“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

lunes, 30 de noviembre de 2009

IMAGENES



EL ADIOS DEL UNITARIO, 1929



Dirigido por Edmo Cominetti.


Escrito por Enrique P. Maroni.



“Primera realización en el país de una escena hablada”.




1929. El “cine” argentino abre por primera vez la boca y su voz se escucha. El “cine” habla. ¿Qué es lo que tiene para decir?


Con un colchón musical sentimental y lloroso, donde un violín y un piano lastimeros se ponen de acuerdo para horadar nuestros oídos; con un señor sentencioso y engolado y una señorita aniñada y frágil, esto es lo que tiene para decirnos el primer “cachito” sonoro del cine argentino:



Una mujer detrás de la reja de una ventana. Del lado de afuera aparece un hombre con capa, que se acerca. La cámara como frente a un tinglado teatral, ocupa siempre la misma fija y distante posición.


Mujer: ¿Cómo te atreviste?


Unitario: Me he resuelto no irme. Aunque me cueste la vida, no dejaré la patria en estos momentos en que su suerte depende del valor de los hijos que la quieren.


Mujer: ¿Nada pueden entonces mis ruegos ni el amor que me tienes?


Unitario: Al contrario, por ellos también me quedo. Si no te quisiera, ¿acaso me atrevería a acercarme a esta reja donde la hija de un jefe federal, que es mi mayor ventura pero también mi más grande peligro?


Mujer: Vete, Carlos. Vete al Uruguay, donde tantos argentinos están logrando la protección generosa de aquella tierra hermana.


Unitario: No ha de ser, mientras no desaparezcan de mi suelo las huellas sangrientas que el tirano ha marcado con su sello. No ha de ser mientras aliente en mi corazón un soplo de vida que quiero jugarme por mi causa santa porque es la patria la que obliga.


Mujer: Hazlo por tu madrecita, Carlos, que te tiene como su única alegría, como su único consuelo. ¡Sálvate Carlos mío! ¡Te lo pido en nombre de ella, en nombre de mi amor sin suerte si aceptas sin embargo el sacrificio de la separación porque no ignora lo que te impones aquí!


Unitario: Soy buen hijo. Por esa madre, todos los dolores que sufrí. Soy buen amante. Por esta novia, todas las amarguras soportadas. Pero soy argentino, y mi patria está como mi Dios [mira para arriba] por encima de otros sentimientos. Por ella me siento capaz de grandes renunciamientos. Por ella solamente mi corazón de hombre palpita en la esperanza de verla salvada, libre para siempre de la tiranía que la oprime. Me iré, sí, pero no a tierra extraña. Me iré con Urquiza a pelear por mis convicciones de criollo bajo el amparo de mi bandera. Y cuando regrese, Dios mediante, lo haré con el corazón lleno de gloria y con el mismo invariable cariño que le da vida. Con tu amor, mi Alba.


Mujer: ¡Mi Capitán!...Para recuerdo, [saca algo de entre sus ropas y se lo entrega, con voz lastimera] esta virgencita te proteja...


Unitario: Gracias. Pero ni un sollozo. Sin lágrimas, sin amarguras. Por el contrario, tierna pero valientemente, como las mujeres guapas despiden a los soldados que se van sin miedo a la lucha.


Mujer: Adiós.


Unitario: No, adiós no. Hasta pronto. Porque he de volver para quererte mucho, como tú lo mereces, toda la vida. [Se besan].



El Unitario se cubre con la capa mientras la Mujer cierra la ventana.


Se escucha inmediatamente una voz:


¡Viva la Santa Federación, mueran los Salvajes Unitarios! ¡Las doce han dado y sereno!


El Unitario sale de escena.



Aparece un cartel con la bandera argentina, que dice:


“Película argentina. Ariel”.



FIN.




Pensamos en esta coincidencia: la primera película sonora (difundida) del cine norteamericano, tiene como protagonista a un judío que se hace pasar por negro para triunfar en el espectáculo (El cantor de jazz, 1927). La primera película sonora –primer fragmento- del cine argentino, tiene como protagonista a un unitario, que debe huir de la “tiranía rosista” para sobrevivir.


En ambos casos, los dueños del poder, los vencedores, son protagonistas de los filmes, pero en calidad de “víctimas desfavorecidas”. Sin embargo, precisamente el hecho de que tengan acceso a esa instancia de difusión, de que sean ellos los productores, de que sea su voz la primera que se escuche, es una clara muestra de que han sido ellos los vencedores (como los masones que organizaron la Guerra de Secesión norteamericana, de ambos bandos), los que poseen en gran medida –no de forma unívoca y unánime, pero sí abrumadora- los medios de comunicación.


Ambas películas o fragmentos de películas son verdaderamente nulos estéticamente, y se difunden al solo efecto de documentar un “hito” de la técnica. Ambas parecerían darle la razón a los que en su momento abominaron del cine, y parecen marcar inexorablemente el destino de un arte. Pero, a Dios gracias, la cosa no fue del todo así. El cine (norte)americano sería redimido de esa marca de fábrica (de ese pecado original, de esa falsedad a designio) por algunos films católicos; pocos, pero buenos.


El cine argentino, si bien contó con obras destacadas en su incursión bastante lateral de la revisión de nuestra historia, no redimió todavía de ese pecado original –el liberalismo- en su pantalla. Más bien parece destinado a quedar preso detrás de esa condena, como de hecho parece estarlo el país. Esperamos que alguien bien nacido se anime y pueda concretar la gran obra que justifique su existencia, la existencia de nuestro cine.


EXTRA CINEMATOGRAFICAS

POESIA DE CASTELLANI



Tuvimos la fortuna de encontrar recientemente una valiosísima y antigua nota sobre la poesía del Padre Castellani, la cual nos complacemos en reproducir debajo porque Castellani merece que se le haga justicia, y porque además el aporte de Soler Cañas apunta y dispara contra la ceguera y la mezquindad (cuando no el silencio) de los “críticos” de su época, que no faltan el día de hoy, a veces transfigurados en “biógrafos”.



En el “mamotreto” (así lo califica su mismo autor) que dio a conocer hace unos años Sebastián Randle titulado “Castellani – 1899-1949”, su autor (que en algún momento llega a meter en la misma bolsa que Tolkien, Platón, Dante, Cervantes, Shakespeare y Chesterton a... Alejandro Dolina, sic) dictamina que los versos de Castellani son “horripilantes” (pág. 544). Es llamativo que alguien que escribe tan mal, que despliega tantas torpezas, fealdades, ripios, inutilidades y contradicciones a lo largo de más de 800 páginas, diga de su biografiado, de otra forma, lo mismo que decían los “críticos” cincuenta años atrás. Y con la misma ligereza.



Si ya por entonces Luis Soler Cañas ponía las cosas en su lugar, nosotros nos sumamos para agregar algo que a esta altura es de Perogrullo, aunque el semi-biógrafo de Castellani no lo vea: Castellani como escritor tenía un talento descomunal, mayor al del resto de los escritores argentinos que por entonces gozaban del prestigio y reconocimiento oficial. Por momentos esta riqueza de estilo puede atisbarse en sus “Camperas”, trabajo de sus comienzos. Pero hete aquí el meollo del asunto: Castellani, teniendo un inmenso talento, gran capacidad de intelección literaria, profundidad de pensamiento, notable imaginación, comprensión psicológica, conocimientos lingüísticos, acerbo cultural y sustento teológico y filosófico sobresalientes, además de una vida esforzada y viril, Castellani, decimos, no quiso nunca ser un literato, un escritor o poeta profesional. Eludió de continuo esta tentación porque lo suyo era ser un sacerdote, y como tal, un profeta. Usó su arte poética y literaria para iluminar, no para deslumbrar. Sirvió a la Verdad con una Belleza libre de afectaciones o perfecciones de laboratorio de esteta. No quiso ser, v.g., un Borges ni un Lugones: prefirió “entender a Martín Fierro” con su obra y con su vida. Fue un “género único” (como dijo alguien), aunque muchos después se empeñaron en imitar hasta sus nimiedades. Dicho todo lo cual no por ello –aunque no somos críticos, desde ya- caeremos en el encomio desmesurado para oponernos a la “acrimonia” de muchos. Como decía el mismo Castellani: “Malo sería renegar de lo nuestro y aun carecer hacia ello de la humana ternura fraterna; pero mucho peor es cortarnos de la ecumenidad del pensamiento con una especie de anteojeras de barbarie egocéntrica; que nos llevaría a falsedades manifiestas y grotescas” (con Fermín Chávez, prefacio a “La cien mejores poesías (líricas) argentinas”). Y así, si se puede decir que era como él se auto-definió, un “poeta menor”, su poesía nos da mayor sustento y nos entrega mucho más que las perfecciones formales de muchos “poetas mayores”, así como a veces un pintor menor, como Van Gogh, vale más para nosotros que un pintor mayor como Rafael di Sanzio.



