“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

jueves, 17 de diciembre de 2009

CRITICA


EL ARCA RUSA
Director: Alexander Sokurov – 2002


HEDOR SOBRE LO QUE HIEDE

¿Cómo hacer una crítica sobre esta película? Más bien lo que corresponde es hacer una autopsia.

Lo que hiede es un cadáver encerrado en un arca. Ese cadáver es el cine.

Sokurov, como los dos jóvenes asesinos de “La soga” de Hitchcock, mata de entrada al cine, para encerrarlo dentro de un arca. Luego se dedica a dar paseos con su cámara por sobre el cadáver.

No utiliza como aquellos una coartada filosófica, no se ampara en los libros, que sabiamente Hitchcock hace que Stewart tire al piso. Para cometer su crimen, Sokurov se esconde –usa como coartada- lo “cultural”, la pintura y la música, lo museístico.

Ya es hora de que alguien abra el arca y descubra lo que hay adentro. Alguien debería impedir que se continúe estafando al espectador.

Pero vivimos en el país del macaneo –como decía Castellani- y la verdad tiene la soga al cuello.

“El arca rusa” no es cine. Tampoco es teatro. Ni ópera ni ballet. No es una obra argumental de ficción, no es un documental. Mezcla de programa de T.V. y ficticia reconstrucción documental de “History Channel”, “El arca rusa” es revolucionaria en el peor sentido de esa palabra. En el sentido que se le debe atribuir desde la tradición. Podemos llamarla “arte decadente”, y para esto nos valemos de la siguiente distinción, que tomamos prestada:

“Arte clásico, para mí, es el que tiene conciencia de sus propios límites.
Es un arte que se plantea algunos problemas, limitados, determina una zona y la amuralla; después procura resolver esos problemas y alcanzar la perfección en ese pequeño espacio, limitado, como he dicho, voluntariamente. De esta definición derivan otros dos elementos fundamentales del arte clásico.
1º Se inspira especialmente en la realidad externa.
2º Es un arte constructivo y por tanto proporcionado.
Si el arte clásico, en efecto, tiene conciencia de sus propios límites, quiere decir que es posible medirlo y verificarlo. Y esto es lícito solamente si se inspira y se funda sobre la realidad externa al artista, que es visible para todos. Este arte deriva así naturalmente hacia la objetividad.
Por la misma razón tiende a la construcción. El fragmento –característico de la civilización decadente- no existe en una civilización clásica, porque no tiene ni principio ni fin, y escapa a toda medida. Construir quiere decir disponer las partes de un todo de manera que se correspondan armónicamente –esto es, que sean proporcionadas- de modo que, faltando una parte, el todo deba derrumbarse y no pueda ser reconocido”.
(Leo Ferrero, “Arte clásico y arte decadente”. Logos, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Año II, Num. III, 1943).

Detengámonos un momento acá. Sokurov toma al montaje cinematográfico como un límite al que se debe evitar, así como hay escritores que creen poder prescindir de los signos de puntuación, las mayúsculas y los espacios entre las palabras, para no verse “sometidos” a tales reglas. Dice Sokurov en un documental, con pedantería: “Estoy harto de la edición. No quiero experimentar con el tiempo. Quiero filmar en tiempo real”, lo cual es un absurdo. El cine es precisamente el arte de manipular el tiempo a voluntad, para lo cual se vale del montaje, a través del cual crea el significado preciso (o los significados varios) con los diversos fragmentos ensamblados. Como el pensamiento, ha de valerse de la relación entre las cosas para existir, y esto sólo es posible si esas distintas cosas se nos presentan de manera separada. Dada la limitación de nuestra mirada, la cámara debe ser quien seleccione con precisión tales fragmentos que nosotros “leemos” y ponemos en relación. Por otra parte, hasta en la televisión, donde se graba en tiempo real, también se debe recurrir necesariamente a los cortes y la edición, por mínima que sea. Una vez más, Sokurov desvaría o esconde su incapacidad imaginativa y narrativa detrás de una pose de “artista de vanguardia”.

