(Contra el terrorismo del arte)
domingo, 17 de mayo de 2009
NOTA - EL CINE Y LA POESÍA DEL ORDEN
EL CINE Y LA POESIA DEL ORDEN
(Contra el terrorismo del arte)
(Contra el terrorismo del arte)
Los periodistas dan la noticia de la inauguración de una muestra de arte conjunta entre Henri Michaux y León Ferrari (foto 1). Según opina el periodista Vicente Muleiro (que además de opinar es editor jefe de la revista de “cultura” Ñ del grupo Clarín), “la confluencia de ambos en una muestra es una ocurrencia creativa destinada a encaminarse como uno de los acontecimientos culturales de este año en Buenos Aires” (“El diálogo secreto de la palabra y la imagen”, Clarín, sábado 9 de mayo de 2009). No dudamos de esa afirmación porque, si este representante del establishment culturoso de la Argentina así lo dice, así ha de ser. ¿Acaso no se promociona la muestra con dos grandes fotografías junto a su columna, acaso no está la revista que él dirige destinada a tal fin, a promover esta clase de “cultura”? ¿No son ellos los que deciden los “acontecimientos culturales” de Buenos Aires?
Sin duda que los snobs acurrucados en el progresismo vergonzante y siempre al día se darán por enterados e irán a ver “lo que hay que ver” y simularán que les gusta lo indigerible para no ser tildados de “políticamente incorrectos” o “retrógrados”. Peor aún:”discriminadores”. ¿A qué sorprenderse? Pero el punto al que queremos ir es otro.
Dejemos de lado si el pintor y poeta francés Michaux, muerto hace 25 años, aceptaría una tal concurrencia exhibicionista con Ferrari. Eso no se sabe. Y no tiene importancia. El asunto es lo que se quiere hacer pasar por arte, porque, recubriendo la página del artículo de desgastadas palabras, se deja de lado lo esencial, a saber: si eso que se exhibe es o no es bello. Desde luego, los mamarrachos fotografiados (hacemos hincapié en Ferrari) bastan para saber el porqué estos muchachos de la prensa intentan defender y justificar semejante engendro, garabatos que no son ni palabras ni son imágenes, y que posiblemente un drogado o un borracho podrían imitar con mejor suerte.
Hablamos de drogas y Michaux, experto en la materia (véase sus libros “Conocimiento por los abismos” o “Las grandes pruebas del espíritu”, donde vierte sus experiencias bajo los efectos de diferentes drogas y hongos alucinógenos), podría abarcar el sentido de dicha muestra. Sólo así, sólo desde el punto de vista médico, psicológico o criminalístico, no desde el estético, puede cobrar interés la referida muestra de arte. Porque donde no está la belleza o la poesía, no está el arte. Y por lo tanto la estética nada tiene que hacer allí. Cuando leí al periodista Muleiro en estas palabras: “Ambos pretenden que las palabras, no solo a través de su significado, sino desde su pura materialidad, huyan de todas las cárceles”, recordé de inmediato un diálogo chestertoniano, largo y memorable diálogo que es el que sigue:
“Gregory prosiguió en su tono grandilocuente.
-El artista es uno con el anarquista; son términos intercambiables. El anarquista es un artista. Artista es el que lanza una bomba, porque todo lo sacrifica a un supremo instante; para él es más un relámpago deslumbrador, el estruendo de una detonación perfecta, que los vulgares cuerpos de unos cuantos policías sin contorno definido. El artista niega todo gobierno, acaba con toda convención. Sólo el desorden place al poeta. De otra suerte, la cosa más poética del mundo sería nuestro tranvía subterráneo.
-Y así es, en efecto –replicó el señor Syme.
