“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

miércoles, 9 de septiembre de 2009

CRITICA



LA MASCARA DE DEMETRIO
Director: Jean Negulesco – 1944


UNA AMISTAD INUSUAL


Paradójicamente, el grado de irrealidad –que no de inverosimilitud- que tiene este film, como todos los de la Warner, con esa magnífica, artística y detallada reconstrucción de escenarios, ofrece un marco que se pliega mejor y da mayor veracidad al muestrario de maldades que comete el personaje principal del film y cuyo título menta. Es como preparar una muy provista y artificial pecera, donde no obstante veremos al pez actuar con autenticidad de acuerdo a sus instintos. Esta pecera de la Warner es esa combinación de blanco y negro, encuadres ajustados y discretos, fuente natural de luz y efectos contrastados, y la reconstrucción de Sofía, Belgrado, Estambul, París y Zurich, todo al alcance de la mano. Recordamos lo que decía Lubitsch: “He estado en el París de Francia y en el París de la Paramount. El de la Paramount es mejor”. El asunto es que el tema del film no sea París, sino que, cosa hoy imposible, podíase en aquella época de los estudios reconstruir un sitio de acuerdo a las necesidades expresivas para poner la lupa en el tema de la película, el tema más que la historia. De lo contrario, como pasaba habitualmente, y mucho también en nuestro cine argentino, determinado decorado o escenario condicionaba lo que había de decirse. Por lo contrario, el autor debe plegar y condicionar todo a su obra personal. La “atmósfera” de los films de la Warner eran ya una marca o estilo, por el cual directores semi-anónimos o simples artesanos pero no creadores eran capaces de concretar una buena obra, pero no del todo única y personal. Así el mejor ejemplo: “Casablanca”. Films éstos que nos dicen claramente: esto es un artificio, un mundo que no es el mundo real. Grave peligro que muy pocas veces era sorteado, no el peligro de la artificiosidad, sino el de falsificar la vida, presentar conflictos o personajes irreales, en el sentido de impensables de analogar con la vida real. Lo cual carecería de sentido y sería falsear nuestro propio sentido de la realidad (y la Realidad es Dios). Porque el arte – y el cine- como decimos a nuestros amigos que separan las cosas en compartimentos estancos, debe servirnos para vivir, para comprender en el vivir de qué va la cosa. Muchas veces ocurría lo contrario, y así en aquel ambiente de artificio maravilloso se colaba una indisimulable propaganda en favor del liberalismo que representaba América, hablamos fundamentalmente de los años de y desde la segunda gran guerra.

En “La máscara de Demetrio” coincidieron una serie de talentos como el inglés Eric Ambler con su famosa novela, el norteamericano Frank Gruber como guionista, el director rumano Negulesco (que dirigía films como quien hace salchichas, hasta diez en un año, hasta tuvo su versión de “Titanic”), más esa pareja insuperable de Lorre-Greenstreet, en lo que se conoce como “cine negro”, descripción de ambientes sórdidos y un criminal que, como dice alguien en el film, es un “maravilloso personaje para una novela”. La trama es simple: un escritor de novelas policiales, el holandés Leiden (Peter Lorre), de vacaciones en Estambul, se interesa en la vida de un terrible criminal cuyo cadáver acaban de encontrar en el Bósforo, un tal Dimitrios Makropoulos. Con la intención de escribir una novela sobre el mismo, Leiden realiza un itinerario por aquellos lugares donde este criminal hizo de las suyas. Lo secunda en este periplo un misterioso inglés, Mr. Peters, llamado en realidad Petersen (Sydney Greenstreet), quien conoció a Demetrio en circunstancias misteriosas.

El film está –como muchos de la Warner- construido a partir de flash-backs, ya que se trata de una investigación y una serie de testimonios que nos retrotraen al pasado. En el transcurso de estas andanzas se da esa “inusual” amistad entre estos dos hombres disímiles, un poco a la manera de Bogart-Rains en “Casablanca”. Mr. Peters gusta de responder aforísticamente a su partner, como ser, cuando Leiden le dice que se va a dormir, el otro le contesta: “Dormir, gran misericordia para los hombres”, o, como dirá dos veces, “Es el problema del mundo: no hay suficiente bondad”.