Eliminando el montaje, además, se elimina el fuera de campo, elemento capital del cine. Cuando Hitchcock realizó “La soga”, tuvo muy en cuenta este detalle. Realizó un film casi sin cortes, pero con un fuera de campo visible casi todo el tiempo dentro del cuadro: el arca que contiene un cadáver. Este fuera de campo actúa sobre la trama entera y sobre cada uno de los personajes en particular. Es –debe ser- un fuera de campo reconocible, por eso Hitchcock lo muestra al principio (el hombre asesinado). El fuera de campo posible –uno de tantos- en “El arca rusa” sería el director de la película, a quien nunca vemos. Pero su incidencia sobre lo que ocurre dentro de la pantalla es inexistente, por lo cual no es un fuera de campo. ¿Puede un director de cine ser tan ignorante como para desconocer estas cosas?

Se habla del “desafío técnico” indudable que es realizar un largometraje con una sola toma (la cámara steady-cam se mueve constantemente a lo largo de 90 minutos). Pero esta limitación no pasa de ser un logro para asentar en el Libro Guiness. Lo de Sokurov es la falsa libertad del anarquista que grita con turbia facilidad “Ni Dios ni patria”, en este caso, “ni montaje ni drama”.

Su film es netamente subjetivo, a pesar de poner durante gran parte del tiempo delante de la cámara a un estrafalario “personaje”. Cuesta creerlo, parece mentira que, más de sesenta años después del fracaso de “Lady in the Lake” (Robert Montgomery, 1946), película filmada íntegramente en cámara subjetiva, alguien quiera hacer algo semejante y, para peor, sin personajes ni una historia que contar. Tengamos en cuenta que el procedimiento podría ser válido hasta cierto punto si el director hiciera directamente un documental, cosa que aquí no ocurre. Esto es más bien –lo que resalta el grado de subjetividad- un sueño del director, que resulta para el espectador una insoportable pesadilla. Es sabido: nos interesan los sueños que nos cuentan cuando nosotros estamos involucrados en ellos. En el cine eso se llama identificación. Acá no existe. Sigamos.

Dice Ferrero: “El fragmento –característico de la civilización decadente- no existe en una civilización clásica, porque no tiene principio ni fin, y escapa a toda medida. Construir quiere decir disponer las partes de un todo de manera que se correspondan armónicamente”, etc. Esta película es toda ella un solo fragmento, aunque simule ser una completud de cosas. En vez de fragmentos de planos, Sokurov utiliza fragmentos de situaciones inconexas que se suceden, y que podrían estar como no estar sin que la película se resienta o pierda o modifique su “sentido”. Valga una aclaración: aun en un largo plano secuencia (como los de Hitchcock, que en “La soga” duraban 10 minutos) se suceden, mediante la puesta en escena, distintos fragmentos a través del cambio de dimensión y posición de los personajes en la pantalla, y esto exigido por el propio drama, los diálogos, etc. Esto no ocurre en Sokurov porque en “El arca rusa” no hay historia, ni personajes, ni conflictos, y por lo tanto no hay puesta en escena, ni dirección. Es tan sólo el paseo de un “Figuretti” por un prestigioso palacio, seguido desde los “estudios” por el conductor del programa, con quien dialoga.

“El arca rusa” es un film sin esqueleto, sin estructura dramática, que se propone mostrar un mundo clásico y estructurado que ya no está. ¿Podría en ese caso hablarse de “autoconciencia” de su director? No. Veamos un caso de lucidez creativa: La escena inicial de “Ojos de serpiente” (Brian De Palma, 1998), dentro de un estadio cerrado, es un plano secuencia subjetivo-objetivo larguísimo, extraordinario, donde, además de presentarnos el escenario donde ha de transcurrir toda la película, seguimos en todo momento al personaje principal, Nicolas Cage. Este personaje es autosuficiente, vital, orgulloso, corrupto y vanidoso, y todas estas características las podemos incorporar en este movimiento de cámara que lo sigue y muestra cómo todo el mundo alrededor parece plegarse a su voluntad y sus deseos siempre satisfechos. “El arca rusa”, ya lo dijimos, adolece de la falta de objetividad necesaria para que una toma subjetiva nos alcance y seamos capaces de identificar esa mirada con ese otro que vemos en la pantalla. Para hablar de un determinado período de la historia están los libros de los historiadores; en Arte no corren generalidades, sino particularidades encarnadas en personajes cuyas peripecias deben interesarnos.

