Director: Anthony Mann – 1958
ATRAPADO POR SU PASADO
El western es el género cinematográfico que mayor cantidad de convencionalismos nos despacha, lo que a cierta altura provoca un grado de previsibilidad y automatismo que nos cansa. Si la sumisión a las convenciones del género le bastan al director para ser comprensible –como ya lo afirmara un crítico- sólo el desviarse de esas convenciones harían el film interesante y a la obra adquirir una marca personal. Si el western es el cine convencional per se, eso mismo que atrae y fascina –y que no porta otro genero- es probable que se deba al carácter ritual de esas repeticiones, que atraen al espectador porque lo saca de su vida y mundo cotidiano a un lugar donde todo parece está por hacerse. No recuerdo dónde dijo el Padre Castellani que los films de “cowboys” son restos degradados o versiones modernas de los relatos de caballeros. Este carácter de fuera del tiempo que se logra mediante lo repetitivo de los arquetipos y peripecias, como sucede con todo el cine clásico, es un resto de lo sagrado que el hombre no ha podido sacarse de encima, y que, no asumido en sus deberes religiosos, vuelca de manera profana en los relatos que lo sacan momentáneamente de su presente y su condición. Esto sucede con los hombres que se apasionan y se entregan sentimentalmente en las obras donde, también, se busca la sabiduría, allí precisamente donde –por hacer de ello un sucedáneo – le será escamoteada.
Ha sido llamado el cine por excelencia, aunque habría que decir: el cine norteamericano por excelencia. Es un cine donde la acción pura se deja ver arrastrada por el paisaje mismo inexplorado, aún no redimido. Las posibilidades de una visión católica de las cosas son allí escasas, diríase nulas (pensemos en que directores como Hitchcock o Capra jamás dirigieron westerns, en tanto que Ford mostró su lado católico principalmente en otros géneros). Sin duda esto ha de deberse a la clase de arquetipos que el western maneja, propios de un mundo donde la tradición estaba por hacerse, y la evangelización resultaba ajena en unas tierras salvajes e irredimibles para el protestante. Los arquetipos, por otro lado, en su nobleza y bravura primigenia, resultaban estrictamente inmodificables (No hoy día, lamentablemente, donde la degradación llega a todas partes, hasta incluso al punto de llegar a hacerse un western con cowboys sodomitas).
No obstante lo dicho, corresponde al western –o film de vaqueros- también, el expresar una moral clara y sin ambivalencias, donde el enfrentamiento del bien contra el mal se percibe casi de inmediato y donde, además, el triunfo del bien resulta desde el comienzo previsible. Triunfo del bien –y realización de los hombres en esta tierra- que se propone como premio que uno se da a sí mismo por haber luchado empeñosamente contra el mal, siempre revólver en mano. Se trata de una moral laica que reemplaza el pecado original por los defectos o deficiencias que los hombres están dados a superar, por su voluntad. Una épica rescatada, pero con arquetipos que, carentes de un alto ideal, terminan degradados o confundidos, donde tras la pelea esforzada puede surgir el temido desencanto (puede verse esto en los últimos films de Ford o Mann).
