“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

lunes, 30 de noviembre de 2009

EXTRA CINEMATOGRAFICAS

POESIA DE CASTELLANI



Tuvimos la fortuna de encontrar recientemente una valiosísima y antigua nota sobre la poesía del Padre Castellani, la cual nos complacemos en reproducir debajo porque Castellani merece que se le haga justicia, y porque además el aporte de Soler Cañas apunta y dispara contra la ceguera y la mezquindad (cuando no el silencio) de los “críticos” de su época, que no faltan el día de hoy, a veces transfigurados en “biógrafos”.



En el “mamotreto” (así lo califica su mismo autor) que dio a conocer hace unos años Sebastián Randle titulado “Castellani – 1899-1949”, su autor (que en algún momento llega a meter en la misma bolsa que Tolkien, Platón, Dante, Cervantes, Shakespeare y Chesterton a... Alejandro Dolina, sic) dictamina que los versos de Castellani son “horripilantes” (pág. 544). Es llamativo que alguien que escribe tan mal, que despliega tantas torpezas, fealdades, ripios, inutilidades y contradicciones a lo largo de más de 800 páginas, diga de su biografiado, de otra forma, lo mismo que decían los “críticos” cincuenta años atrás. Y con la misma ligereza.



Si ya por entonces Luis Soler Cañas ponía las cosas en su lugar, nosotros nos sumamos para agregar algo que a esta altura es de Perogrullo, aunque el semi-biógrafo de Castellani no lo vea: Castellani como escritor tenía un talento descomunal, mayor al del resto de los escritores argentinos que por entonces gozaban del prestigio y reconocimiento oficial. Por momentos esta riqueza de estilo puede atisbarse en sus “Camperas”, trabajo de sus comienzos. Pero hete aquí el meollo del asunto: Castellani, teniendo un inmenso talento, gran capacidad de intelección literaria, profundidad de pensamiento, notable imaginación, comprensión psicológica, conocimientos lingüísticos, acerbo cultural y sustento teológico y filosófico sobresalientes, además de una vida esforzada y viril, Castellani, decimos, no quiso nunca ser un literato, un escritor o poeta profesional. Eludió de continuo esta tentación porque lo suyo era ser un sacerdote, y como tal, un profeta. Usó su arte poética y literaria para iluminar, no para deslumbrar. Sirvió a la Verdad con una Belleza libre de afectaciones o perfecciones de laboratorio de esteta. No quiso ser, v.g., un Borges ni un Lugones: prefirió “entender a Martín Fierro” con su obra y con su vida. Fue un “género único” (como dijo alguien), aunque muchos después se empeñaron en imitar hasta sus nimiedades. Dicho todo lo cual no por ello –aunque no somos críticos, desde ya- caeremos en el encomio desmesurado para oponernos a la “acrimonia” de muchos. Como decía el mismo Castellani: “Malo sería renegar de lo nuestro y aun carecer hacia ello de la humana ternura fraterna; pero mucho peor es cortarnos de la ecumenidad del pensamiento con una especie de anteojeras de barbarie egocéntrica; que nos llevaría a falsedades manifiestas y grotescas” (con Fermín Chávez, prefacio a “La cien mejores poesías (líricas) argentinas”). Y así, si se puede decir que era como él se auto-definió, un “poeta menor”, su poesía nos da mayor sustento y nos entrega mucho más que las perfecciones formales de muchos “poetas mayores”, así como a veces un pintor menor, como Van Gogh, vale más para nosotros que un pintor mayor como Rafael di Sanzio.



Los versos de Castellani que recoge Soler Cañas en su nota van aplicados también a la incomprensión (de esta y muchas otras cosas) de su semi-biógrafo. Soler Cañas fue capaz de ver mejor –y lo dice en apenas dos páginas sustanciosas- el talento y el alma del Padre Castellani, a través de su poesía.



Por sobre la crítica del merengue



Por Luis Soler Cañas.


Revista Histonium Nº 155, abril 1952.




Existe bastante gente en la Argentina que se figura pertenecer a eso que en otros países se denomina la crítica. Y existe también mucha otra gente convencida de que en la Argentina hay una crítica que merece de veras tal nombre. El autor no participa de ninguna de las dos creencias, y alguna vez ha tenido que defenderse en público (en privado lo hace todos los días) de la acusación de crítico, formulada como siempre con toda ligereza, con toda irresponsabilidad. Opina, sinceramente, que no contamos con una crítica en el sentido que se le da a este vocablo en las naciones donde la actividad intelectual creadora promueve a la vez una actividad intelectual de tipo crítico. Acá no pasamos, incluyendo a los más serios comentadores, de simples gacetilleros, de meros cronistas, que escriben con apuro y sin espacio, y que no siempre atacan su labor con la necesaria objetividad, con la imprescindible ausencia de pasiones extrañas a la obra literaria considerada en sí.



