Director: Orson Welles – 1942
ORSON Y LA FÁBRICA DE TRINEOS
(O cómo en sus films Orson Welles muestra sus relaciones complicadas con el poder)
Orson Welles fue sin dudas un genio malogrado. Pero lo fue no por una persecución de parte de Hollywood, que no lo “comprendía”, sino porque se concedió más importancia a sí mismo que a su obra, o quiso hacer de sí mismo una obra “pública”, y se dejó llevar tempranamente por la maquinaria de la gloria mundana, que en el fondo es una máquina política. Y la política condicionó los pasos a dar de Welles. Cuestiones de política, es decir, de poder. No otra cosa frustró esta película.
Welles fue, en su carácter de “rebelde” y “outsider”, un hombre de algún modo útil al sistema. Y si Borges afirmó que no debe juzgarse (creo que fue él) la obra de un hombre por sus opiniones políticas, en lo cual coincidimos, debemos considerar cómo esas opiniones –y acciones- políticas condicionan a un artista, y llegan a influir en el resultado final de su obra, cosa por demás muy frecuente en el cine, y mucho más en el Hollywood de los años de la Segunda Guerra. Las mismas opiniones o convicciones–o la confusión respecto de las mismas- se verán reflejadas en la pantalla o la página escrita. En su concepción del mundo, su forma de ver las cosas, sus ideas de la vida, se manifiesta el acierto o error que, inevitablemente habrá de condicionar no sólo su vida cotidiana, sino aquello que expone en su obra. El hombre es uno solo, por más que guarde cosas diferentes en sus distintos cajones.
Y ya que hablamos del talentoso Georgie, dijo cierta vez –escribió- que Citizen Kane “adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”. Sin saber estaba hablando de sí mismo, pero acertó también al ver no el tedio –que C. K. no lo tiene- pero sí de alguna forma el gigantismo de Orson Welles. Sacando lo cual Citizen Kane no deja de ser una obra maestra...sin ser una gran película.
Esa fascinación por el tema del poder –que comparte evidentemente con Cóppola- el mismo Welles la reconoció con frecuencia, como cuando afirmó que su obra favorita de Shakespeare, “El Rey Lear”, a la que nunca pudo llevar al cine (como otros muchos proyectos frustrados) tenía por tal ese asunto, el poder que se pierde con la pérdida de la juventud y tantas cosas más: la pérdida del poder, toda una catástrofe. Pero, ¿qué idea del poder, y del mal tenía este extraordinario director y actor –entre otras tantas cosas que hizo en su vida?
Orson Welles no formó parte de una comunidad en sí ni de una Iglesia (debería decir: la Iglesia), y su familia –en cierto modo extravagante- se vio pronto desmembrada. Fue un precoz talento, niño prodigio heredero de una fortuna que hizo cuanto quiso desde pequeño –y tenía con qué-. Llegó a la cima pronto, muy pronto, con la radio y el teatro, y a los 24 años quiso tener a Hollywood a sus pies. Craso error el suyo, querer empezar desde arriba, y no desde abajo. Se sabe: cuanto más alto se sube, más dura es la caída.
Luego, formando parte del show-bussiness –que volvió a recibirlo y que como tal correspondía a su “familia”- creyó usar y fue usado por el star-system político. Fue entonces un cóctel de contradicciones gigantescas –como buen americano- que no logró nunca del todo lo que quería, cautivo en su papel de decadente y talentosísimo niño prodigio. Veamos: Welles fue un liberal anglosajón muy digno cultor de Shakespeare (sus versiones cinematográficas son las mejores); bautizado católico pero casado y divorciado tres veces; admirador del Quijote y enamorado de España, pero activista pro-República española; amigo de Roosevelt el nefasto masón; admirador del criminal Churchill; leyó en un programa radiofónico de Navidad pasajes de San Lucas, un poema de Chesterton y ese magnífico cuento de Oscar Wilde titulado “El príncipe feliz”; a la vez, propagador en América del Sur de la “política de buena vecindad” colonialista yanqui; dio un discurso titulado “La naturaleza del enemigo”, en el que defendía “la intervención activa en los asuntos de Argentina”, y estamos hablando de 1945 y el nefasto embajador Braden; dio también discursos en un comité de las Naciones Unidas masónicas; amigo de Brecht el negrero stalinista; hizo rabiar a Rockefeller, Hearst y un magnate de Chicago por su “Citizen Kane”, que fue boicoteada; escribió un editorial en “Free World” sobre “Democracia en América Latina” y diversas conferencias “anti-fascismo”; amaba tanto España que allí reposan sus cenizas, y trató de hacer su versión de “Don Quijote”; etcétera, etcétera. Bien, ¿qué nos dice todo esto, si además miramos sus películas? Que la suya es una visión romántica del poder, una mirada lateral, casi ingenua, la del que habla mucho de él porque le interesa, le preocupa y, en fin, no lo tiene. Que trasladaba a sus personajes –esos poderosos decadentes que tan bien interpretaba- un carácter de simpatía hacia ellos, no sólo por estar cayendo sino además por ser criaturas suyas (y tener mucho de él). Moralmente indefendibles, y él lo sabía, los miraba con cariño porque eran outsiders como él. Aristócratas en un mundo democrático, sin poder resolver la ambivalencia de una vida signada por ello.