Los pistoleros se abrieron paso con la avanzada destructora del protestantismo puritano liberal, contrariamente a lo que ocurrió entre nosotros, donde esa avanzada a sangre y fuego de la ideología liberal no avanzó con el gaucho sino contra él, y precisó de su exterminio para acabar con una tradición hispano-católica muy arraigada. En algún sentido tenía razón Bernard Berenson cuando afirmaba: “El pionerismo en Norteamérica no soporta los trámites administrativos y busca en cada caso el camino más corto. El sentido de la justicia es dejado a los países que tienen tiempo que perder, es un obstáculo en las naciones dinámicas y fordianas”, sin aclarar en todo caso, que los países que “tienen tiempo para perder” son los de raíz católica, y no los protestantes. En alguna medida el cine tornó a rectificar esto, por caso recordamos aquel film de Raoul Walsh, “Along the great divide” (1951), pero donde esta búsqueda de la justicia se da de manera individual y muy especificada en un determinado personaje, siempre en antagonismo con quienes lo rodean. Y si es cierto que aquello que citamos se aplica más a la historia de Norteamérica que a su reflejo en el cine, esto se debe a que por entonces la influencia católica en EE.UU. tenía su peso, fundamentalmente en el público necesario para llenar las salas. El cine no había reflejado del todo esa atroz realidad, y en compensación prodigaba historias de cowboys donde podía intuirse el fuera de campo de un país que hicieron –no evangelizaron-los protestantes. La ley del más fuerte, los duelos a revólver, graficaban esa forma de “hacer” un país. Pero el cowboy o vaquero, con estar dentro de esas coordenadas de acción, era un desprendimiento de esa cosmovisión, y no un representante del mismo. Por eso no es un prototipo, como sí lo es el gaucho, y más precisamente “Martín Fierro”. El gaucho lo es porque detrás de su drama está el drama del país; es El Derrotado. El cowboy no sólo no tiene un mínimo de conciencia religiosa o política o social, sino que no resulta derrotado. Allí el derrotado con todas las letras –o balas- fue el indio, que en lugar de ser cristianizado fue masacrado sin dilaciones. ¿Alguien supo asomarse un poco a todo esto? No hay por allí un “Martín Fierro”, pero creo que John Ford es el único que se ha aproximado a todas estas cuestiones. Justamente un irlandés católico que traía encima –aún sin pensar en ello- toda una tradición que tenía su peso a la hora de ver el mundo en que vivía, y que rescató ese poco de pasado work in progress que tenía América (porque, como escribió Julio Camba, “a los americanos no les falta más que una cosa: el pasado. Carecen de tradición, de abolengo, de genealogía(...) en América las cosas se hacen muy de prisa y con el dinero por delante. “¿Cuánto cuesta un pasado? Aquí está el cheque” ”). El resto debió recurrir a influencias múltiples cuando quiso elevar la puntería en un género que se repetía y copiaba a sí mismo.
Puede que en este punto alguien quiera ver en aquel personaje de “Liberty Valance”, Tom Doniphon (John Wayne), también un derrotado. Y es cierto, pero no a nuestra manera. Allí el cowboy es desplazado en un grado evolutivo hacia el progreso; el progreso acaba con él pero es él y su acción lo que permite que surja el demócrata-educador-político que va a construir ese país. El cowboy, bien se ve allí, sirve a otros fines. Es olvidado, pero no ha sido la contracara absoluta de aquello que ahora se impone, ha sido un personaje necesario y así se lo reconoce desde el cine. Por otro lado, ni Ford allí ni ningún director de cine que haya filmado en los Estados Unidos (o lo que ellos llaman América) ha osado o podido nunca discutir del todo aquel sistema. Hay que decir entonces que, católicos o no, el liberalismo democrático se ha impuesto como sistema y no hay vuelta de hoja. Sólo un pensador norteamericano se opuso a ello y así le fue: hablamos, claro, de Poe (al que podría sumarse Thoreau), “el único pensador genial –y frustrado- que ha producido Norteamérica”, como dijera Castellani, quien “estudió en Francia y en Inglaterra; y de haber realizado su constante deseo de radicarse en Gran Bretaña, no hubiera muerto de delirium tremens quizás...y de hambre” (Nueva crítica literaria).
Con respecto a esta película, Mann nos evita en ella los típicos duelos en medio de la calle o en el salón; las tabernas donde los hombres beben y juegan al póker; el sheriff y los indios; la diligencia y la caballería. La suya es un visión diferente y el tema que se impone claramente es un clásico de toda la poesía universal: el pecador que se regenera. O, más bien, el de alguien que se ha regenerado pero que es tentado a volver a su anterior vida delictiva. Tema que el cine norteamericano ha abordado muchísimas veces (recordamos ahora “Out of the past”, “Sólo vivimos una vez”, “Carlito’s Way”, “Johnny Handsome”, y muchas más en sus distintas variantes) y con diversa suerte.