Esto nos lleva a lo que Ferrero define como arte decadente:

“El arte decadente es el que no tiene conciencia de los propios límites.
1º Se inspira poco en la realidad externa o procura transformarla completamente.
2º Es un arte fragmentario y, por tanto, desproporcionado. La mejor manera de que los demás no puedan verificar una obra consiste en inspirarse en una fuente invisible y desconocida. Por tanto, busca de complicadas interioridades –las más complicadas y enfermizas- las que luego, en particular, han sido llamadas decadentes.
(...) El arte decadente boga en un mar sin orillas.
(...) La ilusión de los decadentes es ésta: “Si apartamos los límites, tendremos todo el infinito delante de nosotros; podremos, por tanto, crear obras infinitamente hermosas e infinitamente variadas”. Este impulso hacia lo inconmensurable es producido por el cansancio de lo mensurado. Pero los decadentes no piensan que si, como ya he dicho, deben navegar en un mar sin orillas, no sabrán más hacia dónde van, ni a qué distancia están de la playa, ni a qué velocidad corren; no piensan que si esas orillas son un obstáculo, pueden ser también un salvavidas, y que perdiendo el sostén de un principio y de un límite cierto, podrán tal vez permanecer dentro de los confines del arte, pero podrán también, con la misma indiferencia, salir de ellos completamente y crear una cosa sin sentido, en lugar de una obra de arte.”


Recordemos que esta película, que comienza en la confusión y negrura total de lo incomprensible, termina con un plano de un brumoso mar sin orillas, imagen de lo ilimitado extraído de la subjetividad enfermiza o torpe del director.

Dice en otro momento Ferrero: “Si la voluntad de abolir las reglas y los límites se trueca en hábito de no observarlos, en ignorancia de esas mismas reglas y de esos límites, entonces el arte clásico se convierte en arte decadente”. Eso es precisamente lo que evitó Hitchcock, pues cuando en “La soga” decidió filmar en continuado sin cortes de montaje (apenas uno disimulado al terminar cada rollo de film) aboliendo las reglas y los límites habituales que imponía el montaje, sin embargo observó con toda maestría estas reglas teniendo que trabajar arduamente dentro de la imagen con otros medios de los habituales -para alcanzar los mismos fines- medios que él mismo reconoció inadecuados y terminó por descartar.

“El arte decadente –sigue diciendo Ferrero en su ensayo- tiene una marcada propensión a destruir lo convencional, que es en el fondo uno de los tantos necesarios artificios con que el arte clásico logra expresarse. En el arte hay siempre una parte de convención, que en modo alguno puede ser abolida por completo”. Sokurov lo hace, y por ello obtiene un mamarracho impresentable e imposible de ver. Opta directamente por hacer un arte decadente maquillado de “innovador”, cuando en realidad lo que está haciendo es retroceder más de 100 años a la era pre-Griffith, cuando el cinematógrafo era “fotografías de gente que mueve los labios” y tanto el montaje como los otros recursos y procedimientos que inventaría y descubriría Griffith aun no existían. Sokurov vuelve incluso a los primeros Lumière y su invención de un procedimiento técnico-mecánico sin sentido narrativo. Mover la cámara todo el tiempo o no moverla nunca (cosa que también hace Sokurov en su espantosa “Madre e hijo”) es lo mismo, si al fin de cuentas no sólo no se sabe contar una historia, sino que ni siquiera se tiene una historia que contar.

