“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

jueves, 17 de diciembre de 2009

CRITICA


THREE GODFATHERS
Director: John Ford – 1948

NAVIDAD A LA AMERICANA

Ya hemos comentado más de una vez –por lo menos entre amigos- que ese gran poeta del cine que fue John Ford, era un católico resabiado de liberalismo o americanismo, y que es precisamente esa contradicción permanente la que ha echado a perder lo que podrían haber sido grandes películas. No sólo es el caso de “El hombre tranquilo”, sino también, lastimosa y ostentosamente, el de esta “Tres Padrinos”, conocida entre nosotros absurdamente como “Tres hijos del diablo” y, más acertadamente en el Brasil como “Dios envió alguien”.

Nos ha pasado con esta película lo que recientemente con otra muy distinta, “The Big Knife” de Robert Aldrich. Desde el comienzo y hasta diez minutos antes de que termine, la película es increíblemente buena, coherente, osada, cristiana –la de Ford-, sólida, completamente satisfactoria, y hasta llegamos a preguntarnos cómo es que en Hollywood pudo hacerse algo así. Pero de pronto una respuesta amarga viene a nuestro encuentro. De repente, ¡ay!, de todo ese edificio bella y armoniosamente construido sale un crujido, y de ese crujido una veloz rajadura, y el edificio se parte y se viene enteramente abajo. Eso que cruje es el error, el error del liberalismo, mejor destacado en medio de la verdad, y suficiente para invalidar la obra, como una mancha de tinta basta para arruinar la hoja en blanco.

La historia es hermosa, sencilla y abierta a la posible confirmación del sentido cristiano que obra mediante la gracia para la Redención de los hombres. Tres hombres, John Wayne, Pedro Armendáriz y Harry Carey Jr., llegan a un pueblo en Arizona con intenciones de robar un banco. De entrada entendemos que no son forajidos impiadosos, sino apenas ladronzuelos perdidos y simpáticos que por vez primera van a acometer tal empresa. Antes de hacerlo, incluso, al entrar al pueblo, sostienen una amistosa charla con un hombre que cuida su jardín. Este hombre, se enteran al despedirse, es el sheriff.

Tras el robo huyen hacia el desierto, uno de ellos herido de bala y habiendo perdido las reservas de agua. Perseguidos implacablemente por el sheriff y su partida de alguaciles, deben alejarse a regiones más inhóspitas. En la busca de un pozo de agua, encuentran una carreta, dentro de la cual hay una mujer. Esta mujer, que es la hija del sheriff que volvía de un viaje con su esposo, fallecido, está a punto de dar a luz. En una secuencia emotiva, los tres hombres parecen “abuenados” por esta perspectiva, y asumen valientemente un compromiso ante la mujer agonizante: cada uno de ellos se transforma en padrino del niño, que lleva sus nombres. Es el día previo a la Navidad, y tanto el mexicano Pedro como el yanqui Kid manifiestan un genuino sentimiento cristiano, uno católico, el otro protestante. Wayne se mantiene al margen.

Luego de una discusión violenta, por no ponerse de acuerdo sobre los pasos a seguir en tan desesperada situación, una Biblia que era de la mujer cae abierta en manos de Kid, que lee allí lo que deben hacer: ir hacia Jerusalén. Precisamente no muy lejos de allí hay un pueblo llamado Nueva Jerusalén, hacia el cual se dirigen los tres hombres –ya sin sus caballos-, con el niño, guiados notoriamente por una estrella. Los hombres se desviven por su pequeño ahijado hasta el punto de privarse de agua en momentos de sed extrema, para dejársela al bebé. En fin, prosiguen por el largo camino a través de un desierto de sal, donde el herido Kid muere, en otra notable escena. Más adelante, el mexicano Pedro se cae y se quiebra una pierna. Falta poco, detrás de las montañas visibles está la Nueva Jerusalén. Wayne continúa y, tras recibir una nueva y clara señal de Dios, logra llegar con el bebé al pueblo. Sigue un largo epílogo humorístico. Pero vamos a los detalles.

El primer punto de quiebre es el siguiente: el católico Pedro, cuando cae y queda herido de la pierna –poco antes de llegar al pueblo de Nueva Jerusalén-, le pide un revólver a Wayne; “por los coyotes”, le dice, y le creemos. Pero, ni bien Wayne se marcha con el bebé, el mexicano le pide a Dios le haga un lugar en el Paraíso...y entonces se suicida de un balazo.

Segundo punto: el personaje de Wayne, que dos veces en la película arroja con desdén la Biblia al piso, es salvado con el niño inequívocamente –milagrosamente- por una ayuda de Dios. Luego de entregar el niño y ya repuesto en el pueblo donde robara, se olvidará completamente de Dios. Nadie hará la más mínima mención ni señal de gratitud y alabanza. Los últimos diez minutos del film son escenas de chanzas, cargadas torpes y forzadas, aclamación y respeto humano. Todo el sentido trascendente insinuado hasta entonces, se diluye como el agua por las cañerías. Ese niño y su salvación milagrosa tenía que servir, tenía que ser el medio –era hasta algo casi obvio- además de para ayudar a los tres hombres a volver a la buena senda, para ayudar a la conversión del desconfiado y descreído Wayne. No se trataba sólo de salvar la vida del niño, sino de salvar el alma del atribulado y perdido Wayne. Pero en la película para lo que sirve es para hacer de él un hombre popular y exitoso –hasta se le agrega una mujer hermosa al final que se le ofrece-. El niño, pese a tener tres “padrinos” jamás fue bautizado, ni siquiera esto fue pedido por su moribunda y piadosa y religiosa madre, y tampoco se lo bautiza a su llegada a Nueva Jerusalén, donde sus habitantes festejan la Navidad cantando puerilmente en una cantina.

