Por Roald Viganó.
Revista Cabildo 2ª Época nº 114, Agosto 1987.
El acontecimiento verdaderamente revolucionario el siglo XVI europeo no son las guerras de religión ni las polémicas teológicas que ensangrentaron los campos y conmovieron los templos, sino lo que ocurrió en la oscura celda monástica que fue solitario y mudo testigo el alma atormentada de Martín Lutero. El hecho capital del siglo XVIII no es la revolución francesa, que estremeció a Europa, sino el pensamiento de un hombre tranquilo llamado Juan Jacobo Rousseau. Y el suceso esencial de la revolución comunista, que ha sacudido al mundo, no fueron los acontecimientos manejados por Lenin y Trotski, sino lo sucedido en el cuartucho de Londres donde un ignorado filósofo alemán escribió un pesado libro titulado El Capital. En rigor, el acontecimiento central de la historia de la humanidad fue el momento en el que en un desconocido villorrio del norte de Palestina una jovencita más desconocida aun pronunció la palabra que trajo a Dios a la historia.
La historia del país de los argentinos no es excepción a esta regla. El eco que determina el comienzo moral de la patria independiente, o, en otras palabras, el acontecimiento que marca la hora de la concepción de la nueva nación independiente que nacería en mayo de 1810 es, en la apreciación clásica, la invasión de los ingleses en 1806.
Pero en el conjunto de sucesos que componen este capítulo precursor de nuestra historia soberana, un hecho hay que es la clave de todos los otros, y este hecho tiene lugar en una fría mañana de julio, en una iglesia casi desierta, en una modesta celda del convento adjunto, y, esencialmente, en el corazón de un hombre que tomó una decisión sagrada ante los acontecimientos de la invasión. Este acontecimiento íntimo que abrió las puertas de un nuevo tiempo histórico está condensado en la fuerza de una sola palabra.
El documento es el texto de la página 8 del libro de actas de la Cofradía del Santo Rosario del Convento de Santo Domingo de Buenos Aires, redactado en la mañana del domingo 1º de julio de 1806, y que dice:
“Con motivo de haber sido rendida esta plaza el día veinte y siete de junio de mil ochocientos seis a las armas de su Majestad Británica...se experimentó decadencia y cierta frialdad en el Culto, por la prohibición de que se expusiese el Santísimo Sacramento. El domingo primero de julio no hubo más que una misa cantada, sin manifiesto –es decir, sin exposición del Santísimo- y habiendo concurrido a ella el Capitán de Navío de la Real Armada y caballero del Hábito de San Juan don Santiago de Liniers y Bremont, que ha manifestado su devoción al Santo Rosario, se acongojó al ver que la función de aquel día no se hiciera con la solemnidad que se acostumbraba. Entonces, conmovido en su celo, pasó de la iglesia a la celda prioral y encontrándose en ella con el padre prior Fray Gregorio Torres y con el mayordomo primero, les aseguró que había hecho voto solemne a Nuestra Señora del Rosario (ofreciéndole las banderas que tomase al enemigo) de ir a Montevideo a tratar con el señor Gobernador sobre reconquistar esta ciudad, firmemente persuadido de que lo lograría bajo tan alta protección”.
Toda la fuerza de este documento y del gesto decisivo que consigna está condensada en una sola palabra.
Esta palabra es entonces.
Dice en efecto el acta del 1º de julio de 1806 que Liniers se acongojó al ver que la sagrada liturgia de aquel día no se hizo con la solemnidad habitual, a raíz de la frialdad del culto, por la prohibición –inglesa- de exponer a la veneración de los fieles el Santísimo Sacramento, “entonces –dice el texto- conmovido en su celo, hizo voto solemne a Nuestra Señora...de reconquistar la ciudad”.
Sin duda a Liniers debió dolerle el saqueo de los bienes públicos y la usurpación del poder virreinal no menos que la derrota de sus armas frente a las del inglés, pero ni el dolor de ver los bienes públicos saqueados, ni la aflicción de contemplar la bandera extranjera en el Fuerte, ni la vergüenza de haber sido vencidos fueron suficientes para mover su ánimo a la acción y traducir la congoja en epopeya. Tal vez la aquiescencia de muchos criollos y españoles a los nuevos amos hizo vacilar su posición ante los hechos. Pero una cosa puso en claro sus ideas y decidió su voluntad: el ataque a la Fe. “Entonces –dice el acta- hizo voto solemne...de reconquistar la ciudad”.
He aquí, pues, cómo una sola palabra puede encerrar tanta historia y cómo un hecho totalmente íntimo ocurrido en el corazón de un hombre y revelado tan sólo a dos frailes en la soledad de una celda monacal, pudo encender la chispa que conmovería desde los cimientos al imperio en donde no se ponía el sol, y constituir las primeras contracciones del alumbramiento de una nueva nación”.