lunes, 30 de noviembre de 2009
CRITICA
DETECTIVE STORY
Dirección: William Wyler – 1951
ASALTO AL PRECINTO MCLEOD
(O de cómo un detective orgulloso e implacable descubre a tiempo el valor de perdonar)
“El estudio de un carácter orgulloso y autoritario que conducirá a la heroína a su perdición” decía Mitry acerca de “La loba”, una de las grandes películas de Wyler, y acertadamente podría decirse lo mismo en este caso, sólo que el personaje orgulloso no sigue el destino de aquella soberbia mujer. Estamos hablando de almas inquietas que no saben sino de disputas, desarrolladas en inteligentes dramas psicológicos donde una personalidad dura, segura, inflexible y dominante ve deshecha su visión del mundo y su forma de vida cuando todo se derrumba a su alrededor.
Kirk Douglas interpreta a un policía incorruptiblemente orgulloso (Jim McLeod), rígido en su moral puritana, tenaz escudriñador de los otros y convencido de que la misma “pureza” se encuentra en su esposa. Él es el protagonista, el film gira en torno a él y su obsesión por hacer justicia, su creerse justo por sobre los demás y su no concesión a la misericordia, porque “odio a los criminales” y “no creo en eso de poner la otra mejilla”, como le confiesa a su jefe, el cual le contesta con razón: “A veces hablas como un maníaco”, por querer ser policía, juez y verdugo. Pero esa obsesión de McLeod deviene como luego se sabrá de un odio contumaz por su padre, el cual abusaba violentamente de su madre: “Cada vez que veo a uno de esos veo la cara de mi padre”. Es una herida que lo atormenta y que deberá cerrar para poder al fin alcanzar la paz mediante la reconciliación, aunque sea la paz en la otra vida.
Basado en una exitosa obra teatral de Sydney Kingsley, el film de Wyler contiene las acertadas actuaciones en una puesta en escena que completa, sin necesidad de los primeros planos, lo que de característico identifica a cada personaje. Sin recurrir además a banda sonora alguna, ya que el film no la demanda. Temas como el perdón y la piedad, la soberbia y el odio, la miseria humana y también su grandeza son considerados en una obra indudablemente cristiana, como su final sublime nos lo revela, sin lo cual todo lo que hemos visto se desarmaría en una inútil impostura y, además, el personaje de McLeod no podría haber actuado como lo hace. Recuérdese lo que suplica al final, cuando le ofrecen un médico.
Toda una serie de personajes marginales –desde la pequeña y vulgar ratera o el joven que obsesionado por los caprichos de su novia cae en un robo a su empleador, hasta el criminal psicópata violento o el médico abortero- atraviesan la noche en una comisaría donde los policías cumplen –algunos con solvencia, los más despreocupados y tediosos- su labor cotidiana. Pero McLeod va un poco más allá que los demás, ya que, obsesionado con un criminal al que no puede implicar en los delitos que sabe cometió, pierde la paciencia y actúa por encima de sus atribuciones, como si fuera el mismo Dios, pero un dios inflexible, implacable e inmisericorde. Sin embargo, aquel delincuente le hará morder el polvo –esto es, lo humillará, será el instrumento de Dios para que sea capaz de volverse humilde- a través de lo más querido por el policía, un secreto que su esposa no le ha contado –anterior a su matrimonio- y que hará ver a McLeod la más cruda realidad.
En un final sublime que nos entrega aquel cine clásico ya inexistente (la sociedad de entonces conservaba sus restos de Cristianismo), la historia no puede terminar de otro modo, porque los personajes son tipos humanos que reconocen algo que los limita y los congrega. El teniente afirma que su deber es encontrar la verdad, y la encuentra. Como la encuentra -dolorosa y fatalmente- McLeod. Vivía en la soberbia porque vivía sumergido en una mentira que él mismo se había creado –mentira mezclada con verdad.
El “buen” y el “mal” ladrón, el criminal enloquecido y la ratera miserable, todos aparecen en ese micro-mundo de la comisaría. También: el padre que quiere salvar a quien podría ser su hijo; el hijo que por odio a su padre se ha vuelto impiadoso; el humor cotidiano de los compañeros de trabajo, su cooperación y camaradería, como también su falta de sensibilidad; y el que se ha perdido por una mala mujer y puede ser rescatado por otra. ¿Por qué el personaje de Kirk Douglas usa lentes para leer o escribir? Porque para hacer las cosas como corresponden debe corregir su mirada. Al quitarse los anteojos tiene la mirada nublada por el prejuicio, y entonces actúa precipitadamente.
Curioso caso el que un director de origen judío como William Wyler (nacido en Alemania) realizara una indudable obra de identidad cristiana. El talentoso Wyler de las excelentes “Jezabel”, “La loba”, “La heredera” o “The big country”, o de las muy liberales y negativas “Los mejores años de nuestras vidas”, "Carrie" y “La Sra. Minniver ”, o de la más convencional “Ben-Hur” de su última etapa, que, en este intenso y concentrado drama se quita cualquier prejuicio que pudiera portar y se atiene a lo que la obra desea comunicarnos de una manera elegante y ascética, porque como bien afirmaba Bazin, en Wyler “todos los esfuerzos de la puesta en escena tienden a suprimirla; la correspondiente proposición afirmativa sería que en el límite extremo de este ascetismo, las estructuras dramáticas y los actores alcanzan un máximo de potencia y de claridad”. No hay sin embargo en esta pretendida libertad que veía Bazin de la puesta en escena con respecto al espectador, neutralidad o indiferencia de parte del director, que actúa siempre mediante la demarcación de las acciones de los protagonistas, de la elección de la dimensión del plano o del uso del sonido (por ejemplo, cuando al principio se encuentra McLeod con su mujer a la puerta del precinto, aparecen los dos felices, sin embargo el ruido de las motocicletas policiales enturbia lo que se dicen y preanuncia la tormenta posterior en esa “idílica” relación).
La movilidad, impaciencia, urgencia y ansiedad del personaje, en la estrechez del decorado, aumenta el vértigo de su situación, pero sin hacer que nosotros formemos parte del mismo. Juntamente los actores y el decorado que los contiene y parece limitarlos para concentrar más el conflicto, el menor corte de planos posibles, la trama y las sub-tramas de ésta que confluyen todas en ese balazo final, en esa agonía, en esa oración comenzada y finalmente terminada piadosamente por quien sabía bien ponerse en el lugar del otro, única forma de comprender.