Director: Archie L. Mayo - 1936
EL CEREBRO PUTREFACTO
(O una excelente muestra del veneno que el liberalismo supo inocularnos a través de Hollywood)
La película empieza atrayéndonos: un lugar desértico, puede ser Nevada, Nuevo México o Arizona. Un hombre hace dedo infructuosamente en la polvorienta ruta. Hay una estación de servicio con un bar. Bette Davis, gran protagonista de todos aquellos melodramas de los 30’ y 40’, es aquí una joven soñadora llamada Gabrielle, nacida en Francia y encargada de atender el bar. Ansía viajar a París, donde vive su madre. Su padre vive aquí con ella y regentea el negocio. La chica no cuestiona sino que aprueba la separación, y afirma que nunca se casará porque quiere ser libre (acá ya se empieza a manifestar el rancio romanticismo de la película y la idiota idea de que Francia representa la libertad, etc.) El padre es un patriotero de pacotilla que cree en la “Libertad” (como parece es un deber de todo buen americano) y se junta con ex-miembros del ejército local, bastante caricaturizados. El abuelo es un viejo parlanchín que viene a ser el Walter Brennan del film, el personaje simpático –pero acá casi ridículo. El empleado de la gasolinera es un fortachón jugador de football enamorado de la Davis, que lo deja insistir sin saber del todo para qué. Allí va a parar el tipo que hacía dedo, que se define a sí mismo como “una especie en extinción: un intelectual” (lo dice con el tono de cajetilla que tendría alguno de nuestros amanerados y ridículos intelectuales, esos que Anzoátegui supo sancionar en su “Vidas de muertos”). Dice que fue escritor en Francia, se casó y la mujer lo abandonó –lógicamente- y ahora está ahí sin saber para qué vivir, casi la historia lastimera del tango. Típico y adelantado “intelectual” como los franceses que posteriormente iban a derrochar pesimismo, ideas revolucionarias y “existencialismo” –aunque éste es inglés- no sabe nada pero se la pasa hablando sin parar “ingeniosamente” y con sentido “poético” de las cosas de la vida. Un pedante que la juega de “looser”*. Un aire trágico emana de su figura, y como un olor a encierro, propio no de un cuarto de estudio sino de una filosofía copiada de un obsoleto manual en francés. Romanticismo infecto como el que pululó en nuestra América el siglo XIX y ya entrado el XX. Este espécimen afectado hubiera estado en su ambiente en aquel salón literario y con los inservibles que se fueron a Montevideo en época de Juan Manuel.
Hasta aquel paraje van a parar también un famoso gángster y parte de su banda, fugitivos de la justicia. Duke Mantee, tal el criminal, interpretado por Humprey Bogart, que demuestra que podía hacer tan bien papeles opuestos entre sí. Este gángster es presentado como un casi simio, que apenas sabe esbozar unas pocas palabras, la encarnación de la brutalidad frente a la “sensibilidad” y “humanidad” del otro, interpretado por Leslie Howard –de quien, tras haberlo visto en este film, nos prometemos no ver ningún otro donde reaparezca su lamentable figura. Este personaje llamado Alan enamora a la Davis con su cínica verborrea.
También van a parar a ese bar en el desierto un matrimonio: el tipo es empresario o banquero y la mujer una tilinga que se la pasa reprochándole el no haberla dejado seguir sus sueños, esto es, ser una actriz de Hollywood. Le llena la cabeza a la Davis con esas ideas “liberadas” y hasta simpatiza con el gángster. Lógico, el marido es un perfecto burgués.
Frente a todos estos problemas el autor de la obra no encuentra mejor solución que el nihilismo. Alan encuentra el sentido de la vida en la chica, así que firma “heroicamente” –sin que ella se entere- la póliza de seguros que lleva encima para que le quede todo el dinero a ella. Tras lo cual le pide al gángster que lo mate. Así, se “sacrificará” por el bienestar y la felicidad de la mujer que ama, para que cumpla sus “sueños”. Le cortará el deseo de ella de estar juntos por un poco de dinero. El increíble retorcimiento, la imbecilidad y perversión de este argumento suscitaron la admiración de Borges. ¿Puede extrañarse? El protagonista está casado o divorciado, flirtea con la jovencita, a los cinco minutos de conocerla la besa, porque “no pude resistir la tentación”, le llena la cabeza de boberías, cuando aparece el criminal, en vez de jugarse la vida como el futbolista que hace el intento, hace la más fácil: lo incita al criminal a que siga pecando y tiene un ánimo suicida pero por cobarde le pide al otro que lo mate, supuestamente por una buena causa. Y es presentado al final como un ejemplo del amor romántico y sacrificado –más o menos como Di Caprio en Titanic, después de habérsela “lastrado” a la chica en el asiento trasero de un auto, tras lo cual la salva para que “cumpla sus sueños” y sea una mujer liberada y actriz hollywoodense-. ¿No se advierte que Hollywood –ése Hollywood- no ha cambiado en nada?
Ese amor más grande que todos, cual es el de dar la vida por los propios amigos para salvar sus almas y que lleguen al cielo, como nos enseñó Cristo, es acá suplantado por el suicidio asistido para cobrar un seguro que le permita a otro vivir el paraíso en la tierra, con sede en París. ¿No se advierte la mano de los pérfidos enemigos de Cristo en todo esto? No recordamos argumento más bochornoso. Pero sí los malos ejemplos emanados de aquella “fábrica de los sueños”, especialmente a través del melodrama: divorcios e infidelidades, argumentos retorcidos donde todo vale por la felicidad ajena, como éste o el de “Stella Dallas” o el de “La gran mentira”, entre tantos. Nos parece evidente la depravación de lujo que por parte de aquellos productores se les vendía a los norteamericanos para que vivieran de esa forma. Y ellos, para su desgracia, la compraron.
* “Había empezado a ser así para conmover a las mujeres y enseñarles su palidez de cadáver, y terminó convenciéndose a sí mismo de que su palidez era una misión. Confundió la mística con la anemia” (Anzoátegui, sobre Amado Nervo)