Director: Howard Hawks – 1939
EL PARAÍSO DE LOS TEMERARIOS
(O la supervivencia del más apto en un mundo sin Dios)
Si yo no fuera católico, y si no creyera que Cristo resucitó y venció a la muerte (cuando digo “creer” hablo de un conocimiento, no de una opinión, claro está), y si no creyera en el Cielo y el Infierno y si pensara –en contra de la historia humana- que todo se acaba con esta vida mortal, entonces sostendría que esta película es una de las cimas del cine y que lo que propone –vivir peligrosamente, temerariamente, vivir una intensa vida de acción- sería lo único honorable que nos quedaría. Esta especie de desesperación que se habrá advertido en el planteo del film es la consecuencia inevitable de proponer una vida signada por el azar o por la fatalidad, sin trascendencia, puesto que si el intelecto se equivoca –al no reconocer que “en el principio era el Verbo”- entonces la praxis será equivocada. La acción, apretada porque “sabe” que todo se termina en esta vida, prima sobre la contemplación. La técnica sobre el conocimiento. Hasta el llamado “idealismo”, viciado por ese primer conocimiento erróneo, encabalgado sobre la “acción”, se entrega con frenesí a la aventura como manera de callar esa nada que le espera al final del camino.
“Calling Barranca...Calling Barranca...” Ese llamado que se escucha repetidamente en el film por parte del vigía desde lo alto de la montaña, y que aparece al final como un llamado a la realidad de esa acción que debe continuar sin fin, podría haber sido el símbolo del llamado hacia la trascendencia que desde lo alto reciben los personajes en su apurada cotidianeidad. Pero no es así, ya que Hawks no cree en la trascendencia. Hawks no cree en Dios, no cree que Cristo resucitó de entre los muertos (ni le preocupa), el volar es sólo una manifestación de la libertad del hombre y su autoafirmación frente a la nada. De allí que el título del film sea sólo un anzuelo y nada más, ya que Hawks no cree en los ángeles. Los hombres no tienen alas, pero se elevan y vuelan, he allí su libertad. He allí el goce pasajero de la vida. Desde luego, Hawks no propone la anarquía, sino que deja en claro –como ya alguien destacó- la diferencia entre “profesionales” y “aficionados”, entre responsabilidad e irresponsabilidad, lo cual para Hawks no se reduce sólo a un hacer práctico sino a la vida entera.
Los profesionales de esta película: Jeff (Cary Grant) y McPherson (Richard Barthelmess) son los que sobreviven, los expertos. Los amateurs, Joe (Noah Beery Jr.) y Kid (Thomas Mitchell), son los que sucumben, los que fracasan y mueren. Los primeros son apuestos y tienen mujer. Los segundos, no. Pero en el mundo de Hawks tanto unos como otros buscan lo mismo: desafiar el peligro, conseguir lo que buscan a pesar de todo. Una voluntad indómita los empuja. Pero aquí está el problema: se confunde la valentía con la temeridad. “La virtud de valentía nos habilita a soportar lo adverso y acometer lo difícil” (Santo Tomás). La valentía reconoce un miedo propio y se fuerza a vencerlo. La temeridad, en cambio, no mira dentro de sí porque teme encontrar el miedo, y se lanza a la acción desafiando insensatamente a la muerte. Por miedo a soportar lo adverso se lanza a acometer lo difícil sin consultar a la prudencia. En la película, Grant es el jefe y como tal sabe ganarse el respeto de sus hombres, acometiendo las acciones más peligrosas. Pero el riesgo que corre, por ejemplo cuando sale en una noche tormentosa a cruzar las montañas con un pequeño avión, sin una verdadera y urgente necesidad –sólo transporta correspondencia- lo que hace este personaje es demostrar lo poco que para él vale la vida humana, algo coherente para quien no la cree hechura de Dios, sino producto del azar. De allí que, aunque tenga sentimientos, dos minutos después de que uno de sus hombres se matara al caer su avión, éste y el resto puedan cantar, comer y beber como si nada hubiera pasado. Como si se hubiese muerto un perro o una vaca. Ese no pensar en la muerte, esa negación total de la muerte es lo que hace que la película tenga un ritmo dinámico y febril, una acción continua, todo condensado en el tiempo y el espacio. La muerte que ronda sus vidas los confina a una acción frenética en un tiempo y un espacio que los aprisionan. Todo parece que debe decidirse ahora. No pueden detenerse. (Nótese esto: en Howard Hawks la muerte aparece fuera de campo; en el católico Hitchcock aparece en escena o dentro del campo visual). Los mismos hombres de Jeff se ven influidos por éste para ser así, y desafían la muerte –desobedeciendo a Jeff- porque quieren ser como él y no pueden: esa diferencia entre profesionales y aficionados es infranqueable. La escena de la muerte de Kid, muy bien realizada, es también una muestra desesperada del camino que ellos creen los conduce a la nada. Nos recuerda otro final terrible, el de la muerte de Burt Lancaster en “La venganza de Ulzana”, donde orgullosamente afirma que no rinde cuentas a nadie, que no quiere saber nada de Dios, y para mostrarlo, termina armando un cigarrillo. Como dice un tango:
“Yo quiero morir conmigo,
sin confesión y sin Dios,
crucificao en mis penas
como abrazao a un rencor.”