Los versos de Castellani que recoge Soler Cañas en su nota van aplicados también a la incomprensión (de esta y muchas otras cosas) de su semi-biógrafo. Soler Cañas fue capaz de ver mejor –y lo dice en apenas dos páginas sustanciosas- el talento y el alma del Padre Castellani, a través de su poesía.



Por sobre la crítica del merengue



Por Luis Soler Cañas.


Revista Histonium Nº 155, abril 1952.




Existe bastante gente en la Argentina que se figura pertenecer a eso que en otros países se denomina la crítica. Y existe también mucha otra gente convencida de que en la Argentina hay una crítica que merece de veras tal nombre. El autor no participa de ninguna de las dos creencias, y alguna vez ha tenido que defenderse en público (en privado lo hace todos los días) de la acusación de crítico, formulada como siempre con toda ligereza, con toda irresponsabilidad. Opina, sinceramente, que no contamos con una crítica en el sentido que se le da a este vocablo en las naciones donde la actividad intelectual creadora promueve a la vez una actividad intelectual de tipo crítico. Acá no pasamos, incluyendo a los más serios comentadores, de simples gacetilleros, de meros cronistas, que escriben con apuro y sin espacio, y que no siempre atacan su labor con la necesaria objetividad, con la imprescindible ausencia de pasiones extrañas a la obra literaria considerada en sí.



Decimos todo esto no por falsa modestia ni por menospreciar una actividad como la del gacetillero literario, en cierto modo útil si se la desempeña con honestidad, sino porque la carencia de una verdadera crítica se evidencia en la pasmosa tranquilidad con que los usufructuadores del papel impreso, las secciones bibliográficas y las revistas especializadas dejan pasar, sin reparar en ellos, o reparando con ojos miopes y astigmáticos, libros que en otras partes, apenas publicados, provocarían una de dos cosas: o tempestades de admiración o tempestades de negación, de repudio. Pero en todo caso, una actitud crítica, verdaderamente crítica.



Así las cosas, el autor siente muchísimo no ser más que un cronista, lamenta mucho no ser un crítico. Y lo siente porque un librazo estupendo como el “Libro de las Oraciones”, que acaba de publicar silenciosamente un gran poeta nuestro, el padre Castellani, merece la atención de una lectura muy despaciosa y el interés de una crítica que lo sea de veras y que abarque su contenido en toda su rica y profunda variedad. Lamentamos muchísimo no estar a la altura de esta obra que nos redime de tantos volúmenes onerosamente largados a la circulación, sin gracia ni provecho, por nuestros generosos editores de bodrios. El padre Castellani, para empezar, ha tenido que publicar el libro por su cuenta, o poco menos. Eso se advierte en seguida. Si fuera colombiano, inglés o español, las cosas serían de otro modo. Pero el padre Castellani, que honra a toda la cultura argentina y que la representa con una autenticidad de que carecen muchos de nuestros más distinguidos tinterillos literarios, es solamente un humildísimo cura argentino, que escribe con médula y raíz argentina, que escribe la Verdad, que dice la Verdad, que proclama la Verdad. Que sirve, en una palabra, a la Verdad. Es un patriota, además. Un gran patriota. ¿Podrían perdonarle todos estos defectos juntos nuestros puntillosos editores?



Leamos, sin embargo, el “Libro de las Oraciones”. Este estupendo “Libro de las Oraciones”, libro de verso y de poesía (no como los de Gonzáles Lanuza o Silvina Ocampo, pongo por ejemplo, que son de verso solo y a veces ni siquiera de eso), libro de un alma excepcional, y de una humanidad asimismo excepcional. Libro de un gran espíritu acosado por los males terrestres y que, agobiado por el dolor y la miseria de lo humano (y de los humanos), arrastrado mismamente a veces hasta los límites de la desesperación, no llega jamás a perder la fe en Dios y en lo sobrenatural. Junto a oraciones que son un clamor inmenso del alma desgarrada, leemos oraciones angélicas, de una inocencia y de una gracia que conmueven cuando se formula el paralelo, no buscado, con las otras. ¿Versos defectuosos? Puede ser que los haya. Pero sepa la retórica exigente y la pedantería de los preceptistas que, defectos, si los hay, de métrica o de estilo, o de lo que sea, no son de los que se escapan al autor sino de esos que el autor deja, o pone, a propósito.



Imaginamos las “críticas”. Las de siempre:



-¡Qué mal escribe Castellani!


-No pule, no corrige...Es muy atravesado para decir ciertas cosas...


-Y tiene sus zafadurías el cura...


-Sí. Se le escapan palabras un poco fuertes...


-Esto no es poesía. Es prosa, y no de la mejor...


-¡Qué versos inacadémicos!...



Etc., etc., etc. Los comentarios pueden seguir indefinidamente. Sí, es cierto. Castellani escribe mal. Hace unos años se lo decíamos a Fernando García Della Costa:



-La gente no entiende al padre Castellani ni a Ramón Doll. No se da cuenta de que escriben mal a propósito. De que usan un lenguaje vivo, vital, lleno de humanidad y de fortaleza, sin melindres, sin afectaciones, sin rositas rococó...


-Tienes razón. No se dan cuenta de que son dos clásicos de nuestro tiempo.



Y tenía razón él. Porque el padre Castellani, como Doll, escribe mal, como escribían mal Quevedo y Cervantes y Gracián y tantos otros de esa estupenda galería de españoles gracias a cuya audacia, a cuya falta de melindres, de puntillosidades, se fue renovando, se fue haciendo y se fue enriqueciendo el idioma que hoy usamos. Si les hubieran hecho caso a los gramáticos o a los literatuelos adocenados ¡aviados estaban y estábamos! Sí, Castellani usa un lenguaje que es como un torrente cálido y fresco a la vez de vida, un lenguaje que conmueve directamente nuestra sensibilidad, que alcanza hasta lo más profundo de ella, pero lo interesante es que, además, ese lenguaje dice, expresa, transmite algo. Castellani no sólo nos enriquece con ese estilo suyo, que a veces semeja travesura, fuertemente personal, más allá de todas las preceptivas y todas las retóricas del merengue, sino que además nos enriquece el alma. Estas “Oraciones” de su libro no son, en el fondo, más que su diario lírico. El diario lírico de un momento excepcionalmente doloroso de su vida. ¡Pero qué diario! Este es un libro sobrecogedor. Lo deja a uno pasmado. ¡Qué expresiones, qué aciertos, qué hondura, qué fe, y por sobre todo eso, cuánta poesía fuerte, vital, vitalizadora, cuánta de esa poesía que ineludiblemente necesita el hombre para no perecer de hambre espiritual y de desesperación moral en un mundo corroído por espantosas miserias de toda laya! ¡Qué libro de fe, de optimismo, de sabiduría, qué manantiales de vida renovada y esperanzada en Dios va sacando este hombre del horrible pozo de su angustia! ¡Y cómo nos enriquece! ¡Y cómo nos alimenta! Libros como ése son necesarios para la sed de amor y de fe de nuestro tiempo.



