“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

jueves, 6 de enero de 2011

MICROCRITICAS

MICROCRÍTICAS



QUO VADIS (Mervyn LeRoy, 1951)

“Impregnadas y desprovistas, a la vez, de carácter religioso” definía el crítico francés Amedee Ayfre al cine “religioso” de Hollywood. Esta “Quo vadis” combina el sentido religioso con el espectáculo, el martirio de los cristianos bajo el imperio de Nerón con romances desodorizados y perfumados; la fe en Cristo con el optimismo yanqui, y, como corresponde, ofrece un final feliz hollywoodense para la pareja protagónica, que lejos de alcanzar la gloria eterna perdiendo sus vidas bajo las garras de los leones, triunfa en este mundo para vivir tan tierna historia de amor.
Con respecto a la historia de los hechos que narra, la película omite callada y escandalosamente la responsabilidad judía en la muerte de Nuestro Señor, como si nada hubiera sucedido, colocando la oposición directamente entre la cruz y el águila romana. No podemos saber por qué a Jesucristo lo clavaron a una cruz, ni hay rastros de la oposición entre cristianos y judíos, cuando es sabido que muchas veces eran los judíos quienes delataban a los cristianos ante las autoridades romanas. ¿Y qué hacía San Pablo entre los romanos, sino lo que no podía entre los judíos, pues éstos lo habían rechazado y hasta intentado matar? (ver Hechos 21,27 y sigs., 28, 28). La censura de la B’nai B’rith funcionando a pleno, como es sabido que pasaba, ha dejado su huella.
San Pedro y San Pablo aparecen muy disminuidos, enseñando a través de palabras que no están tomadas del Nuevo Testamento, sino de la novela de Sinkiewicz en que se basa esta remake de una anterior versión italiana.
En resumen: un espectáculo fastuoso, entretenido, en extremo superficial, del cual pueden rescatarse las escenas de martirio en el circo, con los cristianos cantando ante un azorado y en extremo amanerado Nerón. Sin embargo, no es una película católica.



ROJO Y NEGRO (Carlos Arévalo, 1942)

Un filme propagandístico que echa a perder una muy interesante historia. La de Luisa (falangista) y Miguel (comunista), que se conocen desde la infancia y el estallido de la Guerra Civil los encuentra como novios, aunque distanciados por la situación política. Ella vive en el terror comunista cuando la ciudad de Madrid, en manos rojas, es asediada por las tropas nacionales. Finalmente es detenida por una cheka, donde es violada y llevada a un “paseo”, es decir, fusilamiento. Su novio intentará en vano rescatarla de las garras de sus camaradas.
Ciertamente, la película contiene muy gruesos errores y torpezas formales que la arruinan por completo. En especial durante los primeros veintidós minutos, en que, para mostrar el contexto histórico, el director cae en una serie de brutales alegorías, a cual más obvia, y que el escritor hoy de moda Pérez Reverte, fascinado por esta película (seguramente porque no le fue bien durante el franquismo), en una pésima crítica, tilda de surrealismo lo que no son sino alegorías de primero inferior que ya hemos visto, por ejemplo, en el cine de Eliseo Subiela (la alegoría, debe recordarse, es el error más grande y más notorio que puede haber en el cine: es hacer el director del trabajo que le corresponde al espectador, ya que como el director, carente de imaginación, lo subestima, se lo da todo hecho y facilitado, como la mamá le da la papilla en la boca a su bebé; la alegoría es lo contrario del símbolo).
Hay un error, entonces, en la concepción total de la película, que lleva a su realizador-un falangista bienintencionado- a, por ejemplo, usar un recurso propio del cine mudo, cual es, al sonar el timbre de una casa, colocar un plano detalle del aparato vibrando; u omitir una imagen muy necesaria al final para intensificar la emoción.
En definitiva, muy mala propaganda que hoy parece gozar, por obra de estos “intelectuales” de moda, de muy buena prensa.