O este otro:
“Yo no quiero la comedia
de las lágrimas sinceras,
ni palabras de consuelo,
no ando en busca de un perdón”.
Alguno podrá pensar que es una vida bella, desafiar al peligro, no conocer de rutinas, exigirse hasta morir heroicamente. Pero ¿eso es heroico? ¿Acaso mueren por el prójimo, por la patria o por Dios? ¿Mueren por defender el honor de una mujer? No. Mueren por la desesperada empresa económica de un amigo (el holandés). ¿Eso no es dar la vida por los amigos? No, porque en ello al amigo no le va el alma ni la vida, solamente deberá empezar a trabajar en otra cosa que no sea la aviación. Lo cierto es que no está bien rehuir el peligro y se debe afrontar lo que se deba pero sin que por ello se arriesgue insensatamente la vida que Dios nos dio para glorificarlo (así nos enseña Mons. Straubinger, al comentar aquel pasaje en que San Pablo relata cómo se escapó metido en un canasto de la ciudad, de “una estéril muerte”, dice el comentador bíblico, pero, desde luego, tiene puesta la mirada en lo más alto y no en esta vida transitoria, como Hawks). Lo contrario de la vida cómoda es el combate, no la acción desmesurada o la búsqueda de emociones. Se debe estar por la vida incómoda porque se busca la verdadera vida prometida y no porque se huye del tiempo que es ganado por la muerte. “El mejor drama es aquel que tiene como tema el hombre en peligro”, dijo Hawks. Pero, el mayor peligro es el de perder el alma, drama del que Hawks no tenía noticias. Los dos actos de la valentía son el aguantar y el arrojarse, como bien nos enseña la teología. De los cuales el mayor es aguantar. Desde luego, la paciencia no es “cinematográfica”, por lo tanto la narración se vuelca a la intrepidez o arrojo. Ahora bien, dependiendo de la causa a la que se sirva, de los motivos para el acto y de la naturaleza del actor, esa intrepidez puede convertirse –como ya lo señalamos- en temeridad, la cual se deriva de la falta de prudencia. Y la prudencia viene de la contemplación, primer requisito del hombre de acción para que su acción sea fecunda-por lo menos en orden a lo sobrenatural. Porque lo primero es saber nuestro último fin.
Todo esto de lo que carece este film –y el cine de Hawks- no obsta a que se le reconozca su mano maestra en la dirección integral de sus películas, y es justamente ésta una contradicción de este autor, porque si tiene un control tan absoluto de la forma y los detalles que componen la película, a la vez que elimina la divina Providencia de sus obras elimina también el concepto de azar: piénsese en la moneda de Kid con su doble cara, por la cual gana siempre sus apuestas, moneda falsa que se vuelve símbolo al final cuando a través de ella comprende la mujer los sentimientos de Jeff, pero símbolo involuntario también del planteo general de Hawks. No es el azar el que ordena las cosas, pero tampoco el Cielo. Es el director que crea un orbe cerrado y controlado, y que sin embargo no es capaz de advertir esta sabia disposición de las cosas en la naturaleza creada por Dios. Hawks no tiene más remedio que hacer que sus personajes se autoafirmen permanentemente. Si alguien cae en el camino es porque “no era suficientemente bueno”.