Entonces: el pecador o criminal que ha cambiado de vida y ahora resiste a su pasado que vuelve y que lo tienta a ser como era antes. Decimos pecador aunque no hay aquí conciencia del pecado, pero sí de un mal que no se quiere ni debe hacer. ¿De dónde viene esto entonces? Esto viene de que ha existido –es decir, de que existe- el cristianismo, y en esta historia y en esta película quedan esos restos que hacen que un hombre se comporte como un hombre, que distinga el bien y el mal, y que, pudiendo fácilmente ceder al mal, se juega el cuero por seguir haciendo bien (o por lo menos, estar de su lado evitando el mal). Decimos que hasta allí llega el rebote del cristianismo aunque ni los protagonistas ni el director de la película lo sepan –el gran director Emil Antón Bundsmann era judío- , pero como el sol ilumina a buenos y malos esa luz reflejada permite ver ,aquí muy claramente, las diferencias entre unos y otros. Lo malo sería que se ponga el énfasis en algo que sobrevuela a través de casi todo el cine que se hace, una convicción que Gómez Dávila resumía tan bien de esta manera: “La causa de la enfermedad moderna es la convicción de que el hombre se puede curar a sí mismo”. No obstante lo cual es el amor de una mujer el mejorador que ha cambiado al personaje de Cooper. Y la pregunta sin respuesta sería: ¿y a la mujer quién la ha mejorado?
Agreguemos ahora un paréntesis para recordar unas palabras de Johan Huizinga sobre el cine (citadas por A. Faretta en su volumen “El concepto del cine”): “La película es un factor moral conservador. Exige, si no la recompensa de la virtud, al menos la compasión de sus dolores. Si justifica al bribón, en seguida disminuye ese sentimiento con algún elemento cómico o sentimental de sacrificio por amor. Para sus héroes pide simpatía conmovida y luego los recompensa con un feliz remate, efecto final imprescindible de todo verdadero romanticismo. En suma la película glorifica una moral sólida y popular, inquebrantada por dudas filosóficas o de otros linajes. Habrá quien diga: lo hace porque se lo exige el interés mercantil. Pero ese interés viene determinado por la demanda del público, mucho más que por los peligros de la censura cinematográfica. Cabe, pues, sacar como conclusión que ese código moral de las películas corresponde a las exigencias de la conciencia popular” (en “Entre las sombras del mañana”, Madrid, 1936).
Estas palabras que aciertan a describir la realidad del cine por entonces, con sus grandes méritos hoy olvidados, nos demuestran también (sin que Huizinga lo infiera) que ese principio moral, al adquirir el carácter casi-mecánico del clisé, con sus reiteradas fórmulas de Happy-end, su clara y rápida diferenciación entre héroes y villanos, su glorificación de esa moral en un deseo y obtención permanente de victorias por parte del público (y esto es propio de una sociedad protestante calvinista que cifra todo su hacer en la prosperidad en este mundo, pues aquí tiene su tesoro), todo esto, decimos, nos muestra a las claras que progresivamente, al no hacer mención del origen de esa “moral sólida y popular”, y las formas que dan la gracia divina para mantener un mínimo sentido de la moral, al convertirse aquello en un mero formulismo ritualizado en los films, fue desecándose de a poco y quebrantándose, como fue ocurriendo en esa “conciencia popular” que con el paso de los años fue exigiendo otras cosas. Entendamos entonces que de aquellos polvos vinieron estos lodos. Pero coincidimos en esto con Huizinga: busquemos el origen en aquella sociedad de la cual el cine era un reflejo, o, si quieren, en aquella Iglesia que ya no cumplía con sus deberes. Luego la TV vino a complicar y acelerar todo, pero ése es otro tema.
Cerremos el paréntesis y continuemos con nuestro hombre del Oeste. El personaje de Gary Cooper vio de pronto un día lo que era: ladrón y asesino sin escrúpulos, casi una bestia humana. Decidió irse de ese clan familiar criminal y ser otra cosa. Empezar de nuevo. Se casó y tuvo dos hijos, y ahora es un tipo decente. Su lucha ahora es por mantenerse así. Y para mantenerse así debe realizar hazañas. La mayor de las cuales tiene esta película es que el protagonista rescata a la cautiva (la muy bella cantante Julie London), y pudiendo aprovecharse de esa mujer –que para colmo se enamora de él- la respeta y continúa fiel a su matrimonio, y se la juega por ella, aún sabiendo que no podrá confortarla. Se desarticula de esta manera la clásica historia de amor con final feliz. Hay amor pero de otra clase al que el cine nos tiene acostumbrados.