ONEGIN (Martha Fiennes, 1999)

El no haber leído el poema (o novela en verso) “Eugenio Oneguin” de Pushkin nos ha evitado hacer la inevitable comparación. Tal vez ese desconocimiento limite nuestro parecer. De todos modos, según nos dicen, el espíritu de aquella obra inmortal ha sido comprendido y traspasado satisfactoriamente en esta aproximación o condensado que es la película.
Sorprendidos por la sensibilidad con que está realizada, por el tacto con que su directora debutante (hermana del protagonista Ralph Fiennes, buen actor gracias al cual conoció esta obra de Pushkin; actor éste que es seguramente lo mejor que hizo, pues luego cayó en manos de Spielberg y la saga Harry Potter), la directora, decimos, ha evitado caer en el romanticismo, el tedio o la puerilidad, cuando de formalizar sentimientos se trata. Llegamos a comprender, a través de este Pushkin recreado por ingleses en la misma Rusia, un tema que los rusos han sabido ver y pensar, ante una Europa decadente que creía estar progresando; nos referimos al tema principal de este filme, que es el de la insulsez, la cual, para personajes como Oneguin o Tatiana, deviene en tragedia, una tragedia silenciosa que nadie, sólo la sensibilidad de un artista, de un filósofo o un religioso, es capaz de ver.
Escribió Nicolás Berdiaev: “La cotidianidad social crea una ética del miedo, al convertir la angustia, provocada por el abismo trascendente, en una preocupación trivial y al aterrorizar al hombre con los castigos futuros. Pero crea también un nuevo fenómeno, del que el miedo está ausente y que le es netamente inferior: la insulsez. Su peligro acecha ineluctablemente al mundo trivial, y cuando éste lo sufre, la liberación del pavor no se efectúa por un movimiento ascendente, sino por una caída. La insulsez evidencia una instalación definitiva en la región inferior, donde han dejado de existir no sólo la nostalgia por un mundo supremo y la angustia sagrada ante lo trascendente, sino también el miedo. La montaña desaparece entonces para siempre jamás del horizonte, dejando en su lugar una llanura infinita. La insulsez disimula lo trágico y la angustia de la vida; en ella, la cotidianidad social, cuyo origen se remonta al pecado, pierde el recuerdo de este origen” (“La destinación del hombre”).
“Onegin” es una tragedia porque todos tienen sus razones, pero éstas no coinciden. La fatalidad parece imponerse, pero, no obstante, el error humano queda patentizado, en una trama donde resulta capital el papel del tiempo, que no puede adelantarse ni volver atrás para hacer coincidir esas razones entremezcladas con pasiones que determinan el desenlace.
E. Oneguin se ve conminado a apresurar una decisión por la carta urgente e impulsiva de Tatiana, influenciada por novelas románticas y su padecer del tedio provinciano que aspira a parecerse al ambiente afrancesado de San Petersburgo. Oneguin responde de acuerdo a lo que es, y si hubiese aceptado a tal mujer, seguramente hubiese cumplido el destino deslucido que le anticipara en su rechazo. Porque Oneguin despierta de ese tedioso letargo que es su vida sólo a través de una caída, tras el dolor del duelo en el que mata a su amigo. Es un dolor que debe atravesar sin compañía. Cuando descubre nuevamente a Tatiana ya es tarde. Se han invertido los papeles. Su caída, entonces, recomienza para ya no acabar, en una pendiente que sólo un amor más grande y trascendente sería capaz de detener. Pero Oneguin no es un pensador, como, v.gr., Kierkegaard, sino un vividor que ya no vive. “El acto creador es opuesto, por naturaleza, a la insulsez y nos ofrece el medio de luchar contra ella” (Berdiaev). Para alcanzar esa ética de la creación, que puede ser servida mediante el auténtico amor, tanto Oneguin como Tatiana deberían poder desligarse de la vida social que los rodea, pero la pasión amorosa como sustituto de lo religioso (es decir, como absoluto) ya se ha hecho carne en ellos, y no tienen forma de sublimar sus sentimientos. De allí que la obra sea una tragedia que no les deja escape. Una tragedia que como tal ofrece su belleza, ante el respeto por aquello inalterable y que el hombre sabe no puede ni debe cambiar. Por esto hoy ya no se conciben tragedias, ni obras humanas dignas de consideración, y debe recurrirse a una novela escrita en el siglo XIX. ¿Y acaso hoy no se ha agravado el problema del que hablamos? Sí, pero el arte de nuestro tiempo, el cine, ya no es capaz de abordarlo como pudo hacerlo antaño, porque es parte sustancial del problema. De allí que esta película sea algo así como una excentricidad. El itinerario seguido por su actor protagonista, ya señalado, nos lo confirma.