Con todo, los críticos siempre políticamente correctos (y estéticamente ineptos) elevaron este bodrio infernal, esta tortura que gracias al DVD pudimos avanzar rápido para no morir de tedio, probablemente una de las peores películas de la historia del cine, ha sido elevada a la categoría de “obra maestra” y qué sé yo cuántas manoseadas alabanzas más. Por ejemplo, el siempre equivocado Diego Lerer de Clarín, que sigue robando al lector ya que escribe en la sección “Crítica” y lo que hace no es crítica, sino opinión con muy poco fundamento, dice por ejemplo que “a su manera, Sokurov logra combinar estéticas y teorías enfrentadas para configurar un discurso único y aportar conceptos que merecerán ser debatidos a lo largo del tiempo”, sin explicar después a qué estéticas o teorías se refiere. Tal vez lo deje para debatir consigo mismo a lo largo del tiempo. Luego escribirá una cosa como esta: “Sokurov no apuesta por un realismo fotográfico sino por uno espiritual”. Cómo podemos ver ese “realismo espiritual” es francamente otra pregunta lanzada al aire y que seguramente el crítico no se preocupará de responder. Es una de esas frases que parecen importantes, puestas para explicar lo que no se sabe, o para adornar una opinión favorable que no se sabe fundamentar. Mantener la fuente de trabajo, que le llaman.

El “crítico” del avieso diario de izquierda (¿cuál no lo es?) Página/12, H. Bernades, dedica largos y tediosos párrafos informativos al film para, al final de todo, decir que “es difícil discutir la excelsa dimensión formal de “El arca rusa””. O sea que le pagan para decir que no sabe qué decir, y por lo tanto que el espectador se las arregle.

Así son los”críticos”. Por ejemplo, recientemente un “crítico de arte” de La Nación diario, afirmó lo siguiente sobre una muestra: “Ferrari no transmite un mensaje cerrado, sino que nos invita a interrogarnos, No se trata de la luz cegadora que viene de arriba y borra toda diferencia, sino de los destellos tenues que trazan el contorno difuminado de la alegría”. Frase rimbombante para justificar a un sujeto que no sabe dibujar, y que es exactamente contraria a la verdad, porque es precisamente la luz que viene de arriba la que permite ver y distinguir toda diferencia, y la alegría no tiene contornos difuminados, antes bien, muy precisos, como los tiene un niño, una flor o la Alegría misma: Jesucristo encerrado en una pequeña no difuminada hostia.

Escribió Ramón Doll (de quien tomé el título de esta crítica): “Cuando yo llegué hace años a la vida literaria, me encontré con que la crítica asumía ante ciertos desbordes y desorbitaciones de la llamada nueva generación, una extraña actitud diría, “apaisanada”, por lo tiesa, temerosa de opinar, no fuera el diablo que ciertos poemas y cuentos que nadie comprendía, fueran obras geniales.
Cuando Jacobo Fijman escribía:

“Angeles de la muerte, ángeles de la muerte.
Angeles de la muerte, ángeles de la muerte.
Angeles de la muerte, ángeles de la muerte.”

había algunos críticos, entre ellos Soto, que se quedaban todos duros, temblones, “apampados”, como los paisanos que entran a una escribanía. Y Soto y otros escritores, temiendo que a lo mejor Fijman fuera un Rimbaud, apenas si se atrevían a decir: “¡Es un santo que reza!”.
Yo llegué en ese momento y con aire campechano les dije: “¡Qué va a ser Rimbaud! ¿No ven que es un loco lindo?” y, la verdad, estas cosas son las que no se perdonan a un crítico: denunciar la papanatería de los que quieren aparecer sutiles y refinados y no son más que víctimas de las supercherías poéticas de un converso” (Prólogo a “Policía intelectual”, en “Lugones, el apolítico y otros ensayos”, A. Peña Lillo Editor, 1966).

La responsabilidad de los que escriben o hablan en los medios de difusión: a esa responsabilidad no asumida apuntamos, porque cuando los que tienen que esclarecer, oscurecen, cuando la charlatanería se insolenta y se impone, el error se esparce libremente, y con él la impunidad de los falsificadores de la cultura, co-autores del desorden en que nos toca vivir.