Si, como bien dijo Faretta, Citizen Kane fue la autoconciencia precoz, demasiado temprana, ello se debió a la inmadurez de quien estaba urgido (¡a los 24 años!) por esa demostración de poder de quien ostenta los recursos cinematográficos a pleno y la decisión del corte final en su ópera prima. El poder es lo contrario de la senilidad, tal vez por eso Welles intentó simular tras la fachada de personajes siempre mayores que él, ese poder que creyó tener, cuando sólo le fue prestado para que hiciera algo a cambio. Tal vez podía pensar: “Yo tengo este poder: el de mostrar cómo ustedes dejan de tenerlo”. Mas no creemos que haya conocido la verdadera cara del poder, esa que nunca muestra la cara.
Cuando Welles le dijo al sobrevalorado director y periodista Bogdanovich: “Hay cierto cálculo frío en mucha de la obra de Hitchcock que me aleja de ella. Dice que no le gustan los actores, pero a veces parecía como si quien no le gustara fuera la gente”, mostraba muy bien cuál era la diferencia entre ellos dos. Hitchcock conocía mejor la naturaleza humana, la suya era una visión teológica. No hace falta que nos guste la gente para amarla, desde luego, el amor a los enemigos que nos enseñó Cristo no significa que aquellos nos tengan que agradar. Hitchcock respetaba a sus personajes al punto de tornarlos realistas para el espectador, es decir, su visión era fundada en la realidad de las cosas, y por lo tanto no era complaciente. Welles veía con simpatía hasta al peor de sus malvados, pero por ser criaturas suyas. Hitchcock era el adversario del diablo, Welles su abogado. En el cine de Orson no existe la identificación con los personajes, mas nos fascina el estilo. En Hitchcock nos fascina el estilo porque parece involucrarnos con los personajes. En Welles, los personajes son excesivos como el estilo que los incluye, porque ese universo no se parece en absoluto a nuestra experiencia cotidiana.
Orson Welles daba este consejo de Shakespeare al artista: sostener un espejo frente a la naturaleza. Su espejo amplificador refleja simpatía por todo, aún compasión, jamás verdadero peligro. El mal está presente en su cine, pero no irrumpe en la cotidianeidad, sino en un marco magnificado, opulento, sin la gravedad con que merece ser observado (sin la gravedad de Shakespeare, aunque son justamente en sus adaptaciones del genial inglés donde más lejos ha llegado Welles como artista). En suma, sentimos la distancia ante lo que se cuenta como si estuviéramos ante un escenario teatral, aunque su cine sea cine, pero mal digerido.
“The Magnificent Ambersons”, también conocida como “Soberbia” o “El cuarto mandamiento”, podría haber sido su mejor película y una de las más grandes de todos los tiempos. Pero fue horrorosamente cercenada y re-montada por los estudios de la RKO sin el consentimiento de Welles, que por entonces se encontraba en misión política en Sudamérica (cambios realizados debido en gran parte a las exhibiciones previas ante el público, donde éste se burló estúpidamente del film, o se rió con escenas verdaderamente amargas. Así les fue con la maldita democracy, sistema que Orson Welles ayudó a fortalecer: se tornó paradójicamente un “aristócrata democrático”, contradicción que se puede ver en sus films).
