“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

lunes, 30 de mayo de 2011

EXTRA CINEMATOGRAFICAS - OPTIMISMO SUB 30

Optimismo sub 30


Tomado del Blog The Wanderer




El comentario del sub-30 que “quiere seguir a Cristo” despertó, con razón, una serie de respuestas, todas ellas valiosas.


Me permito entonces, responder también al amigo desanimado, insistiendo con algunas ideas recogidas de Bouyer.


Creo yo que el problema está en pretender que el mundo debe ser convertido a Cristo, y nuestro empeño descomunal para lograrlo. Nos olvidamos de las palabras del mismo Maestro: “Mi Reino no es de este mundo. Si fuera de este mundo, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de este mundo”. Nosotros, como Pilatos, también nos empeñamos en convertir a este mundo, y a este país, en el Reino de Cristo. Y si eso quisiera Él, ya habría hecho lo suficiente para que así fuera.


También San Pablo ardía en deseos de implantar el evangelio en todo el mundo conocido. Sin embargo, su idea de la evangelización del mundo no abarcaba la idea de que todo el mundo podía adherir al evangelio. En ninguna parte San Pablo parece adherir a la esperanza o al sueño de las adhesiones masivas. Y lo que no espera para su tiempo, mucho menos lo espera para el futuro mediato. Está lejos de creer que la hostilidad del mundo hacia el evangelio que percibe en su tiempo se fundiría como hielo bajo el sol, cuando fuera proclamada la Buena Nueva.


Los Sinópticos nos reportan la parábola de la cizaña, aquella que es sembrada con el trigo, y cuyo desarrollo está ligado al del trigo, hasta la cosecha final que asegurará, al fin, la separación de ambos, y no la conversión in extremis de la cizaña en trigo, sino su destrucción en el fuego. Esta parábola nos muestra un desarrollo del evangelio en el mundo o, mejor todavía, un desarrollo del evangelio insertado en el mundo. Pero no muestra en absoluto una fusión progresiva del evangelio en el mundo. Lejos de una tendencia a unirse, vemos que el mundo crece para ahogar al evangelio, y éste, por su parte, crece para subsistir victorioso hasta la cosecha, pero sin ninguna esperanza de un triunfo previo.


El progreso del Evangelio en el mundo, tal como parece entenderlo el Nuevo Testamento, no es una seducción, ni una asunción progresiva ni tampoco una pacificación de toda realidad humana. El evangelio debe despertar en el mundo una hostilidad que estaba latente, y que será llevada a su paroxismo. No se trata de negar que el evangelio deba fructificar en las almas, ni que su fruto se manifieste a través de toda clase de obras por las que los hombres glorifiquen al Padre. Pero será una obediencia necesariamente dolorosa la que hará nacer ese fruto y, finalmente, deberá sufrir la prueba del fuego.


Los primeros cristianos, contrariamente a nuestra sensación, se sentían invencibles, porque estaban seguros de haber descubierto la salvación del mundo, o más exactamente, de haber sido ellos mismos encontrados por el Salvador del mundo. Su fe no necesitaba la aprobación del mundo. Ella era, precisamente, la victoria sobre el mundo. Y lo era porque esa misma fe les aseguraba que había Alguien que era más grande que el mundo. Y esto era lo que los hacía indemnes a toda falsa modestia y a todo respeto humano en su testimonio. Como todos los verdaderos humildes, no tenían escrúpulos en que se los creyera orgullosos. Ellos se sabían arrancados del poder de las tinieblas y transportados al reino de la luz por una fuerza que no era la suya. Esta seguridad estaba estrechamente ligada a su convicción de la intervención divina en su propia historia como así también en la historia del mundo.