Repito que no soy un crítico ni lo pretendo. Pero siento mucho no serlo y me limito a señalar que en la Argentina ha aparecido el libro de un gran poeta, de un escritor genial que no pasará sin dejar una huella profunda, y que ese libro ha merecido el honor del sospechoso silencio de toda una “crítica” que se vanagloria de tal nombre. Con la excepción, verdad, de un gacetillero anónimo que juzgó oportuno hablar de “confuso retorcimiento”, de “dicharacho plebeyo”, de “metáfora caricatural”, que adujo una “extraña conducta estilística”, mencionó un “popularismo equivocadamente interpretado”, denunció “exasperado barroquismo” en los versos, propició “una formulación más ceñida a las normas” (¿quería un corsé literario?) y concluyó su brillante crítica aludiendo a “un sensacionalismo cuya incompatibilidad con la verdadera poesía es innecesario destacar”...



Gente como ésa cree que la poesía es labradora de encajes y puntillas, adorno de cremas y dulzura de caramelo. Para rematar al disparate añadía que todo lo objetado por él “empaña la sonoridad de una voz que parece nacida de nobles afanes”.



Le parece, nada más. A nosotros nos parece que el gacetillero paseó la mirada por el libro sin ver nada. No vio césped inglés cuidadosamente recortado, no vio rosas graciosamente decoradas y perfumadas, no vio las tersuras habituales en tanto versificador sin poesía, no vio, en una palabra, elegancias, artificios, y se dijo: “¡Cátate, qué será esto?”. Pero como tenía que escribir algo, dijo lo que mañana o pasado, cuando todos estemos ya en nuestro lugar de sombra, pueda ser el hazmerreír de las generaciones que ubiquen a Castellani y a su poesía en el sitio que por justicia le corresponde.



No soy un crítico y sólo puedo aconsejar que se lea este libro. Es UN LIBRO. Nada más y nada menos que un LIBRO, expresión de un ALMA, de una FE y de una POESÍA humanamente expresadas, demasiado humanamente expresadas, quizá...Por eso no lo entenderán ni lo gustarán los devotos del alambicamiento, los partidarios de la retórica por la retórica misma, los inefables admiradores del purismo y la vaciedad sonorificadas...Los “inteligentes”, en una palabra. O, mejor dicho, los que en nuestro país usurpan, alevosamente, el lugar de la “intelligentsia”.



Anticipándose a toda esa pobreza de espíritu, Castellani ya cantó genialmente en “Arte Poética” (número 13 de “Poesía Argentina”):



Reniega una vez más tu fortuna,


da de mano las frases bellas


y cual los perros a la luna


dí tu verdad a las estrellas.


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Acosado en brete fiero


por la Patria y la Iglesia única


¿oh Jeromio, compra un acero


aunque debas vender la túnica!


Haz sonar tu rudo montante


en vez de fina lira de oro


contra la estupidez campante


¡la estupidez testuz de oro!



Y armó su retórica viril de esa manera:



¡Ah! crén que yo soy un artista


¡ah! crén que soy un literato.


Me dan consejos, que me vista,


que me presente hecho un retrato...


¡Ah! No es un cisne nacarado


con tornasoles en el ala,


es un carancho aprisionado


mi alma que Dios acorrala.


Sea tu verso un gesto viril


y no una actitud escultórica,


de alma y carne, no de marfil...


Y todo lo demás es retórica.



Retórica. Es decir, literatura. En su inadmisible, en su peor acepción: falsedad, pose, esnobismo, elegancia de afectados. La poesía del “Libro de las Oraciones” está hecha de alma y de carne, no de marfil. No de fantasías, no de pobrecitos juguetes de la moda, estériles y perecederos. ¡Ah, qué bien conoce Castellani a sus críticos! Para ellos escribió su “Arte Poética”. Pero...¿aprovecharán la lección? Lo dudamos.




INVITACION


EXTRA CINEMATOGRAFICAS

UN PRINCIPISMO RELATIVISTA
Por Ricardo Fraga

Tomado de Panorama Católico Internacional

NOTA: Aunque en este excelente escrito se sugiere la visión de una película que ilustra algunos conceptos vertidos en el mismo, recomendamos, antes que el citado y no “insuperable western”, sino bodrio “A la hora señalada”, ver el muy meritorio film de Wyler “Detective story”, que aborda y de manera tal vez insuperable el mismo tema, sólo que el puritano en este caso, resulta ser un católico. Ofrecemos a continuación de este artículo nuestra crítica del citado film.





Aristóteles (y todo el pensamiento político clásico) miró al hombre como un animal político ordenado a la vida solidaria dentro de un marco de perfectibilidad virtuosa cuya nota sería siempre el bien común y no sus groseras satisfacciones personales o las difusas percepciones del espíritu.
En nuestros días el hombre (o los despojos que quedan de él) no es otra cosa que un sujeto orgánico evolutivo elaborado a tenor de un constructivismo social sin historia y capaz de las más horrendas salvajadas.
Todo, por supuesto, dirigido a un mundo de enseñanzas regido por el Estado y globalizado fuera de las fronteras del ser y la verdad que es, precisamente, el contexto óntico e histórico en que la tan cuestionada globalización es pensada por Benedicto XVI en su reciente encíclica "Caritas in veritate".
El Papa reconoce (con la mejor tradición escolástica) el ideal unitario de la gran familia humana a cuya cima se llegará por la labor apostólica o por la falsa "unificación" del Anticristo, notándose que dicha unidad constituye, en definitiva, la vocación final prevista por el Creador.
Charles Maurras afirmaba que el utopista "es el gran demoledor de instituciones" (es el caso de la revolución francesa y, en rigor, de toda subversión del orden natural intrínseco que de ella toma origen). Y el (ahora olvidado) Antoine de Rivarol ironizaba que sostener que "todos los hombres nacen libres e iguales es tanto como aseverar que nacen desnudos pero viven vestidos, (ya que) las vestiduras pueden ser, a veces, un poco estrechas, pero nos protegen del frío".
También Maurras recordaba que "las filosofías puramente morales provienen de la locura". ¡Cuidado con la moral cuando se sale de su servidumbre a la inteligencia! Si ello sucede no hay cosa más espantosa que la moral y la ética.
El bien ("bonum") que es el objeto formal de la ética está subordinado a la verdad ("verum") que es el objeto de la metafísica. Estos aspectos formales del mismo ser fijan los lindes y las relaciones de reciprocidad y subordinación entre la teoría como contemplación y la praxis como la recta actividad de las cosas operables.
Una moral desencajada o desgajada de la inteligencia (ordenada a la verdad) es una moral puramente formalista, al estilo kantiano, es una moral autónoma, no heterónoma, no sujeta a la normatividad de la disposición que hace que el hombre justamente se conecte con los demás, según la categoría existencial de relación.
Si el hombre no tiene este contexto de relación, ¿en qué se convierte, entonces, la conducta ética? Aparece, en tal caso, una moral relativista o "de situación", conforme a la cual dependerá de "cada situación" el saber si una conducta es o no es moralmente buena.
No, cualquiera sea la interpretación de la significación subjetiva de la "situación", la moral tiene valores absolutos y hay, por ende, cosas que siempre son invariablemente éticas. Por ejemplo: nunca es lícito matar injustamente. Nunca, no hay ninguna excepción. Se trata de un "injusto moral" pleno que da lugar, por conexión, a la antijuridicidad penal.
Ahora bien, para determinar ese principio de valor invariable es necesario recurrir a la inteligencia iluminada por el ser. La voluntad (ámbito de la ética) como potencia apetitiva (ciega) no puede, por sí misma, fijar su objeto.
Justamente, el "principismo" moral es hijo de la desvinculación de la ética respecto de la verdad y con estos novedosos "principismos" dogmáticos es casi imposible dialogar. Es, por lo menos, un diálogo entre sordos.
El utopista al negar la "mediación institucional" (Maurras, una vez más) anarquiza los antiguos valores morales, al desligarlos de los "trascendentales objetivos del ser" y convertirlos, o bien en meros postulados de la razón práctica (Kant), o bien en vanas apariencias sin radicalidad ontológica (Gramsci).
El utopista siempre aguarda la perfección, el cristiano en cambio no desespera de su proclividad al pecado, según aquello de san Pablo (y los clásicos): "veo lo bueno y lo aplaudo y hago lo malo".
Underhill recordaba que "la diferencia real que distingue al cristianismo de todas las demás religiones reside justamente aquí: en esta vigorosa aceptación de la humanidad en su totalidad", esto es, la aceptación de la vida en su complejidad, ya que todas las cosas verdaderamente humanas son susceptibles de impregnarse de la Divinidad.
Esto es lo que los filósofos llaman "la analogía de lo real".
Recordemos, por caso, la utopía puritana (que produce los cuáqueros) y que es terrible en su indeclinabilidad. Quien quiera verla en acción concreta puede mirar el insuperable clásico de "far west": "A la hora señalada" con Gary Cooper y Grace Kelly. Allí verá el entorpecimiento permanente que, en nombre de la perfección, la protagonista cuáquera ejerce sobre su marido llevándolo casi hasta la muerte.
¡Ojo! que la utopía puritana fundó a los Estados Unidos y ese carácter indeleble explica las modalidades (tan exitosas) de la vida americana que nosotros queremos imitar cayendo, naturalmente, en el plagio y en la opereta.
La "mediación institucional" tiene tal entidad y significación que, cuando se prescinde ella, la búsqueda de la perfección inmaculada conduce inadvertidamente al sectarismo propio de los antiguos alumbrados.
Ahora estamos metidos en la utopía cientificista y no solamente en lo empírico o biológico. No, también en lo sociológico ya que el "constructivismo" es puro principismo utópico sin correlato alguno con la realidad.
Ni hablar del principismo jansenista que también reina en esta época y que debidamente secularizado genera la ideologización del derecho, la política y la justicia o los seudo escrúpulos leguleyos de los fariseos judiciales.
O vale también mencionar la ya algo gastada (no en la Argentina) "teología de la liberación" que, con esa estructura dialéctica hegeliana, debería darse por "superada" toda vez que los textos y los tiempos (vg. Leonardo Boff) ya no son los de la (¿añorada?) década del '60.
También hay ¡por supuesto! la (ahora en crisis) utopía del mercado: "¡el mercado está tranquilo, está eufórico, está deprimido!"
"El mercado está por encima de la ley de la solidaridad" (apotegma chino) y, sin embargo, la solidaridad construyó las redes sociales y humanizó las interrelaciones humanas dignificando al hombre y a todas sus categorías esenciales.
"Estamos construyendo ahora la humanidad del futuro". ¿Esto se escucha hoy? ¿Qué utopía más grande que ésta si esa humanidad suspirada no es de cuño cristológico?
Paul Tillich, teólogo protestante, dice "todo es secular, todo lo secular es potencialmente religioso" y, en consecuencia y por rara paradoja, la búsqueda de lo ultra humano termina por invertirse transliterando las fórmulas: si Dios es amor, en rigor, "el amor es Dios" y, por ello, la fórmula final de todo principismo utopista es "amémonos, todos somos iguales", o bien "nosotros somos los únicos puros", que es el sincretismo total ante el cual se oye la voz disonante de Benedicto XVI recordando que, cuando el mundo se despoja de la verdad, del bien y de la belleza ancladas en el ser, nace la "dictadura del relativismo" o, como yo me atrevo a definir, "el dogmatismo de la puridad".
Parece contradictorio que del nihilismo agnóstico se siga un rígido principismo relativista y que de las altas esferas del espíritu (que no es, a veces, sino cerrazón impenetrable) emerjan las rígidas conclusiones del fanatismo.
Pero cuando no es la verdad la que nos hace libres (Jesucristo dixit), entonces, la esclavitud es el oneroso precio del libertinaje intelectual que, fatídicamente, concluye en el descalabro moral que nos ahoga y en la desorientación doctrinal de tantas almas impacientes.


