el sentido religioso de los primeros inmigrantes puritanos, cuáqueros” (ob. cit.). Así el afán de eficiencia y rentabilidad de este impecable sujeto lo vuelve implacable, inmisericorde, despiadado. Y por eso no se permite desligarse de los asuntos de su empresa ni siquiera estando de vacaciones en la costa, donde, acompañado (mejor dicho: asistido) de una secretaria, mantiene comunicación permanente vía telefónica con su oficina.

De esta forma indirecta y fría, a través de una seca ordenanza por teléfono, le comunica a un antiguo empleado de la empresa que prescinde de sus servicios por una cuestión de números. Y cuando el pobre y viejo empleado, un buen empleado, sin encontrar explicaciones satisfactorias de parte de su jefe, sintiéndose avergonzado porque tal vez su hijo, que trabaja también en la empresa, pueda pensar que lo despidieron porque hizo algo malo, llega en su desesperación hasta las lágrimas, allí surgirá la cara más oscura e impiadosa del empresario, cara visible del sistema económico vigente ya no sólo en USA sino en todo el mundo. Pero esa situación dará pie para encontrarnos ante una gran lección moral –e incluso religiosa- que nos dará Alfred Hitchcock. Y lo hará a través de la ironía, en esa intervención de lo inesperado que habrá que reconocer, una vez más, como la Providencia.

“La vida posee cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente acostumbrada a contar sólo con lo prosaico nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contar siempre con lo imprevisto” (Chesterton, La cruz azul, en “El candor del Padre Brown”)
Pues lo imprevisto se le va a aparecer a este hombre acostumbrado a tener el control absoluto de la situación, cuando un accidente (absurdo, si se quiere, como lo son todos, con su carga de tragedia encima) lo vulnere, obligándolo a pasar un infierno de angustia e indefensión, hasta que una súplica y una lágrima –una lágrima que adquiere todo su sentido vivificador, humano y trascendente- cierren el círculo perfecto de esta magistral obra. Entonces el cine se encarga de mostrarnos esa “coincidencia fantástica” mediante el recurso de la simetría que nos obliga a reflexionar sobre lo visto y lo vivido.

El sentido del humor de Hitchcock –no tan negro como en otros telefilms de este ciclo- y su concentrada dirección, que dota a la película de un consumado realismo hecho de artificios (vean si no el tamaño descomunal de ese volante de auto incluso antes de aplastar el pecho del protagonista; o el chirrido de una camilla que adquiere proporciones catastróficas), hacen de esta obrita, junto a la genial “El jugador” (1961) y probablemente a “El ataúd de cristal” (1959), lo mejor del ciclo “Alfred Hitchcock Presenta”, por no decir de todo lo que se haya hecho jamás para la televisión.