-¡Qué absurdo! –exclamó Gregory, que era muy razonable cuando los demás arriesgaban una paradoja en su presencia-. Vamos a ver:¿Por qué tienen ese aspecto de tristeza y cansancio todos los empleados, todos los obreros que toman el subterráneo? Pues porque saben que el tranvía anda bien; que no puede menos de llevarlos al sitio para el que han comprado billete; que después de Sloane Square tienen que llegar a la estación Victoria y no a otra. Pero, ¡oh rapto indescriptible, ojos fulgurantes como estrellas, almas reintegradas en las alegrías del Edén, si la próxima estación resultara ser Baker Street!
-¡Usted sí que es poco poético! –dijo a esto el poeta Syme-. Y si es verdad lo que usted nos cuenta de los viajeros del subterráneo, serán tan prosaicos como usted y su poesía. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. Nos parece cosa de epopeya que el flechero alcance desde lejos a un ave con su dardo salvaje, ¿y no había de parecérnoslo que el hombre le acierte desde lejos a una estación con una máquina salvaje? El caos es imbécil, por lo mismo que allí el tren puede ir igualmente a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un verdadero mago, y toda su magia consiste en que dice el hombre:”¡Sea Victoria!”, y hela que aparece. Guárdese, guárdese usted sus libracos en verso y prosa, y a mí déjeme llorar lágrimas de orgullo ante un horario del ferrocarril. Guárdese usted su Byron, que conmemora las derrotas del hombre, y déme a mí en cambio el Bradshaw, ¿entiende usted? El horario Bradshaw, que conmemora las victorias del hombre. ¡Venga el horario!
-¿Va usted muy lejos? –preguntó Gregory sarcásticamente.
-Le aseguro a usted –continuó Syme con ardor- que cada vez que un tren llega a la estación, siento como si se hubiese abierto paso por entre baterías de asaltantes; siento que el hombre ha ganado una victoria más contra el caos. Dice usted desdeñosamente que, después de Sloane Square, tiene uno que llegar por fuerza a Victoria. Y yo le contesto que bien pudiera uno ir a parar a cualquier otra parte; y cada vez que llego a Victoria vuelvo en mí y lanzo un suspiro de satisfacción. El conductor grita: “¡Victoria!”, y yo siento que así es verdad, y hasta me parece oír la voz del heraldo que anuncia el triunfo. Porque aquello es una victoria: la victoria de Adán.
Gregory movió la rojiza cabeza con una sonrisa amarga.
-Y en cambio- dijo- nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: “¿Y qué Victoria es ésa tan suspirada?”. Usted se figura que Victoria es como la nueva Jerusalén: y nosotros creemos que la nueva Jerusalén ha de ser como Victoria. Sí: el poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo: el poeta es el sublevado sempiterno.
-¡Otra! –dijo irritado Syme-. ¿Y qué hay de poético en la sublevación? Ya podía usted decir que es muy poético estar mareado. La enfermedad es una sublevación. Enfermar o sublevarse puede ser la única salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen si es cosa poética. En principio, la sublevación verdaderamente subleva, y no es más que un vómito”.
(“El hombre que fue Jueves”, capítulo I; traducción de Alfonso Reyes).
Aunque parezca malicioso, Chesterton viene a dar con la palabra exacta para definir aquello mismo que viene a ser este “arte” moderno, tan actual; en efecto, personalmente tuve una vez la desagradable visión de lo que parecía ser un vómito sobre una tela, colgado en el hall de entrada del Fondo Nacional de las Artes. Por si hiciera falta convencimiento de tal horror, el lector no tiene más que ingresar a la página oficial del “artista” y blasfemo León Ferrari, donde podrá leer cosas como éstas (perdone el lector la desagradable experiencia, pero la misma dará a conocer enteramente la clase de canallas, verdaderos terroristas del “arte” de quienes hablamos):
“2004: Obras recientes
Desde su última exposición en el Centro Cultural Recoleta, Ferrari desarrolló nuevas series en torno a los dos ejes que diferencia en sus trabajos:
Las obras con significado, con intención cuestionadora, y aquellas que no lo tienen. Entre las primeras estoy haciendo una serie de tribunitas, de 50 x 50 x 50 centímetros con unas diez gradas. Puse allí unos 100 santitos. Se llama “Monoteísmo”. Estoy haciendo otra un poco más grande, llena de corderos blancos, muy lindos, y en el medio una vela roja con forma de pene. Se llama “Cordero y pecado”.