A pesar de lo que quedó del film –leímos la descripción de las escenas faltantes y el orden correcto de otras que quedaron, todo lo cual le hubiera dado mayor especiosidad y envergadura a la obra- “The Magnificent Ambersons” es una hermosa película. Pero no puede verse sin tener en cuenta lo dicho.
Hay, sin la notoriedad de “El Ciudadano”, el recurso a lo ampuloso y notable de la puesta en escena, los encuadres y la iluminación, algo que un director al que Welles no quería pero que era infinitamente superior, como Wyler, haría con mayor sutileza y mayor provecho. Pero, lo importante es la aproximación hacia un final piadoso, no exento de dolor, donde el perdón deshace un poco la amargura de una trama simple cuyo tema es la decadencia de un linaje familiar por obra de la soberbia, en medio de un mundo que cambia vertiginosamente. Pero es comprensible que el norteamericano de 1942 no añorara los trineos de Orson Welles –a los que por otra parte nunca se aficionó-, pues tenía puesta la mirada –obtusa, crédula e ingenua- en el futuro. Y si bien Welles estaba lejos de toda mirada desesperada, y más bien un humor latente sobrellevaba la nostalgia de esa “corte perdida”, tampoco tuvo la mirada interior y trascendente como para dar un buen diagnóstico o una señal de esperanza. Era –especialmente en este film- el lado grave, nostálgico, lúcido y oscuro de Shakespeare pero muy matizado, y sin su lado cristiano. Por eso Orson Welles no pudo conciliar nunca a Cervantes y a Kafka, aunque quisiera abarcarlos a ambos. Lo inconciliable fue en el fondo lo que frustró el deseo de trascender de un artista que no tuvo detrás una gran filosofía.
P. S.: Hay una anécdota muy interesante que Orson Welles le cuenta a Bogdanovich en su libro “Ciudadano Welles” (“This is Orson Welles” en el original), editado por Grijalbo en 1994. Debido a la presión de Hearst –el magnate de la prensa sobre el que se inspiró Welles junto con Herman Mankiewicz para tramar su Kane- para destruir la película, Orson recurrió a una última estratagema –o, en realidad y bien visto, un último recurso- . Este es el diálogo del periodista con Welles:
“PB: ¿Se quisieron quemar los negativos?
OW: Sí. Y si no se quemaron fue porque yo dejé caer un rosario.
PB: ¿Qué?
OW: Hubo un pase en pantalla de la película para Joe Breen, que en aquel entonces era el jefe de la censura, y quien debía decidir si el negativo debía ser quemado o no. Había una gran presión de todos los otros estudios para que lo fuera.
PB: ¿Todo a causa de los hombres de Hearst?
OW: Sí. Todo el mundo le decía: “No crees problemas, quémalos. ¿A quién le importa? Deja que se hagan cargo de sus pérdidas”. Yo tomé un rosario, lo puse en mi bolsillo y cuando terminó el pase de la película para Joe Breen, un buen católico irlandés, me puse de pie, y como sin querer dejé caer al suelo mi rosario y dije:
-¡Oh, perdóneme!
Levanté el rosario y volví a ponerlo en mi bolsillo. Si yo no hubiese hecho eso ya no habría Ciudadano Kane.”
El sucedido –veraz o no, por cierto que verosímil- nos permite advertir la magnitud de un hecho no felizmente destacado por ninguno de los dos dialogantes. En todo caso, parece denotar ese atributo relevante –entre otros- del estupendo director. Nos referimos a su liberalismo, claro está. Porque Orson deja caer al suelo un rosario, ¿acaso suyo o prestado?, sin que el periodista se vea inducido a continuar su indagación al respecto; acaso no porque sea obvia la conclusión de la anécdota, sino tal vez porque casi de inmediato Orson con parsimonia refiere el hecho de que por entonces cuando filmaba Citizen Kane tenía una amante, y entonces ambas cosas entran en la misma película sin sorpresas o litigio para Bogdanovich. Observación de nuestra parte que no se hace con afán de delación propia de charlistas de curiosidades, sino para dejar ver una vez más cómo es posible esa extraña conjugación –desplegada sin sorpresas- que se da en los ambientes liberales, contradicción permanente que –salvo las excepciones que confirman la regla- nos ha deparado el cine norteamericano. “La Biblia y el calefón”, como decía Discépolo.