“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

domingo, 10 de mayo de 2009

CRITICA



A HOLE IN THE HEAD
Director: Frank Capra - 1959


GRANDES ESPERANZAS


Para Capra hay tres posibilidades: ser un tiro al aire; que el tiro nos salga por la culata; o que nos den un tiro. El primero es el personaje de Sinatra; el segundo su hermano,Edward G. Robinson; el tercero, el amigo ricachón del primero. La única posibilidad de superar esas trampas es llegar a conocerse a sí mismo, dolorosamente, en su pequeñez, su nada, y entonces poder reconstituir el lazo más importante: la familia. Como siempre, el amor se ve en peligro por la omnipotencia del dinero.

Tony Manetta (Frank Sinatra) tiene lo que a su hermano Mario (Robinson) le falta; él lo dice: “imaginación”, amor por su hijo, deseos de vivir. Pero le falta lo que al otro: “sentar cabeza”, lo cual, podemos ver, Mario se lo debe a su esposa Sophie (la gran Thelma Ritter). El primero tiene un hijo de 11 años, pero adulto; el segundo un hijo mayor, pero imbécil. El amor, aunque descentrado, da mejores frutos que el próspero negocio.

Tony se ve tironeado por una amante tilinga y por el “amigo” ricachón; ambos lo abandonarán, no sin mostrarle su desprecio. La mujer estúpida –y por lo tanto egoísta- toca el bongó; la digna viuda que conoce (la siempre hermosa y solitaria Eleanor Parker) cocina y quiere al chico. La cuñada llora y el hermano gruñe. El más equilibrado es el chico, la mirada con quien Capra más se identifica. Sinatra es un anti-héroe no demasiado acertado, con cuatro mujeres en su vida: su esposa fallecida, según él dulce y “muy religiosa. Ojalá yo lo fuera”; la noviecita frívola que lo tienta al mal camino (véase su relación con el mar, todo un símbolo); la cuñada, caritativa, gracias a la cual la historia se desarrolla; y la viuda, a quien Sinatra pregunta si es religiosa, y un “creo que sí” que es mejor que no. Se verá que es decente.

El Padre Castellani destacaba una vez una novela de Galsworthy con este esquema: “Son dos hermanos: uno es un juez puritano y respetabilísimo que persigue con sermones y apremios al otro, que es un artista vago y pobretón que está amancebado con una pobre mujer. ¿Quién le dice a Ud. que al cabo de mil vueltas, el “primero”, es decir, el santo de palo, termina matando y robando; y el “último”, es decir, el pecador, hace una caridad suprema con la otra desdichada. Claro es que esto es imaginado por un novelista; pero también sucede. “El que de vosotros esté sin pecado, que le tire la primera piedra...A ésta mucho le fue perdonado porque amó mucho.”” (Domingueras prédicas II, pág. 27). Esta condena del puritanismo la muestra Capra con su acostumbrada caridad para con los caídos; probablemente más logrado en este film que en aquellos donde transitaba el mundo de la politiquería, donde no llegaba a condenar el oprobioso sistema liberal.

Capra resuelve magistralmente la caída de Sinatra, descubriéndose a sí mismo: se confiesa de espaldas a cámara, porque el que se transforma entonces es su hermano (Robinson es más apto para tal menester), hasta entonces severo en su condena –una docena de veces lo llamará “vago”- pero ahora vuelto piadoso. Luego, afuera, Sinatra como un chico se sumerge en sus brazos, en la escena más emotiva de la película.

Inteligente el comienzo, que aparenta un film ligerito, con ese delfín que salta, pero Capra sigue subiendo y a pesar del tono "light", logra construir un drama. Extraordinaria la escena de Robinson con los cubitos agujereados en el medio, protestando con sentido común y con una única forma de ver entonces las cosas: “¡Por qué no dejan las cosas en paz!”.

En definitiva, estamos ante una modesta comedia dramática, sana y alegre, que invita a confiar siempre en la Providencia, ya que, finalmente, comprendemos que Dios no siempre nos da lo que le pedimos, sino lo que nos conviene, que resulta mejor que lo que buscábamos.