Decimos todo esto no por falsa modestia ni por menospreciar una actividad como la del gacetillero literario, en cierto modo útil si se la desempeña con honestidad, sino porque la carencia de una verdadera crítica se evidencia en la pasmosa tranquilidad con que los usufructuadores del papel impreso, las secciones bibliográficas y las revistas especializadas dejan pasar, sin reparar en ellos, o reparando con ojos miopes y astigmáticos, libros que en otras partes, apenas publicados, provocarían una de dos cosas: o tempestades de admiración o tempestades de negación, de repudio. Pero en todo caso, una actitud crítica, verdaderamente crítica.



Así las cosas, el autor siente muchísimo no ser más que un cronista, lamenta mucho no ser un crítico. Y lo siente porque un librazo estupendo como el “Libro de las Oraciones”, que acaba de publicar silenciosamente un gran poeta nuestro, el padre Castellani, merece la atención de una lectura muy despaciosa y el interés de una crítica que lo sea de veras y que abarque su contenido en toda su rica y profunda variedad. Lamentamos muchísimo no estar a la altura de esta obra que nos redime de tantos volúmenes onerosamente largados a la circulación, sin gracia ni provecho, por nuestros generosos editores de bodrios. El padre Castellani, para empezar, ha tenido que publicar el libro por su cuenta, o poco menos. Eso se advierte en seguida. Si fuera colombiano, inglés o español, las cosas serían de otro modo. Pero el padre Castellani, que honra a toda la cultura argentina y que la representa con una autenticidad de que carecen muchos de nuestros más distinguidos tinterillos literarios, es solamente un humildísimo cura argentino, que escribe con médula y raíz argentina, que escribe la Verdad, que dice la Verdad, que proclama la Verdad. Que sirve, en una palabra, a la Verdad. Es un patriota, además. Un gran patriota. ¿Podrían perdonarle todos estos defectos juntos nuestros puntillosos editores?



Leamos, sin embargo, el “Libro de las Oraciones”. Este estupendo “Libro de las Oraciones”, libro de verso y de poesía (no como los de Gonzáles Lanuza o Silvina Ocampo, pongo por ejemplo, que son de verso solo y a veces ni siquiera de eso), libro de un alma excepcional, y de una humanidad asimismo excepcional. Libro de un gran espíritu acosado por los males terrestres y que, agobiado por el dolor y la miseria de lo humano (y de los humanos), arrastrado mismamente a veces hasta los límites de la desesperación, no llega jamás a perder la fe en Dios y en lo sobrenatural. Junto a oraciones que son un clamor inmenso del alma desgarrada, leemos oraciones angélicas, de una inocencia y de una gracia que conmueven cuando se formula el paralelo, no buscado, con las otras. ¿Versos defectuosos? Puede ser que los haya. Pero sepa la retórica exigente y la pedantería de los preceptistas que, defectos, si los hay, de métrica o de estilo, o de lo que sea, no son de los que se escapan al autor sino de esos que el autor deja, o pone, a propósito.



Imaginamos las “críticas”. Las de siempre:



-¡Qué mal escribe Castellani!


-No pule, no corrige...Es muy atravesado para decir ciertas cosas...


-Y tiene sus zafadurías el cura...


-Sí. Se le escapan palabras un poco fuertes...


-Esto no es poesía. Es prosa, y no de la mejor...


-¡Qué versos inacadémicos!...



Etc., etc., etc. Los comentarios pueden seguir indefinidamente. Sí, es cierto. Castellani escribe mal. Hace unos años se lo decíamos a Fernando García Della Costa:



-La gente no entiende al padre Castellani ni a Ramón Doll. No se da cuenta de que escriben mal a propósito. De que usan un lenguaje vivo, vital, lleno de humanidad y de fortaleza, sin melindres, sin afectaciones, sin rositas rococó...


-Tienes razón. No se dan cuenta de que son dos clásicos de nuestro tiempo.