Ese reduccionismo aplastante es el que hace que Hawks no haya hecho sino films menores, pero de una coherencia y excelencia formal pocas veces alcanzados, que llevó a muchos a tomarlo por un gran autor (el mismo equívoco, v. gr., se dio entre nosotros con un escritor como Bioy Casares). Comenzaron esto los franceses de Cahiers con su “teoría del autor” y su declaración formal de ser “hitchcock-hawksianos”, como si se pudiera ser ambas cosas a la vez. Una muestra patética de su estrechez de miras o la puerilidad de su pensamiento (muy evidente es esto en la pobreza del cuestionario que Truffaut le sometió a Hitchcock en su libro, y de ahí ciertas reservas declaratorias de Hitchcock). Decimos que no se puede ser ambas cosas a la vez, la diferencia es muy clara: para Hawks Cary Grant es quien comanda un avión, mientras que para Hitchcock Grant es perseguido por éste. Son dos maneras de ser héroe, dos maneras de estar en el mundo, dos formas de ver al hombre: uno lo ve como quisiera que fuera (Hawks), el otro lo ve como es en realidad (Hitchcock); uno depende más de la acción de los actores (Hawks), y el otro de la acción de la cámara (Hitchcock). Los dos se unen en aquello que sólo a los que les interesa el cine por el cine mismo, son capaces de ver: estilos propios fuera de lo corriente o de lo que cualquier otro director podría hacer. Nadie se parece a ellos y todos sus films son muy personales. De allí aquella línea que los franceses adoptaron confusamente y sin resultados provechosos, excepto por cierto reconocimiento tardío a la trayectoria de ambos realizadores, lo que no es poca cosa. Pero, cabe insistir, postularse “hitchcock-hawksiano” es una contradicción en los términos que, a la larga, se termina pagando.
Decía Robin Wood en su libro sobre Hawks que la motivación esencial de los héroes de Hawks es el mantenimiento de la dignidad. No dice lo que esto significa: la glorificación del héroe como arquetipo del hombre rudo que no teme a nada porque nada hay por encima de él. Es un hombre infalible que siempre está en control de las situaciones (Bogart más que ningún otro en los films de Hawks). Wayne, por el contrario, y tal vez para diferenciarlo del John Wayne fordiano, es llevado por Hawks hacia el despotismo (Río Rojo) o la vulnerabilidad (Río Bravo, su mejor película) que se resuelve mediante la camaradería, la amistad que Hawks tan bien muestra pero que es más bien una forma de prolongar la evasión de una necesaria toma de decisiones adultas con respecto a una vida familiar, la búsqueda de un hogar y el sentimiento patriótico y comunitario. Hawks entiende que allí se terminaría la aventura. Chesterton sabía bien que en realidad allí comenzaba, como lo postuló tantas veces en sus escritos. Wood insiste una y otra vez en que Hawks construye sus personajes sobre “el deseo innato del hombre por el autorespeto y la propia identidad” porque ni él ni Hawks creían en el pecado original. De allí que esa apreciación –llevada hasta sus últimas consecuencias- fuera coherente, pero no por ello menos errónea.
Hawks, que fue un aviador consumado, corredor de autos y motos, amante de la caza y la pesca, amigo de parrandas de Hemingway, vivió hasta sus últimos años una vida a la medida de sus personajes. Sus films reflejan la vida que llevó y que quería. Una vida donde la mujer se une al hombre para asemejársele y compartir su vida de aventuras, o sino se queda afuera. Una vida que nos hace comprender aquello de San Francisco de Sales, cuando decía que “los ricos de placeres mundanos no pueden recibir placeres espirituales”. Intrépido, parece que con su vida y desde su apellido hubiese rendido honor a su nombre, halcón. Pero, hombre de sociedad, como buen halcón hubiese sido mejor que encontrara a su halconero, a su gran señor para quien volar y cazar. Hawks era halcón y no águila, y sólo el águila vuela solitario en las alturas, mas el halcón necesita el brazo del halconero, y porque no se entregó mansamente en su cine al brazo guía donde descansar, podemos decir a la vez: qué derroche de talento, pero, qué talento derrochado.