“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

domingo, 15 de noviembre de 2009

CRITICA



FEMME FATALE
Director: Brian De Palma - 2004
DEL BUEN Y EL MAL LADRON
(O cuando un excelente director de cine puede ser, tristemente, ambas cosas a la vez)





En la ceguera, corrupción y vulgarización del sentido artístico –entre otros frutos de nuestro tiempo - en que los católicos que son del mundo y los medios religiosos faltos de ardor vigilante, de sentido de la tradición, y sumergidos en un liberalismo con sus “libertades” y relajamiento de costumbres a cuestas, han caído, en ese impedimento para discernir que se conjuga con la falta total de imaginación, donde la injusticia puede encaramarse no ya por el desprecio de lo bueno, sino por una indiferencia pusilánime, se malentiende o no se quiere sospechar que no necesariamente una película debe en su fábula presentar un tema o ambiente religioso o clerical, para ser una obra católica. No se quiere ver que mediante parábolas habló Nuestro Señor, y que en ofrenda a un respeto por la inteligencia recibida –y que se debe hacer crecer-, a veces el sentido católico de una obra debemos inteligirlo obrando por nuestra parte, sin esperar componendas ni figuritas de estampa melosamente edulcoradas. Escribió Ramón Doll: “¿Qué es en rigor una novela católica? No es la que contenga personajes que profesen el catolicismo; ni cuyos personajes encarnan conceptos de la moral católica (no necesariamente, digo yo). Siendo católico aquel que cree en la Redención de Jesucristo, novela católica es aquella cuyos personajes son considerados constantemente por su autor, dentro de las grandes perspectivas que la fe en Cristo abre a la conciencia y a la voluntad. No es necesario que el personaje las conozca; es indispensable que su creador los vea con los ojos de su fe.”

“Con los ojos de su fe.”  Entonces cabe preguntarse, tras ver esta película (y, todavía, y peor aún, después de sufrir su último opus “La dalia negra”) ¿cuál es la fe de De Palma? ¿Podemos decir a esta altura que De Palma es católico –incluso “furioso católico”, como alguna vez nos llevó a creer, en nuestro torpe y juvenil entusiasmo, el crítico Ángel Faretta, quien sigue preso de esa idea? Señalemos que a pesar de provenir de una familia de origen católico, De Palma fue educado –por decisión paterna- en el protestantismo presbiteriano. ¿Acaso su complicada mirada es una reacción contra el puritanismo recibido, mezclado con los alocados años ’60 que atravesó sin defensas –se ve en su cine de entonces-, más una influencia hitchcoquiana asimilada sólo en lo más superficial? ¿A qué se debe su exasperación barroca exhibicionista, tal vez a una reacción contra aquello que se le ha inculcado contradictoriamente en su formación? Dejemos a Dios esas respuestas. Veamos lo que tenemos ante nuestros ojos.  “El modo como se vive tiene su influjo en el modo como se piensa”, escribió Mons. Fulton Sheen, y eso se hace extensivo al modo en que se escribe, se pinta o se filma. De manera que la contradicción forma parte del cine de este director, por momentos con escenas bellas y muy logradas,  por momentos horrendo e inhabitable. Tras lo cual debemos aceptar que si alguien todavía desea comparar su cine con el de Alfred Hitchcock, es porque aún no ha visto bien la obra de este último, ni por cierto la del primero.

Cierta vez, ese genio católico que fue Hitchcock, generalmente reacio a explicitar lo que magníficamente desplegaba en sus obras, habló de “la excesiva complacencia en el mundo; la gente no es consciente de la tragedia que nos rodea a todos”. De ahí sus “thrillers” o sobresaltos, su valoración del suspenso y el querer, involucrando emocionalmente al espectador mediante la identificación con los personajes, sacudirlo de su modorra mental, incitarlo a mirar para que, relacionando lo visto, suspendiendo la credulidad, vea. La vida cotidiana no puede ser confortable, aunque la resolución final del maestro nos facilite ese pasajero estado.

Brian De Palma simuló o jugó a ser un nuevo Hitchcock, pero sabiendo que no lo era. Más bien es –o fue- el lado oscuro que Hitchcock por una cuestión de sensatez, buen gusto, educación y fe religiosa, nunca dejó aflorar. “Eran otros tiempos”, podría argumentar alguno, y es cierto. Pero esos otros tiempos estaban hechos por otros hombres. Los hombres decisivos son los que –en cuanto pueden- influyen sobre su tiempo, y no al revés. De Palma parece hitchcoquiano, pero no lo es (lo corroboró alguna vez el mismo De Palma: “Hitchcock es de otra generación. Él es para mí un misterio, mientras que tengo la impresión de comprender a Kubrick íntimamente. Hitchcock es otro universo”, entrevista por Michael Henry, Positif nº 193, Mayo 1977). En nuestro dossier sobre Hitchcock desarrollamos la identidad del cine del maestro, y es aquello en lo que de Palma no lo sigue –lo que, desde ya, no significa un error sino una diferencia, pero que es necesaria establecer-. Veamos:

En Hitchcock la identificación del espectador con el protagonista es fundamental, no sólo para el seguimiento de las peripecias de este último, sino para la transferencia de esa culpabilidad –el pecado original- que porta el héroe, hacia el espectador que está contemplándolo. Hitchcock todavía confía en el espectador. Una identificación que De Palma no busca o descuida, porque aborrece o desprecia al espectador, tal vez tanto como a sus protagonistas. Esta falta de empatía es la primera causa de la insatisfacción final de sus películas. En segundo lugar, y vinculado a esto, De Palma hace pasar todo conflicto por lo sexual (y esto de manera explícita), tratando a su espectador como a una especie de lascivo y degenerado mirón y facilitándole –si no lo es- el recurso para que lo sea, estampándole ante su mirada impávida escenas semi-pornográficas, incomodándolo mediante clips arteros y molestos planos: pensemos en la larguísima e innecesaria escena de film-porno de “Doble de cuerpo”, en el comienzo de “Vestida para matar”, en el fingido lesbianismo de “Femme fatale” o “La dalia negra” más un largo etcétera. De Palma colecciona escenas que resultan revulsivas para alguien que tiene un vero sentido religioso de la vida, de allí que parece a la vez despreciar lo mismo en que se complace, por lo que este “hijo de Onán” será muy apreciado por otros hijos del mismo padre, incluso de algunos que dicen y hacen creer que son católicos. Desde luego, no se trata de caer en la mojigatería, sino de evitar todo aquello que nos pueda escandalizar y que, además, puede ser sugerido y no mostrado brutalmente. Entonces: si primero el espectador –el sano espectador, decimos-  toma distancia respecto del protagonista del film, luego es inducido a “bajarse” de la historia con tales escenas que, además, no son indispensables para la comprensión del film. Además, está claro que –casi siempre- De Palma trabaja con una materia prima deplorable, en este film se hace más notorio al mostrar, al comienzo, una escena del clásico “Double indemnity”: después de ver eso las comparaciones son evidentemente favorables a Wilder y los actores de ese entonces.

Esta falta de identificación absoluta y exclusiva del espectador con el protagonista hace que el suspenso en De Palma no tenga el mismo efecto en nosotros que con Hitchcock, pues éste, por medios más sencillos, nos tiene atrapados e involucrados en lo que cuenta. Entre “La ventana indiscreta” y “Doble de cuerpo” hay un abismo, que De Palma se propone salvar mediante el virtuosismo espectacular o la provocación sexual. Otros dos ejemplos: La escena en que Grace Kelly se introduce en el departamento del asesino en “La ventana indiscreta” es mucho más efectiva que aquella de “Sisters” en que el que lo hace es un detective (Charles Durning). Con respecto a la sorpresa, comparemos la escena del asesinato de Janet Leigh en “Psicosis” y la –pretendidamente análoga- de Angie Dickinson en “Vestida para matar”: en la primera seguimos los pasos de la mujer escena tras escena, su punto de vista es casi el mismo que el nuestro, pero no hay nada perturbador hasta el momento del asesinato en la ducha. En la película de De Palma, en cambio, hay una larga escena de sexo –perturbadora para quien todavía tiene un sentido de lo que es el pudor y la castidad- en un taxi, prologado en un museo, donde los deseos de la protagonista no son nuestros deseos. Cero identificación y, además, cero conmiseración: todo es despreciable, bajo, degradado. Es, sí, lúcido, el hecho de que de Palma realice una escena “romántica” o “erótica” para luego hacerla trizas con el descubrimiento de la enfermedad sexual del hombre y el posterior asesinato. Entendemos lo que pretende De Palma, pero se pasa de listo. Acaso tenga razón en pensar que el espectador medio de hoy es un tarado, al que quiere “calentar” o excitar para tener atrapado, pero no debe hacer sus films sino precisamente para los que son más inteligentes que sus personajes, aunque sea hipotéticamente. Alguien podrá decir: eso es lo que De Palma hace, a través de materiales degradados. Permítasenos decir con Hitchcock: un film puede ser de horror, pero no debe ser horroroso. Por eso “Psicosis” es una obra bellísima, en cambio “Vestida para matar” es un muy feo pastiche.