Y tenía razón él. Porque el padre Castellani, como Doll, escribe mal, como escribían mal Quevedo y Cervantes y Gracián y tantos otros de esa estupenda galería de españoles gracias a cuya audacia, a cuya falta de melindres, de puntillosidades, se fue renovando, se fue haciendo y se fue enriqueciendo el idioma que hoy usamos. Si les hubieran hecho caso a los gramáticos o a los literatuelos adocenados ¡aviados estaban y estábamos! Sí, Castellani usa un lenguaje que es como un torrente cálido y fresco a la vez de vida, un lenguaje que conmueve directamente nuestra sensibilidad, que alcanza hasta lo más profundo de ella, pero lo interesante es que, además, ese lenguaje dice, expresa, transmite algo. Castellani no sólo nos enriquece con ese estilo suyo, que a veces semeja travesura, fuertemente personal, más allá de todas las preceptivas y todas las retóricas del merengue, sino que además nos enriquece el alma. Estas “Oraciones” de su libro no son, en el fondo, más que su diario lírico. El diario lírico de un momento excepcionalmente doloroso de su vida. ¡Pero qué diario! Este es un libro sobrecogedor. Lo deja a uno pasmado. ¡Qué expresiones, qué aciertos, qué hondura, qué fe, y por sobre todo eso, cuánta poesía fuerte, vital, vitalizadora, cuánta de esa poesía que ineludiblemente necesita el hombre para no perecer de hambre espiritual y de desesperación moral en un mundo corroído por espantosas miserias de toda laya! ¡Qué libro de fe, de optimismo, de sabiduría, qué manantiales de vida renovada y esperanzada en Dios va sacando este hombre del horrible pozo de su angustia! ¡Y cómo nos enriquece! ¡Y cómo nos alimenta! Libros como ése son necesarios para la sed de amor y de fe de nuestro tiempo.



Repito que no soy un crítico ni lo pretendo. Pero siento mucho no serlo y me limito a señalar que en la Argentina ha aparecido el libro de un gran poeta, de un escritor genial que no pasará sin dejar una huella profunda, y que ese libro ha merecido el honor del sospechoso silencio de toda una “crítica” que se vanagloria de tal nombre. Con la excepción, verdad, de un gacetillero anónimo que juzgó oportuno hablar de “confuso retorcimiento”, de “dicharacho plebeyo”, de “metáfora caricatural”, que adujo una “extraña conducta estilística”, mencionó un “popularismo equivocadamente interpretado”, denunció “exasperado barroquismo” en los versos, propició “una formulación más ceñida a las normas” (¿quería un corsé literario?) y concluyó su brillante crítica aludiendo a “un sensacionalismo cuya incompatibilidad con la verdadera poesía es innecesario destacar”...



Gente como ésa cree que la poesía es labradora de encajes y puntillas, adorno de cremas y dulzura de caramelo. Para rematar al disparate añadía que todo lo objetado por él “empaña la sonoridad de una voz que parece nacida de nobles afanes”.



Le parece, nada más. A nosotros nos parece que el gacetillero paseó la mirada por el libro sin ver nada. No vio césped inglés cuidadosamente recortado, no vio rosas graciosamente decoradas y perfumadas, no vio las tersuras habituales en tanto versificador sin poesía, no vio, en una palabra, elegancias, artificios, y se dijo: “¡Cátate, qué será esto?”. Pero como tenía que escribir algo, dijo lo que mañana o pasado, cuando todos estemos ya en nuestro lugar de sombra, pueda ser el hazmerreír de las generaciones que ubiquen a Castellani y a su poesía en el sitio que por justicia le corresponde.



No soy un crítico y sólo puedo aconsejar que se lea este libro. Es UN LIBRO. Nada más y nada menos que un LIBRO, expresión de un ALMA, de una FE y de una POESÍA humanamente expresadas, demasiado humanamente expresadas, quizá...Por eso no lo entenderán ni lo gustarán los devotos del alambicamiento, los partidarios de la retórica por la retórica misma, los inefables admiradores del purismo y la vaciedad sonorificadas...Los “inteligentes”, en una palabra. O, mejor dicho, los que en nuestro país usurpan, alevosamente, el lugar de la “intelligentsia”.



Anticipándose a toda esa pobreza de espíritu, Castellani ya cantó genialmente en “Arte Poética” (número 13 de “Poesía Argentina”):



Reniega una vez más tu fortuna,


da de mano las frases bellas


y cual los perros a la luna


dí tu verdad a las estrellas.


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Acosado en brete fiero


por la Patria y la Iglesia única


¿oh Jeromio, compra un acero


aunque debas vender la túnica!


Haz sonar tu rudo montante


en vez de fina lira de oro


contra la estupidez campante


¡la estupidez testuz de oro!



Y armó su retórica viril de esa manera:



¡Ah! crén que yo soy un artista


¡ah! crén que soy un literato.


Me dan consejos, que me vista,


que me presente hecho un retrato...


¡Ah! No es un cisne nacarado


con tornasoles en el ala,


es un carancho aprisionado


mi alma que Dios acorrala.


Sea tu verso un gesto viril


y no una actitud escultórica,


de alma y carne, no de marfil...


Y todo lo demás es retórica.



Retórica. Es decir, literatura. En su inadmisible, en su peor acepción: falsedad, pose, esnobismo, elegancia de afectados. La poesía del “Libro de las Oraciones” está hecha de alma y de carne, no de marfil. No de fantasías, no de pobrecitos juguetes de la moda, estériles y perecederos. ¡Ah, qué bien conoce Castellani a sus críticos! Para ellos escribió su “Arte Poética”. Pero...¿aprovecharán la lección? Lo dudamos.