CRITICA



DETECTIVE STORY

Dirección: William Wyler – 1951


ASALTO AL PRECINTO MCLEOD

(O de cómo un detective orgulloso e implacable descubre a tiempo el valor de perdonar)


“El estudio de un carácter orgulloso y autoritario que conducirá a la heroína a su perdición” decía Mitry acerca de “La loba”, una de las grandes películas de Wyler, y acertadamente podría decirse lo mismo en este caso, sólo que el personaje orgulloso no sigue el destino de aquella soberbia mujer. Estamos hablando de almas inquietas que no saben sino de disputas, desarrolladas en inteligentes dramas psicológicos donde una personalidad dura, segura, inflexible y dominante ve deshecha su visión del mundo y su forma de vida cuando todo se derrumba a su alrededor.

Kirk Douglas interpreta a un policía incorruptiblemente orgulloso (Jim McLeod), rígido en su moral puritana, tenaz escudriñador de los otros y convencido de que la misma “pureza” se encuentra en su esposa. Él es el protagonista, el film gira en torno a él y su obsesión por hacer justicia, su creerse justo por sobre los demás y su no concesión a la misericordia, porque “odio a los criminales” y “no creo en eso de poner la otra mejilla”, como le confiesa a su jefe, el cual le contesta con razón: “A veces hablas como un maníaco”, por querer ser policía, juez y verdugo. Pero esa obsesión de McLeod deviene como luego se sabrá de un odio contumaz por su padre, el cual abusaba violentamente de su madre: “Cada vez que veo a uno de esos veo la cara de mi padre”. Es una herida que lo atormenta y que deberá cerrar para poder al fin alcanzar la paz mediante la reconciliación, aunque sea la paz en la otra vida.

Basado en una exitosa obra teatral de Sydney Kingsley, el film de Wyler contiene las acertadas actuaciones en una puesta en escena que completa, sin necesidad de los primeros planos, lo que de característico identifica a cada personaje. Sin recurrir además a banda sonora alguna, ya que el film no la demanda. Temas como el perdón y la piedad, la soberbia y el odio, la miseria humana y también su grandeza son considerados en una obra indudablemente cristiana, como su final sublime nos lo revela, sin lo cual todo lo que hemos visto se desarmaría en una inútil impostura y, además, el personaje de McLeod no podría haber actuado como lo hace. Recuérdese lo que suplica al final, cuando le ofrecen un médico.

Toda una serie de personajes marginales –desde la pequeña y vulgar ratera o el joven que obsesionado por los caprichos de su novia cae en un robo a su empleador, hasta el criminal psicópata violento o el médico abortero- atraviesan la noche en una comisaría donde los policías cumplen –algunos con solvencia, los más despreocupados y tediosos- su labor cotidiana. Pero McLeod va un poco más allá que los demás, ya que, obsesionado con un criminal al que no puede implicar en los delitos que sabe cometió, pierde la paciencia y actúa por encima de sus atribuciones, como si fuera el mismo Dios, pero un dios inflexible, implacable e inmisericorde. Sin embargo, aquel delincuente le hará morder el polvo –esto es, lo humillará, será el instrumento de Dios para que sea capaz de volverse humilde- a través de lo más querido por el policía, un secreto que su esposa no le ha contado –anterior a su matrimonio- y que hará ver a McLeod la más cruda realidad.

En un final sublime que nos entrega aquel cine clásico ya inexistente (la sociedad de entonces conservaba sus restos de Cristianismo), la historia no puede terminar de otro modo, porque los personajes son tipos humanos que reconocen algo que los limita y los congrega. El teniente afirma que su deber es encontrar la verdad, y la encuentra. Como la encuentra -dolorosa y fatalmente- McLeod. Vivía en la soberbia porque vivía sumergido en una mentira que él mismo se había creado –mentira mezclada con verdad.

El “buen” y el “mal” ladrón, el criminal enloquecido y la ratera miserable, todos aparecen en ese micro-mundo de la comisaría. También: el padre que quiere salvar a quien podría ser su hijo; el hijo que por odio a su padre se ha vuelto impiadoso; el humor cotidiano de los compañeros de trabajo, su cooperación y camaradería, como también su falta de sensibilidad; y el que se ha perdido por una mala mujer y puede ser rescatado por otra. ¿Por qué el personaje de Kirk Douglas usa lentes para leer o escribir? Porque para hacer las cosas como corresponden debe corregir su mirada. Al quitarse los anteojos tiene la mirada nublada por el prejuicio, y entonces actúa precipitadamente. 