Pero si uno de los temas es el de esta complicidad entre estos dos hombres nada admirables, el tema principal está en mostrar, como pocas veces se ha hecho, la forma de actuar de un personaje totalmente inmoral, despiadado y primitivo. Demetrio (Zachary Scott), que empezó siendo empacador de higos en Estambul, se convierte en ladrón, asesino, espía, chantajista y traidor, verdaderamente odioso y odiado por todos los que se han cruzado con él. Y al que, finalmente, después de muchos años de evadir a la justicia, le llega su merecido.

La descripción del personaje y su caracterización son brillantes, así han de ser los Demetrio en la realidad, repulsivos pese a su atractivo físico, pero tramposos y aprovechadores de aquellos que se dejan engañar, aquellos que tienen ambición y malos deseos, o aquellos desesperados que se aferran a cualquier tabla (extraordinario el episodio del robo de planos, donde Demetrio se aprovecha de un empleado gris que quiere ser “importante”. Nos hacen pensar sus métodos en los utilizados por EEUU para con sus (estas) colonias: alianzas de amistad, dorarles la píldora, hacerles favores, endeudarlos, ofrecer su ayuda para saldar la deuda, hacerles cometer ilícitos, volverlos traidores, arruinarles la vida y provocarles la muerte por suicidio). Sin embargo, claro está, no es presentado con una mirada sobrenatural ni como un tentador porque él no es eso. Al respecto, recuerdo estas palabras del Padre Castellani, que en algún lugar decía así: “Cuando en este mundo a un malvado le va bien incesantemente, se trata de un demoníaco; a los inicuos comunes, la moral los castiga a corto plazo”.

Si en un momento pudiera pensarse que Demetrio corresponde al tipo demoníaco, el final nos saca de este error. Esa clase de personajes, los demoníacos, no llegan finalmente –con su verdadera historia- a las pantallas. Pero está claro que en este film no hay una visión sobrenatural del mal. Más fácilmente pone el cine el foco sobre personajes muy pero muy malos –generalmente de aspecto ambiguo o hasta amables- que sobre el mal que podría acechar en cada uno de nosotros (como hizo magistralmente Hitchcock). Es decir, se atomiza el mal en un determinado personaje que resulta el atractivo del film (pensemos en “La malvada” o “Nacida para el mal”) pero no desde un punto de vista teológico, pues no hay la noción o idea de pecado. Es un mal que ofende al hombre, pero no a Dios. No hay el dilema de la conciencia (seamos justos, a veces sí) o la duda o la reflexión íntima de los personajes antes de actuar. El juego está muy claro. A este film le faltaría entonces ese reflejo, ese ver que uno podría caer en el pecado, hasta en lo mismo que el otro, si no hubiera un algo más (la Gracia) que nos preserva y si no tomáramos un rumbo y determinado tipo de decisiones constantemente.

Lo estupendo de este film, más allá de esta carencia, no es sólo la presentación del mal encarnado en una persona y el mostrarnos cómo actúa y de quiénes se sirve, sino también el no caer en la fácil sanción a través de seres inmaculados y perfectos (y rubios también), acartonados y exitosos, de fácil contraste con el malvado. No, la pareja que se le opone (a la manera de Quijote y Sancho, y hay algo de Gruber allí), no son fuertes ni hábiles y actúan por fuera de la ley. Leiden no desea dinero y Peters lo ambiciona para escaparse al Caribe. Pero no hay escapes al Caribe. Y todo lo decide el esmirriado Lorre cuando reacciona virilmente ante el ataque a su amigo –o ni siquiera eso, sino alguien que había sido amable con él-. Reacción espontánea, indignada, no premeditada, y por eso afortunada. “Yo maté a Dimitrios Makropoulos”, dice Peters al final, ya sin interés por el dinero. Lo mató porque lo odiaba, y deberá pagar por ello. Ambiguamente dirá aquello tan cierto de que “no hay suficiente bondad en el mundo”. El escritor escribirá la novela de la que ha tomado parte, y dudamos de que sea capaz de responder al porqué de este problema. Pero, como en el buen cine norteamericano, postulará que se debe actuar éticamente, sin conocer los principios que provocan tales consecuencias. No le pidamos tanto, ni tan poco. Démosle gracias por su corajeada, que la sentimos como nuestra.