Las gradas las hizo Yaya Firpo, un artista que me da una mano en el taller. Tengo en mente otra tribuna que se va a llamar “La creación: en el medio un diablo, un Exú del sincretismo brasileño, y en las gradas: una estatua de Hitler, florcitas, animalitos, cosas. Pensaba hacer otra que se llama también “La creación”, en el medio Jehová, o Cristo porque si bien en la Biblia, en el Génesis dice que la creación es obra de Jehová, San Juan afirma que todo lo hizo Cristo. Pienso pegarlo en el medio de un tablero, rodeado de cuanta lacra encuentre en libros de medicina, lepra, cánceres y sidas, y algún santo. Por otra parte, sigo trabajando con juguetes. Hice una serie de aviones de guerra que adorné algunos con plumas, otros con palomitas blancas de la paz, hay uno con un loro. También tanques de guerra conducidos por la estatua de la Libertad, por Jesús y María. Y algunas cocinitas de juguete con santos y vírgenes y un microondas que da vueltas cuando se toca un botón y muestra a un grupo de santos asándose.
Estuve haciendo un video con Ricardo Pons. Compré frente al Club de los pescadores en la Costanera Norte un paquete de lombrices grandes, gordas. Las lavé en un balde para sacarles la tierra y las puse en el medio de una tabla blanca de 100 x 70 centímetros. Ricardo las filmaba mientras las lombrices se corrían hacia los costados cubriendo todo el rectángulo. Resultó un cuadro movedizo. Pensé terminar el video con una gallina hambrienta comiendo vorazmente el dibujo. No sé si lo voy a hacer. Pero me gusta la idea del arte que dibujan las lombrices, que luego es comido por la gallina y que después, se puede terminar, es defecado sobre un infierno de Boticelli. Es decir cubrir todo el ciclo: arte animal, arte comido y arte defecado sobre la idea principal de nuestro patrimonio cultural: arte suplicio, arte infernal, arte castigo. No se cómo llamar a esos cuadros horribles tan bien pintados”.
Se dice que estos hombres buscan huir de todas las cárceles. De todas podrán escapar, menos de una: la cárcel que llevan en sí mismos, la esclavitud del pecado, el desorden desencadenado, la anarquía destructora, la imbecilidad incansable, la inmundicia perenne, la mediocridad invencible, en fin, el propio infierno. Son enfermos que desean contagiar su enfermedad al mundo entero, poniendo bombas por aquí y por allá, porque sus ojos no soportan la salud. Niegan todo gobierno y toda convención, como dice Chesterton, son los eternos sublevados (y subvencionados) que, al decir libertad dicen desorden, y en el egoísmo que los esclaviza dan la espalda a la comunidad en la que viven. Y como sublevados que son, lo hacen como su padre el demonio contra Dios y su verdadera Iglesia, la Católica. Nota Michaux en su libro sobre y desde las drogas un detalle interesante: “Observación curiosa del criminólogo belga E. De Greeff, en Ames criminelles, Casterman, 1947: “En casi todos los prisioneros de Lovaina que caen en una idea delirante, se observa en un momento dado, anterior en algunos meses o un poco más a la aparición del delirio, una conversión al protestantismo. Es un hecho: quieren la Biblia sin interposición de nada ni de nadie”.” (“Conocimiento por los abismos”, Editorial Sur, 1972). Se habla allí de la teomanía, pero se reconoce un caos o desorden del pensamiento, de la inteligencia, la cual debe estar sujeta a una autoridad superior para subsistir. Se trata, de otra manera, del pensamiento anárquico en uno de sus tantos reflejos, de la libertad absoluta, que es proclamar la muerte de la libertad y de la inteligencia.