¿Y qué decir del suicidio del católico Pedro? Creemos que eso obedece al sentido práctico que a todo le confiere el norteamericano. Quedarse sufriendo en el piso hasta morir no hubiera servido de nada, no hubiese reportado ningún beneficio para los otros. El sufrimiento de los tres hombres valía en tanto estaban llevando al niño. De otra manera, no. Hemos visto esta misma actitud “pragmática” recientemente en “Gran Torino”, donde el protagonista, Clint Eastwood, enfermo terminal, acelera su muerte, no pegándose un tiro, sino haciéndose matar con la justificación de servir a una noble causa (lo mismo, digamos de paso, sucedía en la citada película de Aldrich, donde el protagonista se suicida sobre el final, y otro personaje indica que ello ha sido un “sacrificio” cuando en realidad fue desesperación). Imaginamos que considerarán inútil la agonía de Nuestro Señor en la cruz. ¡Tres horas! ¿Por qué no pidió que lo matasen enseguida? Es la actitud que hoy cunde, ¡qué sufrimiento al cuete! ¡Sufrir es inútil! ¿Qué se gana con eso? Más vale hacer un poco de trampa, total es con buena intención...

¿De dónde viene todo esto? “En lo que se refiere a la vida moral y espiritual del católico corriente, el “americanismo” exaltó la superioridad de las virtudes naturales y “activas” en desmedro de las sobrenaturales y “pasivas”, y transfiriendo el ideal político a la esfera espiritual, pregonaba que el Espíritu Santo guiaba inmediatamente a los individuos, sin intermediación de dirección espiritual externa alguna” (“La “Americanización” de la Iglesia Católica”, R. P. Juan Carlos Iscara. Revista Iesus Christus Nº 114, Noviembre/Diciembre de 2007).

De allí que al final de la película, en ausencia de toda autoridad religiosa, Wayne es incorporado a la comunidad social (económica-política) de la ciudad, de la misma forma que el niño. Lo coherente, lo sublime, lo anunciado por la trama anterior, hubiese sido que Wayne, cuando al final de la película sube al tren para ir a cumplir la condena mínima de un año en prisión por el robo del banco, debió haber pedido que se le diera una Biblia, esa que antes desechó pero cuya Palabra lo salvó. En cambio, se le ofrece una mujer joven, rubia y deseosa, corolario del éxito social norteamericano.

“El “americanismo” pregonaba la necesidad de adaptar la Iglesia a la moderna y progresista civilización norteamericana. Propugnaba, en consecuencia, la adopción del principio de la libertad, ya que el énfasis católico “europeo” sobre la subordinación del individuo a la autoridad era “extraño” al temperamento de pueblo norteamericano” (R. P. Iscara, Ob. cit.) De allí también que el mexicano, ya “norteamericanizado”, y sabiendo que es pecado, se toma la libertad de suicidarse –como se mata a los caballos quebrados-, aun cuando no estaba tan lejos de la ciudad como para ser rescatado, o cuando su sufrimiento unido y ofrecido con el sufrimiento redentor de Cristo, pudo haber ayudado a la expiación de sus pecados y a la salvación de Wayne y el niño. Cierto, el mexicano es un hombre primitivo, pero acaso también lo era el “buen ladrón” que colgado de la cruz junto a Nuestro Señor, asumió –según la tradición- el merecimiento de su sufrimiento. Señales de una libertad mal entendida, individualismo presa de las exigencias sociales liberales a las cuales el hombre debe integrarse o, sino, sucumbir. El dogma “Fuera de la Iglesia no hay salvación” trocado en “Fuera de nuestra sociedad no hay salvación”.

Si le exigimos a Ford lo que no dio se debe a que adherimos a lo que dijo Ernest Hello sobre los deberes de la crítica: “La crítica se limita ordinariamente a examinar al hombre tal cual es, a constatar sus hábitos.
Me parece que debe aspirar a elevarse más alto. Debe buscar el tipo del hombre que estudia. Debe mostrárselo.
Si el hombre estudiado permanece fiel a la línea recta, debe constatarlo con gozo. Si el hombre que estudia se ha extraviado, debe ella decirle: He aquí el camino que habéis seguido, y he aquí el camino que teníais que haber seguido. La crítica debe estudiar la enfermedad del autor que analiza, a fin de descubrir la naturaleza del remedio. La crítica debe estudiar al hombre, no solamente en la caída que ha tenido, sino también en la ascensión que tenía que haber hecho. Debe estudiar al escritor tal cual es, y mostrarlo como debió ser. No debe solamente constatar, debe rectificar.
(...) Cada hombre, cada escritor, tiene cerca de él una montaña que lo espera y un abismo que lo amenaza.
Si ha caído en ese abismo, la crítica debe decirle: tú has caído; pero debe también mostrarle con el dedo la montaña y decirle: Acuérdate, mira; todavía es tiempo. El espíritu tiene su caridad como el corazón. Su crítica debe vivir a la vez de justicia y de caridad. La justicia, advierte; la caridad, levanta”.