“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

martes, 9 de junio de 2009

NOTA - ANIVERSARIO DE JOHN WAYNE






26 de mayo 1907 – 11 de junio 1979

A 30 AÑOS DE SU MUERTE

¿Qué tienen en común personajes tan disímiles como John Wayne, Gilbert K. Chesterton, Oscar Wilde, Búfalo Bill, Ernst Jünger y Vincent Price?
Tienen en común el Catolicismo, al cual todos ellos se convirtieron. En el caso de Wayne, Jünger y Wilde, poco antes de morir.

Dato que, cuando no lo soslaya, el periodista ubica míseramente al final de la prolija crónica biográfica, sólo porque aconteció al final de una vida, como otro gesto resignado del pobre moribundo.

Por eso dejamos su constancia en estas primeras líneas. Porque ese gesto final en la derrota que el mundo atestigua, es el gesto inicial de una victoria que una vez proclamada nunca se termina. Una victoria que es el verdadero final feliz, no el inauténtico que por obra del azar nos amaña mucho cine. Y ese gesto vale más que la corona o condecoración otorgada por el mundo.

La crítica ordinariamente examina al hombre –afirma Hello- pero se olvida del tipo.
“El hábito es a menudo deforme; pero el tipo es siempre bello”.

¿Puede entenderse a Wayne con la facilidad con que su monolítica efigie nos es acercada, por ejemplo, por la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos? ¿Es sólo su figura clara acuñada sobre la inscripción “John Wayne americano”? ¿Su seudónimo artístico, John Wayne, no le impuso ser un tipo y un destino, el de una forma particular de ser “americano”, así como el nombre del que ingresa en religión lo marca en su camino hacia lo alto?

Desde luego, la visión de un congresista, como del periodista o del profesional del chisme y la estadística, no puede ser sino reduccionista, como una etiqueta adherida de una vez y para siempre en el sobre camino del archivo. Pero la vida es más compleja, y más interesante.

“Cada hombre lleva en sí cierto número de hombres, y todos esos hombres son de una opinión diferente. En un hombre puede encontrarse un sabio, un artista, un filósofo, un padre de familia, un trabajador, y cada uno de esos personajes tiene una manera de considerar las cosas contraria a la de su vecino. Como todos los personajes dichos están llenos de moderación, viven juntos bajo un mismo techo en una paz relativa”. (Ernest Hello).

John Wayne luchó contra esa paz relativa, contra la comodidad estandarizada donde se lo quiso y por momentos se lo supo colocar.

La complejidad del tipo Wayne la comenzó un director ateo, Hawks, pero en ese mismo “Río Rojo” que lo hizo atravesar vuelve al final a sus estrechos límites humanos, happy-end incluido.

No bastaba para contener a Wayne, un tipo americano, arraigado pero incómodo e irreductible del todo para el american way of life.

Contra la opinión generalizada, Wayne no fue personaje de una pieza. El tipo Wayne y el hombre Morrison dejaron traslucir ese desvelo interior, esa pulsión que no podía tener un happy-end, en un deseo de continuar peleando.

Fue un viejo brusco y sentimental de sangre irlandesa y católica quien acompañó el nacimiento y apogeo de su imagen, desde las hazañas que cimentaron un país que devino liberal, y que por tal luego desencantó la mirada de aquel patriota, “poeta y comediante” del cine, John Ford.

El fracaso le esperaba al final de una vida generosa, como a todo hombre que no espera el Paraíso. Como a Tom Doniphon que ve incendiarse su felicidad soñada y su ranchito, o como Ethan Edwards que debe seguir errando sin un lugar donde reposar su ancha espalda.

La ambivalencia, los méritos, las miserias, todo en Wayne estuvo cubierto de una honestidad a prueba de balas. Ese era su atractivo. Wayne no fingía, Wayne era así.

Era la fuerza de carácter de un pueblo que ya no tiene héroes porque tiene democracia. Pero el pueblo necesita héroes, y allí estaba Morrison devenido John Wayne.

Pero entonces, como en la vida de todo hombre perseguido por lebreles, hace su entrada el dolor. Y, al decir de otro converso, Narciso Yepes, “el dolor acerca a la intimidad de Dios. Es una predilección, una confianza de Dios hacia el hombre...”

El número tres fue un permanente atisbo en su vida de otra cosa.
Como tres fueron sus esposas (dominicana, mejicana y peruana) tres fueron sus divorcios.
Tres mismas iniciales en su identidad, Marion Michael Morrison, como tres palabras en español las que quiso para su epitafio (pero allí no están “Feo, fuerte y formal”).
Tres películas de la caballería realizó con Ford, de quien fue uno de los “Tres padrinos”.
Como tres enemigos tiene el hombre (mundo, demonio y carne) tres enemigos lo esperaban al final de su viaje en “La diligencia”, y tres tipos de cáncer horadaron su cuerpo y lo prepararon para ese rescate al parecer imposible, inimaginable y que llega sobre el final en “The Searchers”: el rescate de la Santísima Trinidad, que lo quitó de este valle de lágrimas para llevarlo a la unidad, allí donde no haga falta más empuñar las armas en una tierra inhóspita y salvaje, donde no hay contrariedad ni hay liberal alguno.
Es la verdadera tierra de la libertad, la única tierra de promisión.