Curioso caso el que un director de origen judío como William Wyler (nacido en Alemania) realizara una indudable obra de identidad cristiana. El talentoso Wyler de las excelentes “Jezabel”, “La loba”, “La heredera” o “The big country”, o de las muy liberales y negativas “Los mejores años de nuestras vidas”, "Carrie" y “La Sra. Minniver”, o de la más convencional “Ben-Hur” de su última etapa, que, en este intenso y concentrado drama se quita cualquier prejuicio que pudiera portar y se atiene a lo que la obra desea comunicarnos de una manera elegante y ascética, porque como bien afirmaba Bazin, en Wyler “todos los esfuerzos de la puesta en escena tienden a suprimirla; la correspondiente proposición afirmativa sería que en el límite extremo de este ascetismo, las estructuras dramáticas y los actores alcanzan un máximo de potencia y de claridad”. No hay sin embargo en esta pretendida libertad que veía Bazin de la puesta en escena con respecto al espectador, neutralidad o indiferencia de parte del director, que actúa siempre mediante la demarcación de las acciones de los protagonistas, de la elección de la dimensión del plano o del uso del sonido (por ejemplo, cuando al principio se encuentra McLeod con su mujer a la puerta del precinto, aparecen los dos felices, sin embargo el ruido de las motocicletas policiales enturbia lo que se dicen y preanuncia la tormenta posterior en esa “idílica” relación).

La movilidad, impaciencia, urgencia y ansiedad del personaje, en la estrechez del decorado, aumenta el vértigo de su situación, pero sin hacer que nosotros formemos parte del mismo. Juntamente los actores y el decorado que los contiene y parece limitarlos para concentrar más el conflicto, el menor corte de planos posibles, la trama y las sub-tramas de ésta que confluyen todas en ese balazo final, en esa agonía, en esa oración comenzada y finalmente terminada piadosamente por quien sabía bien ponerse en el lugar del otro, única forma de comprender.

CRITICA





DESEO

Director: Frank Borzage – 1936



ENCENDER Y APAGAR LA LUNA



(O de cómo la intervención “americana” en los asuntos de “la Europa” todo lo arregla, insuflando un optimismo ramplón)





Estamos ante una comedia fina y brillante que en nada nos sorprende. Es evidente que eso que se ha dado en llamar “el toque Lubitsch” existe, y que cualquiera que haya visto algunas de sus comedias comprenderá. Aquí él la produce, y bien vemos que ese buen director que era Borzage lleva a cabo una comedia muy de aquellos años ’30, que podrían haber firmado –con leves matices- Capra, Hawks, King Vidor o más tarde Preston Sturges.


El título de por sí, “Desire”, no nos dice nada, o más bien nos alienta a presenciar un melodrama y no una comedia perfectamente orquestada y de un ritmo increíble (ritmo y construcción que también hemos visto –no tan logrados, desde ya- en nuestro cine, por caso recientemente en “Yo quiero morir contigo” de Mario Soffici). Pero, más allá de la felicidad de la construcción y los aciertos del montaje, hay una facilidad en la resolución, hay un tomar la vida bastante a la ligera, hay una confianza exorbitante en las propias fuerzas, un deseo de hacer creer que el bien (representado por el estadounidense, acá Gary Cooper) que es ingenuo, audaz, emprendedor, entusiasta, fuerte, apuesto, que ese bien que representa a los Estados Unidos, o tal vez a “lo americano”, finalmente triunfa con el consabido happy-end. Y lo hace sin la intervención de Dios, porque ese es el mayor problema de esta película (y de casi todo el cine).


Está muy bien que Marlene Dietrich se corrija y deje de robar por amor, pero esas conversiones súbitas...Acaso ella esté más en lo cierto que el personaje de Cooper, que se ha enamorado en definitiva de una bella imagen, de un icono, de una hembra. Y ya quisiéramos ver a esa pareja unos pocos años después (sino meses), ya quisiéramos ver a ella ama de casa, quisiéramos ver esa familia. No. Probablemente todo se resolvería pronto con un divorcio “a la americana”. En todo caso, cuando la película termina debería empezar la segunda parte, la más interesante, después del “casamiento”, esa parte de la historia que los yanquis casi siempre ignoran.


Está claro que Europa por aquellos años atravesaba un período de crisis, decadencia, inmoralidad, debilidad. Por su propia culpa, y no de los norteamericanos. Una Europa que estaba a punto de ser conquistada y devastada por esos sus “salvadores”. El personaje de Cooper admite al villano europeo que “cuando los americanos son arrastrados a intervenir deben hacerlo”. Y así lo hace, facilongamente. La propia película es una forma –inteligente- de justificar la intervención norteamericana.


Nos deja esta comedia, entonces, el mérito de mostrar el perdón del hombre para la ladrona enamorada, por supuesto en función del final feliz; un ritmo intrépido, una primera escena magistral, y un sabor azucarado de lo fácil y ramplonamente optimista o tranquilizador. Una pompa de jabón que enseguida se rompió, la ilusión idiota de los americanos de encender y apagar la luna cuando querían, en unos estudios de cine, a la manera de Dios. Pero sin Dios.


martes, 24 de noviembre de 2009

INVITACION

FORTUNATO LACAMERA: FUGA Y MISTERIO
Malvón,1950

“El diablo patrocina el arte abstracto, porque representar es someterse”.

Nicolás Gómez Dávila


Hay en al artista verdadero un sometimiento libre, voluntario; sometimiento que se realiza en función de la ansiada libertad creadora, libertad que vive dentro del artista pero que necesita de ese sometimiento a la verdad, al ser de las cosas, para dar buen fruto.

Tras ese someterse, debe surgir la libertad del artista, una libertad que es tal porque está anclada en la verdad, ser y misterio de las cosas.

Quien se somete a unas normas, a unas formas y a unos límites precisos, sólo con el fin de “copiar” sin que eso pase “a través” de sí mismo, se engaña y engaña lastimosamente. Ése se somete, pero para ser tiranizado por la naturaleza. Podrá tener talento, pero lo que hace no tendrá vida.

El artista accede al misterio de las cosas sólo a través de la libertad. Y es capaz de ejercer la verdadera libertad sólo cuando se ha sometido a la verdad que hay en las cosas, una verdad que es objetiva, y que se da en la medida en que sus exigencias son aceptadas.

El pintor se somete al rigor de la forma, y a ese rigor de la forma le impone lo que su libertad recrea en su espíritu: una emoción, un recuerdo, el secreto desvelado de lo más grandioso o lo más pequeño, la intimidad de las cosas que habla en su corazón a través de su mirada. Lo que está más allá de lo evidente y sólo él –el artista- puede descubrir. Lo invisible que se expresa a través de la materia. Lo que un materialista no puede ni podrá percibir nunca.

“El poeta –escribió en algún lugar el padre Castellani- es herido por una emoción intensa que le viene de las cosas sensibles, le llega al fondo del alma; se produce en consecuencia en el fondo del alma una especie de vacío inefable donde flotan las imágenes que provocaron la emoción, así como un chisporroteo de imágenes y palabras sueltas. El poeta quiere expresar ese conocimiento cálido que tiene, transmitirlo a otros, no como él es, porque es imposible, sino fabricando una especie de artefacto o maquinaria de palabras que sirva para descargar en los oyentes una emoción y un conocimiento semejantes”.

Cuando volvíamos de la exposición de las obras de Fortunato Lacámera, pudimos leer en una pared de Buenos Aires una pintada firmada por anarquistas, que decía así: “OBEDECER NO ES VIVIR”. Precisamente lo que ocurrió con el pintor boquense Lacámera fue el camino inverso.

Hijo de inmigrantes criado en un ambiente de portuarios anarquistas, su obra empezó a ser buena –y a vivir- cuando dejó de lado la influencia anarquista y libertaria de sus comienzos, y sus ensayos de paisajes casi impresionistas. Cuando Lacámera se encerró y se sometió a las cosas -y no a las ideas sobre las cosas que le habían insuflado-, pudo entonces crecer como artista, y la belleza se le sometió a él. Le bastó con abrir los ventanales de su estudio y dejar entrar la luz del sol, para atisbar que el misterio, no por ser incomprensible, deja de ser simple. Y simplificando ahondó en solitaria búsqueda, en el silencio en que las cosas hablan.

