“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

jueves, 13 de agosto de 2009

CRITICA



MADAME BOVARY
Director: Vincente Minnelli – 1949


UN MUNDO DE FANTASÍAS


Minnelli logra en esta película –la octava de su larga filmografía, su segundo melodrama después de Undercurrent- una de las cimas de su tan despareja obra, de ese perfil suyo donde el melodrama expone las fantasías de un personaje, casi siempre femenino, que se deja llevar por un romanticismo en el peor sentido de esa palabra. Romanticismo entendido como trivialización del amor, como sentimentalismo apuntalado por novelas y amores apasionados sin sustento real, como una vida falsamente fácil y veleidosa, como una realidad no conocida sino por intermediarios degradados, como una vida sin Dios. Recuérdese lo que dijo Ortega y Gasset: “El romanticismo es el primer hijo de la democracia”.

Los espejos reproducen, a lo largo de la película, el vértigo en que se sumerge el personaje de Emma Bovary. Ella vale de acuerdo a la imagen que el espejo le devuelve, y hasta del tipo de espejo mismo donde se ve reflejada. Por ser ese reflejo opulento y seductor, ella se vuelve un simple objeto de placer o de rechazo para los hombres que la rodean (y estamos hablando, recordemos, de una memorable Jennifer Jones, después de su Bernadette). Los hombres que la rodean promueven esa mentalidad tilinga, para usarla como amante y despreciarla luego. Sociedad perversa que nos muestra elegantemente Minnelli (muy parecida a la que nos muestra de aquellos mismos años en su Van Gogh), porque allí nadie pierde la compostura, tal vez porque ni brizna de amor les queda. Vanidad de vanidades, cabe describir el mundo que Minnelli nos ofrece.

Como siempre en este autor, la exquisita puesta en escena nos presenta los decorados como comentarios acerca de los mismos personajes, decorados que éstos muchas veces padecen o despliegan como señal de infatuación inútil. Desde la choza en el campo del comienzo, y la decoración adolescente y soñadora de Emma en su cuarto, hasta la casa que ocupa con su marido Charles en un pueblito de interiores pero que ella arregla para que parezca parisino, siempre los interiores en su mutación van contando el estado anímico-mental de los personajes. Están allí las ventanas, abriéndose para soñar; o rompiéndose para jactancia de los aristócratas del bolsillo y la vulgaridad; o abriéndose para que Madame Bovary intente arrojarse por ella al vacío. “¿Por qué de pronto me abruma la vulgaridad de esta habitación?”, se pregunta el joven León Dupois, amante fracasado de Madame Bovary, en el momento de su caída.

Vulgaridad, imposturas, mentiras, todo forma una escalera descendente. Moralidad pura pero no moralina, porque hay a la vez comprensión y afecto por el personaje, es decir, piedad. Así el personaje de Charles Bovary, engañado toda la película, jamás condesciende a la violencia, el engaño o el crimen. Su amor es inútil e inalterable. ¿Inútil? Tal vez, quién lo sabe, Madame Bovary se haya salvado. Y es más probable que antes que todos esos hombres y mujeres que pululan a su alrededor: el vil usurero; el comerciante M. Guillemin; el amante Rodolphe; la costurera que inició a Emma en esas lecturas malsanas en el colegio de monjas; las monjas que permitían eso o no vigilaron lo suficiente, es más probable que esos no se salvaran. Aquella sociedad de entonces, como ésta, fabricaba (y esta palabra no es casual) las Madame Bovary, con la diferencia de que, lo que entonces era pecado y estaba mal visto, hoy, con la justificación de que “no hay que ser hipócritas”, o de que “no hay que ser retrógrados”, todo aquello es un trámite más de la legalidad suicida. Hoy Madame Bovary difícilmente tenga un sacerdote en su lecho de muerte. Hoy difícilmente descubra la dimensión de todo su horror.

Es indudable que el final de la película importa y mucho, porque frente a ese amor sensual y egoísta, frente al desarreglo de la imaginación, frente al bovarismo sentimental y suicida, no hay sino una solución, que no será dada por ningún sucedáneo, como podría pensarse que es el cine. Precisamente lo que se da y puede darse en el cine –cosa casi nunca cumplida- es una señal, una indicación, un dato de esa realidad superior, profunda y misteriosa que puede dar vuelta la página en esperanzado y silencioso acto de amor: la realidad de Dios en la vida de los hombres, del Dios de la Misericordia y la Justicia infinitas.

Si fue la novela del siglo XIX la gran promotora de esta arraigada mentalidad que Flaubert y Minnelli retratan, fue el cine –cierto cine- el único arte que luego enderezó el camino mostrando las llagas de esos devaneos ilusos que no podían tener buen fin. Porque, cuando el cine cumple con sus deberes, cuando sabe mirar (es decir, cuando su mirar es un saber), es evidentemente-pero no enfáticamente- anti-romántico. Y por lo tanto, una excepción.