Solamente, para mencionar un hecho que nos duele, tenemos dos cosas para decir.
Mel Gibson es indefendible.
Y Mel Gibson es inatacable.
Es inatacable porque sus pecados no afectan a la obra realizada hasta hoy, una obra nunca usada para impartir una mala enseñanza. Sus películas son inobjetables moralmente. Sus películas no atacan a la Iglesia, como las de otros directores muy premiados. Sus pecados personales –como los de cada uno de nosotros- ofenden a Dios y pueden perjudicar a personas cercanas a él. Aunque deploramos que eso ocurra, en eso no somos quiénes para meternos. No estamos acá para juzgar a nadie.
Mel Gibson es indefendible porque lo que ahora necesita no es un defensor, sino un intercesor. No necesita un defensor, no necesita a los amigos de Job –aunque este último no tuviera las culpas que le achacaban. Gibson necesita un remedio que está más allá de las palabras. Necesita oraciones, y las necesita en mayor medida porque mayores son sus tentaciones y sus enemigos. Especialmente los enemigos interiores, que el ambiente de pecado, hostil, atractivo y fácil que lo rodea no hace sino que resurjan una y otra vez.
Cuanto más alto sube un hombre, más estruendosa es su caída. Especialmente cuando no se es un mediocre.
Le pasó a David, “varón escogido según el corazón del Señor, que con boca santa tantas veces había cantado a Cristo venidero, cayó cautivo de la belleza desnuda de Betsabee mientras se paseaba por el terrado de su palacio, y añadió al crimen del adulterio el otro del homicidio. Notad aquí brevemente que no hay lugar seguro ni siquiera en la propia casa, y que una sola mirada basta para arruinarnos” (San Jerónimo, Carta a Eustoquia). Una mirada le bastó al gran David para caer, al gran David que tanto amaba a Dios.
Imaginemos todo lo que lo rodea a Mel Gibson.
E imaginemos qué fácil podemos caer nosotros mismos, aun teniendo menos facilidades de parte del mundo.
“Una mirada, tan sólo una mirada
hizo caer al rey David.
Tú paseas tus ojos como si nada
De allá para aquí.
Dejas tus ojos correr tras la figura
Porque no llegas a advertir,
Que tras los ojos el corazón se apura
En el pecado consentir.”
Hemos hecho mención a la oración, y no es éste un tema sobre el que no debamos insistir, ya que sin la oración no podemos resistir a las tentaciones, y sin oración continua más desprevenidos estamos. Tal ha sido, sin ninguna duda, lo que le ha ocurrido a Gibson.
“Sin oración –decía San Alfonso María de Ligorio- no puede haber fuerza para resistir al enemigo ni para practicar las virtudes cristianas”. Y San Lorenzo Justiniano: “Al cristiano no le es posible practicar virtud alguna sin el auxilio de la oración”, y Santa Catalina de Bolonia: “El que no tiene frecuente oración se priva del lazo que más fuertemente une al alma con Dios, por lo que no será difícil que, al verla sola, el demonio logre conquistarla”. Y ya Nuestro Señor mismo: “Rezad, para que no caigáis en la tentación” (Mc, 14, 38).
Por lo que se ve que debemos conquistar un tiempo para la oración desalojando ese mundo que nos cerca y tienta con sus solicitaciones inagotables, por nosotros y por aquellos que tropiezan y caen notoriamente, tras haberse mostrado dóciles a la gracia divina, por cuyo medio produjeron los ansiados buenos frutos. Orate fratres.