Irrecuperable para el progresismo, que desde sus revistas culturales publicita –para estar al día, como corresponde a todo imbécil- el llamado “arte moderno”, el arte de Lacámera provoca que el periodista de “Ñ” que informa de la muestra –reconociendo el talento del maestro pintor- termine diciendo cosas como ésta:”Deja entrever, detrás de una profunda soledad, la inclinación por Thanatos que estaba debajo del optimismo de una época que ahora a la distancia miramos con incrédula nostalgia. Por otro lado, pinta un contexto en el que no tenían cabida las rupturas de la abstracción y las inquietudes vanguardistas de la pintura europea. Sin embargo, aunque él no lo supiese, lo que pintaba era un mundo en el que no había salida para tipos como él, donde sus habitantes estaban atrapados en los estrictos límites de la historia. La sucesión de proyectos fracasados, la decrepitud de un capitalismo periférico, que el pesimismo posmoderno ha amasado, cancelando hasta la idea misma de progreso social, están latentes en la atmósfera de esos cuadros deslumbrantes”.(Revista Ñ, 24 de octubre de 2009).

No, periodista de Ñ Eduardo Iglesias Brickles, ni “la sucesión de proyectos fracasados”, ni “la decrepitud de un capitalismo periférico” ni nada de lo que usted menciona están “latentes en la atmósfera de esos cuadros deslumbrantes”, esas son cosas que pone usted en su discurso para no tener que confesar lastimosamente que no hay fracaso en aquello que no se somete a la corriente progresista de la historia, como la revista donde escribe. Son precisamente los progres como usted los que están “atrapados en los estrictos límites de la historia” porque surcan sin brújula ni timón el proceloso mar de los cambiante. La fijeza y la quietud, cuando lo bello y lo misterioso se asientan en ellas, están por encima de la historia. Y el arte, por si no lo sabía, está por encima de lo que llaman “Progreso”.
Contraluz


Interior,1950


Interior,1929


El pintor en su estudio junto al escultor Julio César Vergottini, hermano del gran dibujante e ilustrador Carlos Vergottini (Marius).

“Tengo por norma no pintar lo que no siento. Las cosas que reproduzco, están generalmente asociadas a algún recuerdo: son objetos que pertenecieron a familiares o amigos; por ejemplo es la copa en que suele beber mi hijo.
Y si no son “recuerdos”, deben por lo menos ser cosas a las que me he acostumbrado. No pinto nunca lo que veo por primera vez; dejo venir viejas las cosas para interpretarlas.
Siendo mi temperamento esencial intimista, son los tonos bajos, los ocres, mis preferidos. Afronto las dificultades que su empleo ofrece para conseguir plenamente la expresión de mis sentimientos. No sería sincero si empleara una paleta brillante, efectista, pues no me preocupa en absoluto el agradar, mi obra es simplemente una confidencia.
El dominio del oficio logrado en 40 años de plantearme y resolver problemas (el pintar es siempre un aprendizaje) me permite conocer cuanto recurso sirve para deslumbrar al profano, pero juzgo que el arte genuino nada tiene que ver con lo bonito convencional. Si algo caracteriza a mi obra es precisamente la prescindencia absoluta del fácil y provechoso recurso”.

Fortunato Lacámera


“Es en el ámbito recogido de su taller de Pedro de Mendoza, en ese caserón que suministra estudio a otro grande de la pintura argentina, Miguel Victorica, donde Lacámera va a consagrarse al examen de la luz y, a través de una muy íntima percepción del fenómeno físico, a la construcción de los climas que multiplicarán las posibilidades comunicativas de sus obras, insuflándoles ese aire denso y a la vez penetrable por su lirismo.
Todo recibe un tratamiento claro, riguroso. No hay lugar para los desbordes temperamentales ni soluciones encontradas al azar, y predomina en todos los casos aquel profundo entendimiento con los sujetos escogidos, tomados del diario contexto.
Refiriéndome a ese acuerdo hablé una vez de un sentimiento que nunca se manifestó en forma blanda ni mucho menos, condescendiente, “de un sentimiento estable, no estático, que revela una sólida relación y no sólo con el mundo de las cosas inanimadas”, para concluir luego que fue esa relación la que permitió al autor “dar su síntesis de la realidad, tanto de la realidad aparente como oculta, escondida detrás del muro que suelen levantar el hábito y la indiferencia”.

Hugo Monzón




De mi estudio

“...una atmósfera de paz, silencio, de recatada quietud, se desprende (...) de sus obras. Surge este espíritu, claro está, de las particularidades definidoras de su arte. Líneas rectoras horizontales y verticales rigen la composición de muchos de sus cuadros, las formas –rigurosamente figurativas- han sido sometidas a una simplificación severamente estilizadora que torna limpios e impecables sus perfiles”.

Cayetano Córdova Iturburu



Interior

FORTUNATO LACAMERA.
ITINERARIO HACIA LA ESENCIALIDAD PLASTICA (1887-1951).
Museo de Bellas Artes de La Boca “Benito Quinquela Martín”
Av. Pedro de Mendoza 1835 – Martes a Viernes de 10 a 18 – Sábados y Domingos de 11 18.
Hasta el 29 de Noviembre.

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sábado, 21 de noviembre de 2009

CRITICA


EL SECRETO DE SUS OJOS
Director: Juan José Campanella - 2009


Y SI TU OJO TE SIRVE DE ESCÁNDALO...
(Una película que no hay que ver)
*


“El secreto de sus ojos” es una muestra más, de las mejores tal vez, y muy lamentable, de cómo los que se llaman a sí mismos “progresistas”, perdidos aun como náufragos tras el colapso de la experiencia comunista a nivel mundial (o lo que ellos llaman “socialismo”), inmersos en la frustración y vacío de sus vidas sin ideales (que la película indica explícitamente más de una vez), buscan sucedáneos para dar un sentido al por qué o para qué seguir viviendo. Para algunos es la búsqueda de la “justicia”, encarnada en la persecución -no exenta de rencor y odio- de algún personaje impune en el que ellos simbolizan todo el mal. Para otros puede ser buscar el gran amor de sus vidas en una mujer que simbolice todo eso que antes llenaba sus corazones, la ideología juvenil y la esperanza de “cambiar el mundo”. Es decir, lo que la película intenta tapar con ese forzado final feliz, es la pálida desesperación de los progres que ponen todas sus fichas en la felicidad en este mundo, y como este mundo no se las ofrece (ni habrá de hacerlo nunca), despiertos de su ilusión por algún hecho terrible –en este caso una violación seguida de asesinato-, los progres retrotraen el pasado para intentar justificar su accionar en el presente, en el cual se imponen una nueva ilusión –ya no tan idealista. Se trata de re-escribir la historia en el presente, de acuerdo a las conveniencias actuales.

Por eso si Espósito no se animó a encarar a Irene en su juventud, ahora lo hace –no importa que ella esté casada y con hijos, ese es un detalle menor-, y ahora sí, ambos libres de toda convención y falsedad y dispuestos a ser felices –porque esta es la única vida-, se unirán tras la puerta de un juzgado. Y por eso también, porque le sirve a sus fines de ubicar todo el mal en un sector, para exculpar ideológicamente al sector al que adscribe, Campanella revisa la historia de los años ’70 parcialmente, poniendo el foco en la “derecha”, que recluta asesinos en la Triple A, sin hacer la más mínima mención del terrorismo de izquierda, que en la época en que se desarrolla la película –años del gobierno de Perón- asolaba el país.

Veamos estos temas más en detalle:

La historia.
Benjamín Espósito (Darín) acaba de jubilarse como empleado jerárquico de un Juzgado de Instrucción en lo Criminal, en Tribunales. Solitario y desocupado, sin saber qué hacer de su vida, decide escribir una novela acerca de un viejo caso policial en el que estuvo involucrado, el cual quedó impune. También retoma el recuerdo de un amor que no pudo ser, Irene (Villamil), su jefa en el juzgado, una prestigiosa abogada que ahora es jueza, a la que vuelve a ver. Evoca entonces, a medida que escribe la novela, aquel año 1974 donde se produjo la violación y asesinato de una mujer, y donde con su amigo en el juzgado el alcohólico Sandoval (Francella) y con Irene, a la vez que trataron de esclarecer el terrible crimen, se vieron inmersos en el crimen como arma política en un país convulsionado, que terminó cambiando sus vidas para siempre.