Pero, además, tal vez el punto clave sobre el personaje de Jones (Cooper): se da cuenta en un momento que empieza a odiar a aquellos criminales que lo rodean, y hasta desea matarlos, y entiende que ya por este solo deseo vuelve a ser como ellos. Díganme si esto no es cristiano, hoy que tan fácilmente se justifica el libre pensamiento y el odio al enemigo y la venganza.
Vamos a ver otros detalles valiosos de la puesta en escena de Mann:
-El paisaje parece plegarse a los personajes que lo habitan, como si los reflejaran: un lugar yermo, ralo, desapacible e incoloro, con hondonadas y pedregoso, lo mismo que la casucha horripilante en que viven y se esconden como sabandijas los desastrados y sucios Dock Tobin y su banda.
-La pelea entre Jones y el forajido que obligó a desnudarse a la mujer, todo un ajuste de cuentas bien merecido, está mostrada de la misma brutal forma: es fea, nada “coreografiada”, los golpes no entran limpios, sino que hay agarrones, pisotones, manos en la cara, los dos personajes más en el piso que de pie. Una muestra cruel de cómo Jones termina cayendo –casi- a la par del otro, llegando casi hasta estrangularlo. A todo esto, el viejo Tobin (tío de Jones) se divierte como un chico ante el arranque de violencia desenfrenada de su sobrino, que vuelve a ser como él lo conocía. Llega a decir, después de presenciar gozoso la feroz paliza: “¡Link, le has dado vida a este viejo corazón!”. Este personaje de Tobin está jugado por el gran Lee J. Cobb (“Party girl”, “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, “Doce hombres en pugna”, “El exorcista”), caracterizando a un desquiciado y sentimental criminal que al final termina asumiéndose como un fantasma que se entrega sin esperanza a la muerte.
-El duelo entre Jones y su odiado primo Claude, en el pueblo fantasma, también tiene aquellas características: no sale “limpio”, sino que los dos personajes heridos se arrastran penosamente, y, finalmente tirados ambos en el piso, dirimen el pleito.
-El final de esa secuencia es magnífico: cuando Gary Cooper está a punto de marcharse de ese pueblo, con tres cadáveres a cuestas, aparece un mejicano, esposo de una mujer asesinada por uno de la banda de Tobin, y pregunta respetuosamente en español: “Señor, ¿qué pasó?”, a lo que Cooper sólo atina a responder: “I’m sorry” para luego irse. El mal, el sucio mal, la ambición desenfrenada ha llegado hasta allí y ha cobrado su víctima inocente. Para que no la olvidemos, Mann cierra la secuencia con este detalle que podría olvidársenos. El rostro cansado y resignado de Gary Cooper es perfecto para tal fin.
-Cuando Cooper se acerca por primera vez a la casucha–escondite de Tobin, Mann lo muestra desde lejos y en un travelling lateral, mostrando al personaje y luego a la casa donde llega. Intuimos que en esta hay vida, que alguien se esconde, cuando la vemos unida en el mismo plano junto a él. Lo mismo hacía Mann, por ejemplo en “Winchester 73”, donde en una misma toma vemos a los indios que atacan y los soldados replegados que se defienden, o en “The tin star”, donde los personajes dentro de un ámbito se ven acechados por los que están afuera, merced a la ubicuidad de los grandes ventanales. Mann no rompe la continuidad, los personajes están unidos y a la vez enfrentados.
La película nos muestra a un héroe que no coincide con los cánones del héroe de los westerns, no es el típico pistolero infalible del “farwest”, sino que con astucia y complicadamente, en inferioridad ante sus enemigos, no rehuye la pelea, salva a una mujer de toda una desgraciada vida y vence en el combate más difícil: ese que libra contra sí mismo. Ese es su heroísmo: no degradarse pudiendo hacerlo.
La realidad se parece a veces al cine, y otras veces es al revés. Pero esto es así: al rengo se lo conoce cuando camina, como dice el saber popular. Y al Héroe cuando evita caer de su condición, por confiar demasiado en sí mismo. Ser Héroe es estar incómodo en el mundo, como Jones en ese tren que no va a ninguna parte, porque el verdadero viaje para él es otro.