“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

miércoles, 30 de septiembre de 2009

NOTA - SENSATEZ O SENTIMIENTOS

SENSATEZ O SENTIMIENTOS*


A trueque de recordar la vil declaración del Dr. Johnson, celebrada evidentemente por Borges: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”, preferimos decir sin declamar lo siguiente: La politiquería es el último refugio de los sentimentales.

El arribo (¿o arribismo?) de directores de cine, actores y vedettes a las arenas de la política-juego, en nombre de la “Cultura”, viene a confirmar nuestra idea. Especialmente ahora que un extremadamente mediocre cineasta, autodenominado “peronista de izquierda”, ha sido designado nuevo “Secretario de Cultura de la Nación”.

Cuando hablamos de “sentimentalismo” decimos que esta clase de personajes –los que la política-juego de la democracia usufructúa, los mismos que cortaron amarras con nuestra tradición cultural y cinematográfica- se vinculan con la realidad sentimentalmente. El sentimentalismo es una coartada para no hacer uso de la inteligencia y para no tener que tomar decisiones respecto de sí mismos en orden a lo espiritual. No es el sentimentalismo una especial capacidad para la sensibilidad estética, sino la “proyección de elementos imaginarios sobre un objeto real” (para usar palabras de Ortega y Gasset), a través de lo cual se termina atrofiando esa capacidad de empatía con lo real mediante los sentimientos, perdiéndose toda capacidad de recto discernimiento y aun de juicio estético. Es un subjetivismo que se niega a asumir la verdad en la realidad, pues al ser éstos hombres de opiniones, se adhieren a ideologías que les confirman tales opiniones centradas en su propio yo.

El Naturalismo que significó la rebelión del hombre contra Dios, trajo entre otras consecuencias, además del rechazo de la idea de pecado original y la necesidad de la gracia de Dios, una clara perturbación de la afectividad, vuelta en el hombre sobre sí mismo y sobre las criaturas, en cualquier caso, siempre de manera egoísta.

En el orden religioso engendró el Modernismo, para el cual la fe se reduce a un sentimiento religioso. Lo que yo siento es lo verdadero. De ahí también que los movimientos pentecostales o carismáticos que han copado la Iglesia católica apelen constantemente, mediante invocaciones “mágicas” o escenificaciones especiales, al “sentir” de los fieles para, sintiendo, entonces poder “creer”.

En el orden político, la tolerancia al error a través de la igualdad que trajo el Liberalismo, determinó el juego político de la democracia, donde, desvinculado el pueblo y sus estamentos naturales de la decisión política y una real representación por la usurpación partidocrática, los partidos políticos o alianzas deben recurrir a toda una actuación, una simulación, una simbología y un estilo publicitario que convoca –especialmente en las campañas electorales- al sentimiento, ya sea el “patriótico”, “familiar”, “deportivo”, etc. Los líderes más renombrados –empezando por Perón- han sabido hacer uso de estos resortes discursivos y publicitarios para cautivar a quienes sólo afrontaban la realidad sentimentalmente, sin razonar. Pero esto pudo ser así porque antes lo “cultural” y “educativo” preparó a las masas con ese fin.

En el orden cultural, entonces, desde el Romanticismo de mediados del siglo XIX (Romanticismo que Ortega decía era inseparable de la democracia, y, claro está, de la mediocridad y la fealdad), pasando por el tango, los periódicos masivos y la escuela estatal y laica, la realidad ha consistido siempre en una adaptación o reducción a la caprichosa voluntad del hombre, ya sea mediante ideologías políticas que se proponían como soluciones integrales y tranquilizadoras –detrás de las cuales evidentemente había una corriente gnóstica- hasta la autonomía del arte, su utilización como “herramienta política” o el hedonismo más vergonzante, todo lo cual, claro está, suele ir entremezclado. La explicación religiosa de tales acciones y motivos puede sintetizarse en estas palabras de Nicolás Gómez Dávila: “El tentador es el enemigo de nuestra alma y el amigo de nuestro corazón”. El Estado liberal, al asumir la distribución de lo “cultural” y “artístico” a la vez que tutelar la educación, no hizo sino destruir el orden tradicional fruto de la religión para, sobre la ruina de esos valores, embrutecer mediante consignas, campañas y los medios habidos y por haber, haciendo del hombre un sujeto vulgar y desarraigado pero “con radio, cine, cultura e información”y, además, “libertad de expresión y libertad de prensa”. Halagándolo con la democracia y desligándolo de toda escala de valores jerárquicos y trascendentes, puso de pie al hombre-masa que tiene derechos y no deberes, y entre esos derechos, el de tener acceso a la cultura que ese mismo Estado democrático configura y con la cual alimenta su hybris y su forma de vida, enteramente materialista. “Se los alienta a los individuos con perfiles psicomentales de notable mediocridad (pero de profundas convicciones vulgocráticas) a que “produzcan” y”realicen” obras “creativas”, que se difunden luego profusamente en publicaciones masivas, a fin de que se “conozcan públicamente” (Popescu).