Valor cinematográfico.
Se sabe que el género policial pide a quien lo aborda un rigor de construcción que no deja lugar a cosas inútiles o sin sentido. No admite la libertad absoluta que trae el desorden. En otras palabras, no se puede con este género chapucear. Precisamente por eso incluye Campanella en su obra –llevada desde un comienzo con mucho rigor y vigor narrativo- la política, para hacer lo que no puede desde el cine de género policial.
Campanella aprendió bastantes cosas en Estados Unidos. Aprendió a tener ese oficio que allá tienen incorporado desde siempre, y que en nuestro cine tuvimos en la época clásica (años ’35 a 60’ aprox.) y luego se perdió. De allí que se destaque tan nítidamente por sobre el resto de los cineastas o aspirantes a cineastas argentinos. No necesita demasiado; pero lo que trae en su equipaje no es poco para un cine inexistente como el nuestro: sentido del ritmo; valor de los detalles significativos; el uso de simetrías; la dirección actoral; los efectos visuales, etc. Todo eso es inobjetable, pero son herramientas, recursos y técnicas con los cuales se puede hacer una buena o una mala película. A partir de eso pero por encima de eso debe estar el pensamiento, y aquí está el problema. Porque, al pensar mal, se termina, también, errando en el uso de ese bagaje técnico que se posee. Porque la técnica, como decía Orson Welles, se puede aprender en un rato. Pero a pensar no se aprende tan fácilmente, mucho menos cuando no se cree en lo trascendente. En el caso de Campanella, lo que infesta su visión del mundo y finalmente su estética es la ideología. Por eso su adscripción a estos tiempos modernos de crudo exhibicionismo y pensamiento políticamente correcto hacen desbarrancar todo lo bueno que podía haber en su película.

Golpe bajo.
El espectador de cine –es decir, el que va al cine-, se sienta en su butaca sabiendo que, a pesar de conservar una posible distancia crítica respecto de lo que ve –en el caso de que su mirada esté entrenada para eso- de todos modos queda supeditado a presenciar forzosamente lo que le muestran, frente a un mecanismo que no se detiene sino cuando termina el film. El espectador no sabe con qué se va a encontrar: cuál es el próximo plano, la próxima escena que se le va a arrojar a los ojos. Por eso, con alguna información previa indispensable, el espectador acepta someterse a ese poder del director que lo hace “vivir” en su mente una historia que parece real, otras vidas que no son la suya.
El director cuenta con la confianza del espectador, confianza que no debe ser defraudada nunca. El director puede sorprender al espectador, “shockearlo”, pero siempre dentro de los márgenes y convenciones precisas de lo que viene contando y que ha convenido de antemano con el espectador.
Un director puede dar una “cachetada” al espectador no sólo para que no se duerma frente al film, sino para que se despierte con respecto a la vida.
Y un director puede dar un golpe bajo al espectador, a traición, sólo con el tonto afán de parecer “realista” (o para mostrar que, al ser políticamente correcto, debe incluir, si no una escena de “sexo”, al menos una vista de los órganos sexuales), desnudando no sólo mal gusto, sino falta de confianza en el espectador.
El primer caso es el de Hitchcock y “Psicosis”: la escena de la ducha parece marginal en su estilo al resto de la película, pero es fundamental para entender todo el filme. Allí Hitchcock, con extremada meticulosidad, en una escena muy breve, evita mostrar cualquier parte tabú de la mujer: sería provocador y de mal gusto y, además, innecesario.
El segundo caso es el de Campanella, que tras haber llevado durante aproximadamente una hora al espectador por una historia policial bien contada y sin aditamentos escabrosos u obscenos, de pronto sorprende y escandaliza al espectador (al espectador normal) en su asiento con un plano explícito de los genitales de un hombre, sin que ello le aporte nada a la película, excepto una bajeza desusada. Le muestra, además, al espectador, lo que éste puede suponer perfectamente sin que le muestren.
Son dos formas de la brutalidad: en el primer ejemplo (“Psicosis”) la brutalidad está dada por el personaje del film, no por el director. En el segundo caso, está dada por el personaje y por el director. Y el espectador, que hasta ese punto estaba enganchado con la película, comprende escandalizado hacia dónde lo quieren llevar. Y evita que lo hagan aguzando el pensar. Pero, inadvertido, sus ojos ya han caído en la trampa.

Parcialidad política.
Pese a que la película transcurre en la ciudad de Buenos Aires en tiempos muy politizados, donde la actividad se llevaba a cabo principalmente a través del diario accionar de los grupos guerrilleros en atentados, secuestros, robos y asesinatos políticos, por los que las calles se hacían eco permanente de ese ambiente, la película no hace la menor mención a nada de esto. Uno puede pensar: se trata sólo de un policial, esas referencias no vienen al caso. Pero, de pronto Campanella decide que le conviene incluir la cuestión política para su bajada de línea habitual en sus films. Y si este director ha manifestado en un reportaje –por lo menos en uno- que era su intención hacer una revisión pero que no comenzara el 24 de marzo de 1976, porque, según bien dice, no comenzó todo allí con la “inesperada invasión de unos extraterrestres”, para él parece que todo comenzó cuando asumió el Gobierno la viuda de Perón y cuando empezó a funcionar la Triple A, no antes. Así, los personajes ven por televisión cuando asume “Isabelita”, y descubren entonces que uno de sus custodios es el violador y asesino (el mismo que mostró al espectador sus genitales) que ellos metieron preso, ahora amnistiado y convertido en cazador de subversivos. Nunca antes los personajes vieron nada en la “tele”, ni informes de atentados, bombas, secuestros, ni mucho menos la muerte de Perón, hecho éste que acaso no habrá quedado sin atención en el último rincón del país.
No falta tampoco, lugar común en este director, el personaje secundario, perdedor, cómico o simpático (antes Eduardo Blanco, ahora Francella) que le grita a alguien “¡fachista!”, con la impotencia y el resentimiento de quienes le achacan a los “malos” toda la defección de sus propias vidas.
Respecto de la falsedad con que Campanella encara la situación política, digamos que podría haber sido ecuánime sin ninguna dificultad, mostrando que ese crimen particular que los protagonistas investigan se corresponde con los crímenes políticos que de un lado y otro –repetimos, todo antes del golpe del ’76- se infligen como una demostración de la enfermedad capital que asola a la sociedad que no es la “derecha” ni la “izquierda”, sino el pecado y una sociedad que no sólo lo permite, sino que además lo promueve, evitando de esa manera el verdadero patriotismo. Pero Campanella prefiere simplificar, así que la culpa de todo la tuvieron los “fachos”, los “derechistas” que acabaron con el sueño de la revolución.
Aportemos unos pocos datos para confirmar la culpable omisión de Campanella:”Entre 1969 y 1979 se registró un total de 21.642 hechos terroristas de los que más del 31 por ciento tuvieron lugar sólo en dos años –1974 y 1975- correspondientes a los gobiernos constitucionales de Perón y María Estela Isabelita Martínez de Perón.(...) La cifra de 21.642 hechos terroristas ocurridos tan sólo durante el decenio considerado, puede desglosarse, aproximadamente, de la siguiente manera: 1.501 asesinatos; 1.748 secuestros denunciados; 2.213 intimidaciones armadas; copamientos: 45 unidades militares, policiales y de seguridad, 20 localidades, 80 fábricas, 22 medios de comunicación social y 5 locales de espectáculos públicos; atentados: 5.215 con explosivos, 1.052 incendiarios y 54 contra medios de comunicación social; robos 2.042 de armamentos, 551 de dinero, 589 de vehículos, 36 de explosivos, 40 de documentos, 17 de uniformes, 73 de material sanitario, 19 de equipos de comunicaciones y 151 de materiales diversos; reparto de víveres robados: 261; actos de propaganda normalmente armada 3.214; secuestros de materiales: 1.511 artefactos explosivos y 132 de materiales incendiarios; actos de intimidación 866 y 157 izamientos de banderas o símbolos subversivos en reemplazo de los nacionales.(...)El pico terrorista se ubicaba en el mes de octubre de 1974 con 35 asesinatos verificados, en promedio más de uno por día. El saldo final para esos dos años trágicos de 1974 y 1975, en pleno gobierno constitucional, indicó que la suma de delitos terroristas ascendió a 6.762, lo que nos da el mencionado porcentaje de 31 por ciento del total de crímenes registrados en el decenio, cifras todas éstas que aún hoy son ignoradas por la población y, digamos, en el mundo entero” (“Verbitsky. De La Habana a la Fundación Ford”, Carlos Manuel Acuña, Ed. Del Pórtico, 2003).
¿No sabe estas cosas Campanella, o prefiere no mostrarlas?¿Acaso el que comete un crimen aberrante, por ser de izquierda, es mejor que un delincuente común que opera para una banda como la Triple A? ¿Habla Campanella de justicia a través de la ideologización y por lo tanto de la manipulación? La película postula y justifica, entre otras cosas, que si la justicia del Estado no funciona, uno puede tomar la justicia en sus propias manos. De allí a justificar la toma de la “justicia” –es decir, las ejecuciones arbitrarias, como en el caso del “Che” Guevara en Cuba y de la guerrilla marxista aquí- hay un paso muy corto que Campanella ayuda a dar al espectador.
Coherente con esta forma de pensar, también manipula Campanella –de paso- las instituciones como el matrimonio; porque lo importante es “el amor” (mientras dure).