Estos cristianos antecesores nuestros estaban convencidos que “El Hijo de Dios vino al mundo para salvar al mundo”, y el mundo lo crucificó, pero Dios lo resucitó. Y que lo que había sucedido con Cristo, sucedería con ellos. Es verdad que iban al mundo para llevar a los hombres la palabra de salvación y de reconciliación, el evangelio del ágape, pero sabían que lo único que podían esperar del mundo era la cruz. Pero como la cruz de Cristo los había arrancado del mundo, así arrancarían a muchos hermanos completando en ellos lo que faltaba a la pasión de Cristo. Y como Dios había intervenido para transformar, después de su muerte, la aparente derrota de Cristo con el triunfo de su resurrección, así esperaban ellos para el fin de los tiempos la misma intervención. No esperaban una victoria que suprimiera la cruz, sino una victoria por la cruz. No una victoria alcanzada por el esfuerzo humano, ni siquiera el esfuerzo del Hijo de Dios hecho hombre, sino una victoria dada por la intervención del Padre, que resucitó a su Hijo sólo después de haber permitido el sufrimiento en Él. En una palabra, esperaban la victoria de la parusía.


¿Por qué nos cuesta tanto aceptar estas concepciones tradicionales? ¿Por qué nos inclinamos tan rápidamente a pensar que seremos capaces de lograr, si prolongamos suficientemente la historia, la conversión del mundo y de la Argentina, todo aquello que sólo Dios podrá hacer únicamente poniendo fin a este eon y arrancándonos de él por un acto soberano? Quizás la razón sea que no nos tomamos en serio la libertad que el Creador concedió a la creatura. Los dos elementos están estrechamente ligados: la terca persuasión de que seremos capaces de cumplir una tarea totalmente divina y el rechazo obstinado a creer que el hombre pueda rechazar de un modo definitivo la salvación. Y es porque no creemos en la inmensidad de la libertad, don de Dios al hombre, que nos complacemos en vano en obtener lo que sólo corresponde a Dios. Aún más, Dios nunca nos prometió ni siquiera que Él mismo obtendría una conversión total del universo. Lo único que nos prometió es que en la maraña inextricable de las voluntades obedientes y rebeldes, el Evangelio tendrá por efecto el fijar un mundo flotante entre el bien y el mal, y entonces Él intervendrá en su momento para obrar el acto que imposible a cualquier otro.


La historia es una progresiva, y muy real y muy autónoma maduración. Pero esta maduración tiende hacia una dualidad; no hacia la unidad. La Encarnación no tiene como finalidad el polarizar a todos hacia el Bien, sino la de hacer posible que no todos se polaricen hacia el Mal. Ella no suprime, sino que restaura la libertad de la criatura.


Tal como aparece claro en los Sinópticos, en San Juan y en San Pablo, la Encarnación supone siempre el mismo dato: el mundo ha perdido su libertad y se trata de que la recobre. El mundo, creado libre por Dios, cayó en la esclavitud. El mal, o más exactamente el Maligno, es el príncipe de este mundo, es decir, un tirano quiere que permanezca en el pecado y en la muerte. Es para romper esta fatalidad que el Verbo se hizo carne, que el Hijo tomó la condición de esclavo. No fue para “sustituir” una tiranía mala por una buena, sino para suprimir la tiranía.


La obra de división que el Verbo, tal como una espada de doble filo, ha comenzado a realizar, no es más que preparatoria. Tal como su muerte en la cruz fue el preludio necesario a la resurrección, la división es el preludio de una reunión y de una reconciliación eterna. Pero esta reunión es esencialmente obra de la libertad, porque esta reconciliación es obra del amor, y el amor esclavo es un contra-sentido.


Y de esto resulta que la historia humana, luego de la Encarnación, desde un punto de vista se convierte en la historia de la libre unión de aquellos que se abrieron a la posibilidad recreadora del amor y, desde otro, en la historia de la unión no menos libre de aquellos que la rechazaron. Sólo la fe es capaz de ver la realidad invisible de la primera unión sobre la realidad demasiado visible de la segunda. Por eso, el más grave error que podemos cometer, es confundir el plan de la fe con el plan de lo que vemos.


Entonces, amigo sub 30, no se preocupe por haberse perdido Malvinas, Tacuara y las glorias del nacionalismo. Alégrese, pero alégrese fuerte, porque el triunfo, al final, será nuestro, aunque tendremos que pasar antes por el fuego. Porque el triunfo no es “Sancho gobernador”; el triunfo es nuestra unión en el ágape divino del Cordero.