LA VIRGEN GAUCHA (Abel Rubén Beltrami, 1987)

Digámoslo de entrada y claramente: se trata de una truchada insolente a la que sólo le dedicamos estas líneas porque las va de “católica”. En verdad, si un católico que todavía no ha perdido el seso por el lavado de cerebros conciliar, no pudiendo utilizar como nosotros el “fast-forward”, se viera obligado a aguantar completa esta “película”, terminaría apostatando.
Con la excusa de la segunda visita de Juan Pablo II a nuestro país, algún imbécil clericalote pensó vender, junto con las banderitas, vinchas y globos papales, esta película. El argumento es prodigioso: una violinista que es una chica muy buena de una parroquia y se llama casualmente María (la insoportabilísima Cristina Lemercier, buenuda calzada en ajustadísimos jeans), que tiene un novio o esposo (no lo sabemos) llamado casualmente José (un tipo engominado a la usanza “milico”), pierde la vista en un accidente automovilístico. Frustrada porque ese año no va a poder hacer la peregrinación a Luján, justo el año del Santo Padre, se ve asistida por un cura nuevaolero con guitarrita (el conductor televisivo Jorge Rossi, sic), por los jóvenes modernos de la parroquia (chicas feministas y muchachos barbudos y pelilargos) y por su madre, una mujer pintarrajeada que más bien parece su hermana.
Paralelamente, gente disfrazada recrea la historia de la Virgen de Luján, con una aparición de una señorita disfrazada de la Virgen (según la televisiva imaginación de la “señorita maestra” Lemercier).
La chica ésta le pide a la Virgen que le devuelva la vista, y al final, por supuesto, recupera la vista. Pero no en cualquier momento, sino cuando está posando sus ojos marmotizados en el televisor, que justo en ese momento muestra casualmente al Papa Juan Pablo II que se acerca hacia la imagen de la Virgen en la basílica de Luján. La chica sale a la calle y encuentra justo a su galán, ahora con el pelo suelto, que la alza felicísimo como en propaganda de chocolates “Shot” o shampoo “Sedal”, con el sol que oportuno rutila detrás.
Los diálogos de este engendro son de una ramplonería y estolidez inaudita. Ejemplo: la chica va con su novio caminando por la vereda, llueve, la gente pasa con paragüas. La chica dice: “Está lloviendo”. Y así obviedad tras obviedad. Es por todo esto que no dudamos en calificarla como la peor película argentina de la era sonora –y tal vez de la muda, si pudiésemos rescatar lo ya perdido-, más abajo aún que los fétidos productos excretados por los Solanas, los Sofovich, los Enrique Carreras o los Suar, pues ésta tras un manto piadoso y devoto esconde la más furibunda estupidez, resultando una eficacísima propaganda anticatólica.
Fruto podrido de la iglesia modernista argentina, horrible como una misa “carismática”, digna de los sensibleros, guarangos y vacuos sermones de mediáticos y ecuménicos Monseñores que cualquiera puede identificar, su destino de cloaca televisiva no es sino anticipo del repudio final que tendrán los responsables del vaciamiento, falsificación y vulgarización de nuestra Religión, aquellos que dicen tener fe y desconocen a Jesucristo, aquellos que usan de la Religión para en realidad amarse a sí mismos.