Imágenes religiosas.
Ya se había podido advertir, en “El hijo de la novia”, un feroz anti-catolicismo en Campanella. En esta película también muestra la hilacha.
El uso de la iconografía religiosa requiere una toma de posición precisa respecto de la Fe. Una imagen religiosa no es -no puede ser- un adorno más, escogido al azar por el decorador de turno, para poner en un lugar visible, en un ambiente determinado. La persona indiferente en materia religiosa prescinde por completo de estas imágenes. Quien las usa quiere decirnos algo. Algo que sabe o algo que ignora. Algo que ama o algo que odia. Algo sobre los personajes, pero también sobre sí mismo y su visión del mundo.
Tres imágenes aparecen en la película, y las tres vinculadas a personajes negativos. Primero, un ostensible crucifijo en un cuarto de pensión recientemente abandonado por el asesino al que buscan. En la pieza vacía lo único que se destaca visiblemente en medio de la pared, es un crucifijo. ¿Podría no estar? Seguramente. ¿O acaso es habitual que en los cuartos de pensión haya colgado un crucifijo? Podría pensarse: no le pertenece al personaje, ya que éste no se lo llevó. Pero no es ese el plano de la discusión, sino que en ese cuarto yace inútil –porque nadie allí tiene fe- un crucifijo, y el efecto visual que impacta sobre el espectador es el de vincular ese lugar –con un crucifijo- al asesino.
Segundo, una imagen de la Virgen, imagen ordinaria como hay tantas por allí, sobre una cómoda en la casa de la madre del asesino. La mujer es una vieja ridícula, que seguramente tiene esa imagen como tanta gente de manera supersticiosa o ni tan siquiera eso. Pero lo cierto es que la imagen allí está, como para caracterizar más a la vieja. Hay que asociar a ese personaje con una virgencita.
Tercero, el empleado bancario que se ha mudado al interior, vive en una casa antigua que tiene sobre la puerta una imagen de la Virgen de Luján. La imagen se ve muy bien. Pero el personaje no sólo no tiene fe, sino que es siniestro, carcomido por el odio.
Ninguno de los personajes “buenos” de la película tienen consigo o en sus lugares de trabajo o residencia imágenes religiosas.
Recientemente padecí un rato de una película muy promocionada pero soporífera llamada “Historias extraordinarias”, que no es “fotografías de gente que habla” sino “fotografías de gente que no habla”, porque toda la película está contada por la interminable voz en off. Un verdadero y pedante mamarracho. Allí se muestra brevemente a una mujer, sosa, sin vida, como le llaman hoy “estructurada”. ¿Cómo se termina de caracterizar a este personaje negativo? Colgando detrás de ella un muy visible rosario. Esa es la idea y la imagen que tienen de los cristianos los ateos o impíos. La viejita tonta e ignorante. La mujer rutinaria y esclava. Los hombres enfermos o rencorosos que pueden más que un Dios que no existe. Bien, si quieren una imagen yo se las doy: ahí tienen a los héroes de Malvinas, antes y después del combate, con sus rosarios al cuello, enfrentando con valentía a la muerte. Ahí tienen a sus tumbas en Malvinas, de las cuales penden rosarios como testimonio inalterable de su fe y su patriotismo.
También hay en este film referencias verbales: cuando Sandoval (Francella) dice que el hombre puede cambiar de todo, de mujer, de patria, de religión, de Dios, pero no de pasión (esto es, de equipo de fútbol), se equivoca. Porque se puede cambiar de religión, pero no de Dios, porque Dios hay uno solo. También el personaje del bancario dice repetidas veces, con rencor, que esta es la única vida, que al asesino no hay que matarlo porque así va a estar mejor que él, por lo que hay que hacerlo sufrir, etc, etc.
El cine, como vemos, se empeña en asociar siempre la imagen religiosa con personajes o situaciones negativas. Y si la realidad muchas veces ofrece tales ejemplos, la persistencia en querer usar lo religioso como algo ofensivo o inútil es escandaloso y no dejará de traer sus terribles consecuencias para quienes así provocan a Dios.

Final.
Cerca del final, el personaje de Darín –que se la pasa, como el resto del elenco, lanzando insultos durante toda la película, como una muestra de un secreto descontento con la vida- dice más de una vez que lleva una vida vacía, llena de nada. Como está jubilado y no sabe qué hacer, decide capturar al criminal que envió a la cárcel y luego fue dejado libre. Pero, al enterarse de que éste ya ha sido capturado, decide que lo único que le puede dar sentido a su vida es declarársele a la mujer a la que siempre ha amado –desde hace 25 años- y nunca se lo dijo. Él se casó y se separó. La mujer tiene esposo e hijos. No importa. Él se decide. Cifra toda su esperanza en eso. Y se le da. Así termina la película. Lo que Campanella parece no comprender es que la suya es una apuesta absoluta en el terreno de lo relativo, por lo cual pende sobre su cabeza la espada del “azar” que puede en cualquier momento hacer surgir estrepitosamente la ruina. ¿O acaso el bancario no puso todas sus fichas en su mujer, y cuando ésta fue violada y asesinada se volvió un tipo oscuro, resentido, vengativo, como muerto en vida? ¿Y quién dice que a Espinosa no pueda pasarle lo mismo si de pronto su mujer se muere o si fracasa su relación? No, estos personajes quieren llenar su corazón y su vida con aquello que no lo puede llenar, por eso ni ellos ni el cine de este director entregan una imagen de paz, ni vivida ni recobrada, porque la paz del corazón está en lo que no muere.

Muchos otros aspectos negativos u errores de concepto podríamos señalar en esta película –lo dejamos para otro espacio-, cosas que no se piensan o que no se dicen–como el señalado impertinente momento de guaranguería obscena- por parte de los medios de comunicación, y que nosotros hemos de advertir a quienes nos leen para que sepan lo que deben evitar, o a qué atenerse si acaso la curiosidad los lleva a perder el tiempo con semejante empresa, digna de Telefé y el Ministerio de Cultura del Gobierno masón de España, que han financiado, con otras firmas, este exitoso e inteligentemente falsario filme.

* Tenga en cuenta el lector, si quiere y tiene en estima la preservación de su integridad católica –en lo que corre de su parte-, las indicaciones de nuestro artículo “Prevención antes de ir al cine”, en este mismo blog. Claro que esa prevención conlleva un hacerle fuerza a los propios desarreglos de la curiosidad, cosa que no todo el mundo está dispuesto a aceptar, en esta era de la “adultez” e “independencia” de criterios. Pero, como dice el saber popular, “el que avisa no es traidor”. Allá cada uno con su descuido.