Dice otro periodista de estos “artistas”, en tono elogioso y servil, no puede ser de otra forma: “Iconoclastas, irreverentes, ambos circularon por los bordes del arte, ajenos al circuito formal y al mercado –patrón que pone un precio al genio. También esa libertad, esa no pertenencia, esa aura, se respira en...”, ignorando por un lado que casi todas las más grandes obras de arte de la humanidad han sido realizadas por encargo y bajo estrictas condiciones impuestas por un patronazgo; y segundo, precisamente, que ese condicionante o sometimiento no es impedimento sino condición de la verdadera libertad. Y que ese límite formal o estético es un requisito para que aflore la poesía.
¿Y el cine qué tiene que ver con todo esto?
La relación viene por partida doble. La estupenda y luminosa asociación de Chesterton entre poesía y trenes que llegan a su destino fijado de antemano, victoriosamente, nos recuerdan al por ese mismo entonces joven inglés Hitchcock, aficionado empedernido a los horarios de los trenes, que aprendía de memoria como quien aprende la letra de su canción favorita. Hay una misma inquietud satisfecha con el orden renovado diariamente por sobre el siempre acechante caos. Es una percepción extraordinaria y gozosa de esa “victoria de Adán” sobre el desorden que él mismo trajo a esta vida. Esto es claro en los films de Hitchcock, pues cuando se falla y no se llega a la meta es porque han intervenido las fuerzas del caos para interrumpir ese viaje. A veces es uno mismo quien provoca ese desvío producto de la anarquía (“Psicosis”), otras veces puede ser que estalle una bomba –como en “Sabotage” (foto 2)-, obra de un anarquista. “Lo poético es que las cosas salgan bien”, decía también Chesterton, a través de un personaje. Por eso sus propias obras o las de Hitchcock eran poéticas, en la medida en que estaban bien hechas, en la medida en que esa flecha acertaba en esa meta trazada de antemano. Y por eso también, al mostrar el caos, el desorden, la anarquía latente y posible, perturbadora, que es lo fácil, mostraban el misterio de la vida, visible para quien desee verlo, hasta en la llegada a tiempo del tren a la estación exacta.
La segunda relación nos viene a cuento del título con que el citado periodista opina sobre la muestra de “arte”: “El diálogo secreto de la palabra y la imagen”. Porque sin darse cuenta el mismo está usando una expresión valiosa para mencionar una de las tareas que el cine ha sido capaz de acometer. Y en ese diálogo, secreto y público a la vez, las palabras sólo pueden huir de la cárcel (de la cárcel de las ideologías) no dejando de ser lo que son, sino, desde lo que son, subordinadas voluntariamente a la imagen, mostrar cuál es y cuál no es su lugar. Y en ese diálogo secreto nos dirán entonces cosas que son bellas y poéticas, porque estarán sometidas a la verdad. Y el pensamiento será en verdad libre, porque antes supo someterse al orden de las cosas.
P.S.: Concluido lo anterior, apareció mi amigo el abogado del diablo, para inquirirme: “Ah, ¿pero entonces “La llegada del tren” de los Hnos. Lumière es una película poética?” Planteo muy interesante, muy propio de él. Le respondí así: Si la llegada del tren representa una victoria contra el desorden, el caos, en definitiva, las fuerzas destructoras del pecado, entonces es lo más poético del mundo. Si la llegada del tren representa que se ha vencido, no al desorden, sino a los caballos, y si el problema es la lentitud de los caballos, entonces no tiene nada de poético, y es lo más prosaico del mundo. Es decir, si se toman los medios por fines –y a mi entender es el problema de los Lumière-, entonces ese orden ya está siendo ocupado por el caos, que, como vemos hoy en el cine, lo ha desbordado.