 Finalmente: lo que hacía Hitchcock en “Vértigo” –desengañarnos-, es lo que parece buscar De Palma, con esta diferencia: que para Hitchcock las apariencias engañan, pero encierran también una verdad, aún belleza, por eso precisamente engañan, porque en el fondo llevan algo de verdad, pero no toda la verdad. Para De Palma, en cambio, todo es engañoso, feo, sucio, asqueroso y perverso. Hitchcock se esforzó en “Psicosis” por no mostrar ninguna parte íntima de la mujer en la ducha. De Palma –aggiornado- no tiene problemas en mostrar –regodeándose- lo que se le antoje, no hay nada que deba ser oculto, no hay misterio. De Palma es el exceso, por eso cae en el exhibicionismo formal mediante escenas muy logradas (el final de “Femme fatale”; la escena de las escaleras en “Los intocables”; la persecución en “Carlito’s way”; la fiesta en “Carrie”, etc). Lo que Hitchcock no necesitaba mostrar, De Palma lo muestra con fruición (¿tal vez porque a él le gusta, por ser un mirón?).

Para Hitchcock, como para De Palma, el espectador es un mirón, con la diferencia de que para el primero no era sólo eso. Por eso sus films estaban protagonizados por James Stewart –todo un emblema- o Cary Grant, es decir, personajes con cualidades positivas para el público, y, de hecho, capaces de corregir sus errores y reformar sus vidas. En cambio, los films de De Palma los protagonizan desconocidos actores de cuarta línea –o aún de primera pero que no son arquetipos de nada. De Palma nunca mostraría una familia como la de “El hombre equivocado” o “El hombre que sabía demasiado”, sencillamente porque no tiene tal sentido y no cree en ello (cuenta con tres divorcios en su haber). De allí su permanente y  enrevesado  punto de vista en sus films: se termina desconfiando de todo, excepto del hecho de poseer una mujer como objeto de deseo.

Tal vez alguien piense que lo que De Palma nos está diciendo es que ya no es posible ver las cosas como en aquel entonces, como lo hacía Hitchcock o en general mucho cine clásico; pero el de Hitchcock es un cine universal, más sutil y más profundo, porque nos desengaña mejor al involucrarnos emotivamente, no echándonos en la cara imágenes que nos repugnan. A lo mejor ya no quedan espectadores así, y por eso el cine ya no es lo que era. Pero eso no es motivo para bajar la puntería y apuntar casi siempre por debajo de la cintura. Un crítico escribió una vez que el cine de De Palma era una nueva forma de mirar el cine, y que no iba a contarnos una historia sino que se trataba de un dispositivo “que va a abrir la conciencia del espectador al enfrentamiento de su propio reflejo”, ya que para él De Palma quiere “desestabilizar la sensibilidad del espectador y mostrar la naturaleza del voyeurismo del propio espectador”. Esto que es cierto –y que ya en su tiempo enseñaba Faretta- nos lleva a pensar en qué medida De Palma –que, desde luego, no es Baudelaire- desestabiliza tanto porque finalmente él mismo es incapaz de oponerle a la falsedad de la imagen un orden inmutable o trascendente. Esto está claro en Hitchcock, donde tras las peripecias, se restablece finalmente un Orden (todo lo precario que se quiera por culpa de los personajes, pero orden al fin). En casi todos los films de De Palma esto no ocurre (sí en alguna medida en las que son sus mejores películas, Los intocables, Ojos de serpiente, Pecados de guerra y Obsesión, las cuales, por cierto, no están escritas por De Palma, sino por otros guionistas). Si De Palma lo que hace, es “denunciar el artificio permanentemente”, como decía ese crítico, lo que interesa saber es qué es lo verdadero que se le opone a ese artificio y si el cine –desde su propia condición- puede oponerse a ello. Es decir, el problema es que si la descripción “fenomenológica” que hace De Palma tiende siempre a salirse de cauce por su desproporción, tal operación es llevada a cabo a partir de la visión del mundo de De Palma, la cual es confusamente “religiosa”, permitiéndose un aggiornamento audaz muy a tono con estos tiempos que corren. El mejor ejemplo de esto que decimos está dado por su “Misión a Marte”, una mélange de “new-age” con evolucionismo más la tontera (propia de la cienciología) de que venimos de Marte. Espanta ver cómo un enorme talento –y no hay película en que De Palma no lo haya mostrado- puede echarse a perder a causa del error.

“Femme Fatale”, un brillante ejercicio de virtuosismo, segrega este exhibicionismo depalmiano y contrasta el horror –que, justificadamente, debe ser mostrado para su comprensión- con un final de un optimismo pueril, azucarado y bien vestido como para desfile de pasarelas. Este es, evidentemente, un film seductor, pero seducir no es lo mismo que persuadir. Católicos, si quieren conservar la paz del alma y librarse de fuertes tentaciones, abstenerse de ver este film.