Personajes como el nuevo Secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, son el producto de tal política y se ajustan a ese perfil. “Artistas” que viven sumergidos en el plano estético y que, como señalaba Castellani, su vida está dominada por el placer, el sentimentalismo, la vida tanguera, disipada, estulta. Pueden adquirir una inclinación ética a través de la cual llegan al inmundo espacio de la política partidocrática, pero la misma se ve contaminada por los rasgos característicos que ya le son acusados, y por los cuales se le permite salir a la palestra. Como afirma Stan M. Popescu: “Entre los seres humanos, los que más inestabilidad psico-mental demuestran son los artistas (no nos referimos a los auténticos artistas, los compositores y grandes intérpretes de música o los pintores de alto nivel) y los políticos. Ambos sectores son impulsados por el insaciable apetito de fama y, por extensión, de acumulación de bienes materiales. Ambos vibran exageradamente ante los vulgares estímulos (el júbilo, el delirio, la euforia). En cambio, los estímulos negativos: la decepción, la desesperación, el sufrimiento en presencia de la derrota, el dolor en presencia de la humillación, etc., les hacen vivenciar las realidades límites con matices y atisbos patológicos. Ambos sectores suelen complacerse en un estilo de vida licenciosa. La urgencia de éxitos y de variedad y la oxidación de la conciencia moral les propende a desfigurarse en activos agentes de los no-valores. En lo más ínsito y recóndito de su ser, los artistas y políticos anhelan ser considerados, aplaudidos y adulados, no solamente por sus habilidades de interpretación y por sus artificios oratorios de matiz sofista, sino también por sus condiciones de depositarios de los valores y las virtudes tradicionales...Empero, siendo incapaces de conciliar sus aspiraciones con la realidad intrínseca, atacan e ironizan los valores religiosos y las normas tradicionales, y con ello esperan –y encuentran a menudo- los fáciles aplausos de la plebe y del vulgo ignorante de la conciencia moral. La vanidad es el principal producto que se elabora preferentemente y con fruición en la intimidad del político y del artista. Al lado del gusto por la concupiscencia, se yergue el sensualismo, la vanidad y el autoendiosamiento.” (“En busca del jardín interior”).

Confirma el análisis precedente que el nuevo Secretario de Cultura sea investigado por malversación de fondos cuando estuvo al frente del Instituto de Cine. La “acumulación de bienes materiales” de los políticos cuenta con una exculpación: la ideología, que divulga una moral de lucha contra enemigos legendarios o reales pero no de quienes dicen representar, sino de su tranquilidad y su bolsillo. La idea fuerza del progresismo siempre en los labios, la evocación del setentismo “combativo”, las citas inopinadas de Jauretche, el lenguaje “nacional y popular”, la adhesión efusiva e incondicional a uno de los gobiernos más corruptos y calamitosos de que se tenga memoria, demuestran que ese “chamuyo” ideológico-sentimental forma el entramado de repertorio hueco de auto-negación de la realidad en que se despliega, porque lo exitoso de su trayectoria le permite darse los gustos, y todo esto, “sintiendo” que debe hacerlo.

Pero Coscia es, ya lo dijimos, un representante, como el exitoso Solanas, de esos hombres sin fe que asisten como espectadores a un juego que les hace ilusión de ser libres. “Cada hombre es así sobre la tierra un pequeño reino gobernado despóticamente por la opinión”, cita Gueydan de Roussel a Le Mercier de la Riviere. Con esa mirada conducida por las impresiones y esa formación deficiente, los directores del cine argentino, desde los años sesenta en adelante, se han sucedido en una inútil convocatoria de las musas. La fealdad ofrecida y el desinterés popular marcaron las trayectorias que, apuntaladas por el poder político –sobre todo democrático- de turno, empujó y subsidió tantas y tantas indigestas películas. Algunas de estas obras declaman ya en sus títulos este sentimentalismo inexcusable, otras lo exhiben en medio de arbitrariedades y mentiras a designio, buscando atrapar al espectador únicamente a través de lo sensiblero, sin margen para la construcción participada de la obra: “Sentimientos: Mirtha de Liniers a Estambul” (Jorge Coscia); “Sentimental” (Sergio Renán); “Perón, Sinfonía de un sentimiento” (Leonardo Favio); “Tangos, el exilio de Gardel” (“Pino” Solanas); “Made in Argentina” (Juan José Jusid); “La historia oficial” (Luis Puenzo); “Los días de junio” (Alberto Fisherman); “Volver” (David Lipszyc); “Memorias y olvidos” (Simón Feldman); “Camila” (María Luisa Bemberg); “Los chicos de la guerra” (Bebe Kamin); “La noche de los lápices” (Héctor Olivera); “Un lugar en el mundo” (Adolfo Aristarain); “Perdido por perdido” (Alberto Lecchi); “Tango feroz” (Marcelo Piñeyro) y un largo etcétera donde se hace un molienda de victimismo políticamente correcto, anarquismo bien rentado y tango y rock en dosis combinadas. Hoy las nuevas generaciones de directores, nacidos y criados tras el retorno de la “primavera democrática” alfonsinista, alternan el sentimentalismo sin ideales (ya no hay cine “testimonial” o de “denuncia”) con la promiscuidad sexual y la búsqueda de lo “interesante”, despachando un nihilismo adormecedor pero, eso sí, técnicamente irreprochable. Coscia viene a administrar ese nihilismo general de lo “cultural” en la Argentina del cual la generación suya es en gran parte responsable. A tratar de hacer seguir la correntada mediante inyecciones de sentimentalismo y patrioterismo modernizados, para esconder las cosas sucias tras hórridas fachadas de proyectos políticos “transformadores”. No hay sensatez pero tampoco sentimientos nobles en esta disposición para con la cultura porque no hay una “paideia” ni siquiera en la propia actitud hacia la disciplina artística por parte de su mayor responsable. Y no la hay porque se ha disgregado la cultura del hombre en tanto ser espiritual, y como tal, religioso. En estas condiciones, el arte y la cultura no religan al hombre con lo mejor de sí, sino que lo vuelven menos que hombre. Por lo cual se hace indispensable evitar toda clase de contacto con tales manifestaciones “culturales” y “artísticas” excretadas por la usina del mundo, enemigo que “no puede recibir al Espíritu de verdad, porque no le ve ni le conoce” (Jn. 14, 17).

Coscia y Solanas. Apuntan bajo.

* Artículo publicado en Revista “Cabildo” Nº 82, Julio/Agosto 2009.